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Authors: Dan Simmons

Olympos (70 page)

BOOK: Olympos
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—Oh, conozco a Aquiles, hijo de Peleo y su habilidad: saquea ciudades, viola mujeres y mata hombres —dice la Noche con su estrepitoso tono de ola—. ¿Qué razón podría obligarte a traer a este... soldado a mi negra puerta, artificiero?

Aquiles decide que es hora de hablar.

—Tengo que ver a Zeus, diosa.

El oscuro espectro se vuelve hacia él. Es como si flotara, y la enorme forma de grandes pechos gira sin fricción. Su rostro velado (o el rostro con el aspecto de un negro velo) lo mira con ojos más negros que el negro. Las nubes giran y se arremolinan a su alrededor.

—¿Tienes que ver al señor del trueno, al dios de todos los dioses, a Zeus Pelasgio, señor de diez mil templos y el altar de Dodona, padre de todos los dioses y hombres, Zeus el rey que domina las nubes de tormenta y da todas las órdenes?

—Sí —dice Aquiles.

—¿Para qué? —pregunta Nyx. Es Hefesto quien habla.

—Aquiles pretende llevar a una mortal a los tanques del Curador, madre del primer huevo negro sin gérmenes. Quiere pedirle al padre Zeus que ordene al Curador que le devuelva la vida a Pentesilea, la reina amazona.

La Noche se echa a reír. Si su voz es un mar salvaje chocando contra las rocas, Aquiles piensa que su risa suena como un viento de invierno aullando en el Egeo.

—¿Pentesilea? —dice la diosa de negras túnicas, todavía riendo—.

¿Esa rubia tortillera de tetas grandes y sin cerebro? ¿Por qué en un millón de Tierras quieres devolver a esa niñata musculosa a la vida, hijo de Peleo? Después de todo, es a ti a quien vi atravesarla a ella y a su caballo con la gran lanza de tu padre, espetándolas como si fueran pimientos.

—No tengo más remedio —ruge Aquiles—. La amo. La Noche vuelve a reírse.

—¿La amas? ¿Eso dice Aquiles, que se acuesta con muchachitas esclavas y princesas conquistadas y reinas capturadas con la indiferencia con que otros comen aceitunas, sólo para descartarlas luego como huesos escupidos? ¿La amas?

—Es por el perfume de feromonas de Afrodita —dice Hefesto, todavía de rodillas.

La Noche deja de reír.

—¿De qué tipo? —pregunta.

—Número nueve —gruñe Hefesto—. El veneno de Puck. Las nanomáquinas autorreplicadoras de la corriente sanguínea reproducen constantemente más moléculas dependientes y privan al cerebro de endorfinas y serotonina si la víctima no actúa siguiendo su embelesamiento. No hay antídoto.

La Noche vuelve su rostro-velo esculpido hacia Aquiles.

—Creo que estás verdaderamente jodido, hijo de Peleo. Zeus nunca accederá a rejuvenecer a una mortal, mucho menos a una amazona, una raza en la que rara vez piensa y, cuando lo hace, pocas veces es en términos de loanza. El padre de todos los dioses y todos los hombres tiene poco que hacer con las amazonas y aún menos con las vírgenes. Vería la resurrección de una mortal como una profanación de los tanques y habilidades del Curador.

—Sin embargo, se lo pediré —dice Aquiles, obstinado.

La Noche lo observa en silencio. Entonces la aparición de grandes pechos y harapos de ébano se vuelve hacia Hefesto, que sigue de rodillas.

—Lisiado dios del fuego, ocupado artificiero de dioses más nobles,

¿qué ves cuando miras a este hombre mortal?

—A un puñetero necio —gruñe Hefesto.

—Yo veo una singularidad cuántica —dice la diosa Noche—. Un agujero negro de probabilidades. Una miríada de ecuaciones con la misma solución de tres puntos. ¿A qué se debe eso, artificiero?

El dios del fuego vuelve a gruñir.

—Su madre, Tetis, la de los pechos enmarañados de algas, metió a este arrogante mortal en el fuego cuántico celestial cuando era un cachorrillo, poco más que una larva. La probabilidad de su muerte, día, hora, minuto y método es una entre cien y, como no puede ser cambiada, eso parece que da a Aquiles una especie de invulnerabilidad a todos los otros ataques y heridas.

—Ssssssí —susurra la embozada Noche—. Hijo de Hera, esposo de esa Gracia sin seso conocida como Aglaya la gloriosa, ¿por qué ayudas a este hombre?

Hefesto se inclina más contra el escalón.

—Al principio me superó en combate, amada diosa de la temible sombra. Luego continué ayudándolo porque sus intereses coinciden con los míos.

—¿Tu interés es encontrar a Zeus? —susurra la Noche. En algún lugar de los cañones negros situados a su derecha, alguien o algo aúlla.

—Mi interés, diosa, es reducir el creciente flujo del Caos.

La Noche asiente y alza su rostro velado a las nubes que abrazan las torres de su castillo.

—Puedo oír a las estrellas gritar, lisiado artificiero. Sé que cuando dices «Caos» te refieres al caos.. a un nivel cuántico. Tú eres el único de los dioses, aparte de Zeus, que nos recuerda lo que éramos nosotros y recuerda nuestro modo de pensar antes del Cambio... que recuerda cosas como la física.

Hefesto mantiene el rostro en el suelo y no dice nada.

—¿Estás siguiendo el flujo cuántico, artificiero? —pregunta la Noche. Hay una brusquedad y una furia en su voz que Aquiles no comprende.

—Sí, diosa.

—¿Cuánto tiempo, dios del fuego, crees que nos queda de supervivencia si los vórtices de probabilidad continúan creciendo a este ritmo logarítmico?

—Unos pocos días, diosa —gruñe Hefesto—. Quizá menos.

—Las Parcas están de acuerdo contigo, engendro de Hera —dice la Noche. El volumen y el timbre marino de su voz hacen que Aquiles quiera cubrirse los oídos con las callosas palmas de sus manos—. Día y noche, las
Moirai
, esas entidades extrañas a quienes los hombres mortales llaman Parcas, juguetean con sus ábacos electrónicos, manipulando sus burbujas de energía magnética y sus kilométricos hilos de ADN computable, y cada día la visión del futuro de las
Moirai
se vuelve menos cierta, sus hilos de probabilidad más convulsos, como si el telar del Tiempo mismo estuviera roto.

—Es ese puñetero Setebos —gruñe Hefesto—. Con perdón, señora.

—No, tienes razón, artificiero —dice la gigantesca Noche—. Es ese puñetero Setebos, libre al fin, sin la contención ya de los mares árticos de este mundo. El de las muchas manos ha ido a la Tierra, lo sabes. No a la Tierra de este mortal, sino a nuestro antiguo hogar.

—No —dice Hefesto, alzando por fin el rostro—. Eso no lo sabía.

—Oh, sí: el Cerebro ha cruzado el Brana. —Se ríe y esta vez Aquiles sí que se cubre los oídos con las manos. Es un sonido que ningún mortal debería escuchar.

—¿Cuánto dicen las
Moirai
que tenemos? —susurra Hefesto.

—Cloto, la que hila, dice que nos quedan meras horas antes de que el flujo cuántico haga implotar este universo —dice la Noche—. Atropos, la inflexible, la que lleva las horribles tijeras para cortar todos los hilos de la vida en el brusco instante de la muerte, dice que tal vez un mes aún.

—¿Y Láquesis? —pregunta el dios del fuego.

—La que asigna los lotes (y la que maneja mejor que las otras el ábaco electrónico, creo) ve al Caos triunfando en este mundo y este Brana dentro de una semana o dos. Sea como sea, nos queda poco tiempo, artificiero.

—¿Huirás, diosa?

La Noche guarda silencio. Los aullidos resuenan en las grietas y valles, al pie de su castillo.

—¿Adónde podemos huir, artificiero? —dice por fin—. ¿Dónde pueden huir incluso los pocos Originales si este universo en que nacimos se colapsa en el caos? Cualquier Agujero Brana que podamos crear, cualquier salto cuántico que podamos teletransportar, seguirá conectado por los hilos del caos a este universo. No, no hay ninguna parte adonde huir.

—¿Qué haremos entonces, diosa? —gruñe Hefesto—. ¿Agacharnos, agarrarnos a nuestras sandalias y dar a nuestros inmortales huesos un beso de despedida?

La Noche hace un ruido como el Egeo en plena tormenta.

—Tenemos que consultar con los Dioses Antiguos. Y rápido.

—Los Dioses Antiguos... —empieza a decir el artificiero, y se detiene—. Cronos, Rea, Océano, Tetis... ¿Todos los exiliados al terrible Tártaro?

—Sí.

—Zeus nunca lo permitirá. No se permite a ningún dios comunicarse con...

—Zeus debe aceptar la realidad —grita la Noche—. O todo terminará en caos, incluido su reino.

Aquiles sube dos peldaños hacia la enorme figura negra. Lleva el escudo en el antebrazo, como si estuviera dispuesto a combatir.

—Eh, ¿recuerdas que estoy aquí? Y sigo esperando una respuesta a mi pregunta. ¿Dónde está Zeus?

Nyx se inclina sobre él y lo apunta con un hueso pálido y huesudo, como un arma.

—Tu probabilidad cuántica de morir por mi mano puede que sea cero, hijo de Peleo, pero si te arraso átomo a átomo, molécula a molécula, el universo, incluso a nivel cuántico, lo tendrá difícil para mantener ese axioma.

Aquiles espera. Ha advertido que los dioses a menudo farfullan en esa cháchara sin sentido. Lo único que puede hacerse es esperar a que vuelvan a hablar con lógica.

Finalmente, Nyx habla con la voz de las olas empujadas por el viento.

—Hera, hermana y esposa, hija de Rea y Cronos e incestuosa compañera de lecho de su divino hermano, defensora de los aqueos hasta el punto de traicionar y asesinar, ha seducido al señor Zeus apartándolo de sus deberes y su vigilia. Se ha acostado con él y lo ha inyectado con Sueño en la gran casa donde la esposa de un héroe solloza y trabaja, tejiendo de día y rasgando su trabajo de noche. Este héroe no llevó su mejor arco a hacer su sangrienta labor en Troya, sino que lo dejó colgado en una habitación secreta con una puerta secreta, oculto a los pretendientes y los saqueadores. Éste es el arco que nadie más puede tensar, el arco que puede enviar una flecha a través del ojo de doce hachas de hierro alineadas, o de la mitad de hombres culpables o sin culpa.

—Gracias, diosa —dice Aquiles, y se aparta de la escalera.

Hefesto mira alrededor, luego lo sigue, cuidando de no dar la espalda a la enorme figura de ébano de la túnica flotante. Para cuando los dos hombres se han levantado, la Noche ha abandonado su lugar al pie de las escaleras.

—En nombre de Hades, ¿qué era todo eso? —susurra el artificiero mientras suben al carro y activa el control virtual y los caballos holográficos—. La esposa de un héroe que llora, puñeteras habitaciones ocultas, doce puñeteros ojos de hacha alineados. Nyx parecía ese retorcido oráculo de Delfos.

—Zeus está en la isla de Ítaca —dice Aquiles mientras se alejan del castillo y la isla y los rugidos y gruñidos de monstruos invisibles en la oscuridad—. El propio Odiseo me dijo que dejó su mejor arco en su palacio en esa isla rocosa suya, oculto con túnicas aromatizadas con hierbas en una habitación secreta. He visitado al astuto Odiseo en otros tiempos mejores. Sólo él puede tensar ese enorme arco... o eso dice, pues yo nunca lo he intentado, y después de una noche de beber, disparar una flecha a través del ojo de doce hachas de hierro es la idea que el hijo de Laertes tiene de lo que es divertirse. Y si hay pretendientes buscando la mano de su sensual esposa Penélope, le divertiría aún más clavar sus flechas en sus cuerpos.

—El hogar de Odiseo en Ítaca —murmura Hefesto—. Un buen lugar para que Hera oculte a su señor dormido. ¿Tienes idea, hijo de Peleo, de lo que te hará Zeus cuando lo despiertes?

—Averigüémoslo —dice Aquiles—. ¿Puedes teletransportarnos cuánticamente allí desde este carro?

—Mírame —dice Hefesto. Hombre y dios desaparecen de la vista mientras el carro, vacío ahora, sigue volando sobre la Llanura de Hellas.

50

—Ésta no es Savi.

—¿Me has oído decir que lo sea, amigo de Nadie?

Harman se encontraba en el sólido metal del catafalco, aparentemente suspendido a más de ocho kilómetros en el aire a un centenar de metros de la cara norte de Chomolungma, mirando a pesar del poderoso impulso que sentía de no contemplar el rostro muerto y el cuerpo desnudo de una joven Savi. Próspero se encontraba tras él en las escaleras de hierro. El viento soplaba fuera.

—Se parece a Savi —dijo Harman. No podía refrenar los latidos de su corazón. Tanto la exposición a la altura como al cuerpo que tenía delante le daban vértigo—. Pero Savi está muerta.

—¿Seguro?

—Seguro, maldito seas. Vi a tu Calibán matarla. Vi los restos ensangrentados de lo que se comió y lo que dejó. Savi está muerta. Y nunca la vi tan
joven
.

La mujer desnuda del ataúd de cristal no podía tener más de tres o cuatro años de su Primer Veinte. Savi era... vieja. Todos ellos (Hannah, Ada, Daeman y Harman) se habían sorprendido al verla: pelo gris, arrugas, un cuerpo que había dejado atrás su mejor momento. Ninguno de los humanos antiguos había visto jamás los efectos del envejecimiento antes de conocer a Savi... ni desde entonces, pero todo eso cambiaría ahora que los tanques rejuvenecedores de la fermería habían sido destruidos.

—No mi Calibán —dijo Próspero—. No, no mi monstruo entonces. El duende era su propio amo, un repugnante peón de Sycórax, perdido en la cadena de esclavo de Setebos, cuando lo encontrasteis en la isla orbital, hace nueve meses.

—Ésta no es Savi —repitió Harman—. No puede ser.

Se obligó a volver a las escaleras y regresar a la cámara central del Taj Moira, rozando bruscamente al magus y su túnica azul. Pero se detuvo antes de atravesar el techo de granito.

—¿Está viva? —preguntó en voz baja.

—Tócala.

Harman bajó otro peldaño.

—No. ¿Por qué?

—Baja aquí y tócala —dijo el magus. El holograma, la proyección, lo que fuera que fuese, se hallaba de pie junto al sarcófago de cristal—. Es el único modo de saber si está viva.

—Aceptaré tu palabra —Harman se quedó donde estaba.

—Pero yo no te he dado mi palabra, amigo de Nadie. No he dado ninguna opinión de si es una mujer dormida, un cadáver o simplemente un muñeco de cera, un espíritu ansioso. Pero te garantizo esto, esposo de Ada de Ardis: si despierta, si las despiertas, si fuera real y hablaras con este espíritu despierto y decantado, todas tus preguntas más acuciantes serán contestadas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harman, bajando los escalones a pesar de sus ganas de huir.

El magus permaneció en silencio. Su única respuesta fue abrir la tapa de cristal del sarcófago.

No surgió ningún olor a corrupción. Harman pasó a la plataforma de metal, luego dio la vuelta para colocarse junto al magus. A excepción de algún atisbo de los cadáveres sin pelo de los tanques sanadores de la isla de Próspero, Harman nunca había visto a una persona muerta hasta hacía pocos meses. Ningún humano antiguo lo había hecho. Pero había enterrado a gente en Ardis Hall y conocía el terrible aspecto de la muerte: la lividez y el rigor mortis, los ojos que parecían hundirse de la luz, la dura frialdad de la carne. Esa mujer (esa Savi) no mostraba ninguno de esos signos. Sus labios eran muy sonrosados, rojos incluso, al igual que sus pezones. Tenía los ojos cerrados, las pestañas largas, pero parecía que podía despertar de un momento a otro.

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