Authors: Dan Simmons
—¿Por qué no han acabado los voynix con nosotros? —preguntó Ada. Su voz parecía sólo levemente curiosa.
—Esa sí que es una buena pregunta —dijo Daeman. Tenía su propia teoría al respecto, pero era demasiado pronto para compartirla.
—No se puede decir que nos tengan miedo —repuso Greogi—. Debe de haber dos o tres mil malditas criaturas allá abajo en el bosque y no tenemos suficiente munición para matar a más de unos pocos centenares. Pueden subir por la roca cuando se les antoje. Pero no lo han hecho.
—Lo habéis intentado con el faxnódulo —dijo Ada. No era realmente una pregunta.
—Los voynix nos emboscaron allí —contestó Greogi. Miró el cielo azul. Era su primer día de sol y todo el mundo intentaba secar su ropa y sus mantas, colocándolas como si fueran señales en el plano acre de roca que era la cima de la Roca Hambrienta, pero seguía siendo un invierno duro, el peor que recordaba ninguno de los habitantes de Ardis, y todos temblaban a la débil luz del sol.
—Hemos hecho pruebas —dijo Daeman—. Podemos meter a doce personas en el sonie, el doble de lo que admite su diseño, pero uno más y la IA de la máquina se niega a volar. Y se comporta como un cerdo con doce.
—¿Cuántos dices que conseguimos llegar aquí arriba? —preguntó
Ada—. ¿Sólo cincuenta?
—Cincuenta y tres —dijo Greogi—. Nueve, incluyéndote a ti hasta esta mañana, estaban demasiado heridos o enfermos para viajar.
—Ocho ahora —contestó Ada con firmeza—. Harían falta cinco viajes en el sonie para evacuar a todo el mundo... suponiendo que los voynix no ataquen en cuanto empecemos la evacuación y suponiendo también que tuviéramos algún sitio al que ir.
—Sí, suponiendo que tuviéramos algún sitio al que ir —dijo Greogi.
Cuando Ada se quedó dormida de nuevo (dormía, les aseguró Tom, no había caído en el semicoma de antes) Daeman recogió su mochila, manteniéndola con torpeza apartada de su cuerpo, y se acercó al borde de la cumbre de la Roca Hambrienta. Vio a los voynix allá abajo, sus jorobas correosas y sus cuerpos plateados sin cabeza moviéndose entre los árboles. De vez en cuando un grupo se movía, al parecer con sentido, y cruzaba el gran prado al sur de la Roca Hambrienta. Ninguno miró hacia arriba.
Greogi, Boman y la mujer morena llamada Edide se acercaron a ver qué estaba haciendo.
—¿Pensando en saltar? —preguntó Boman.
—No —respondió Daeman—, pero tengo curiosidad por saber si tenéis cuerda... lo suficiente para bajarme hasta fuera del alcance de los voynix.
—Tenemos unos treinta metros de cuerda —dijo Greogi—. Pero eso te deja a unos quince o veinte metros por encima de los hijos de puta... no es que eso los vaya a detener si quieren saltar y agarrarte. ¿Por qué demonios quieres bajar?
Daeman se puso en cuclillas, colocó la mochila en el suelo y sacó el huevo de Setebos. Los otros se agacharon para contemplarlo.
Antes de que pudieran hacer preguntas, Daeman les contó dónde lo había conseguido.
—¿Por qué? —preguntó Edide. Daeman se encogió de hombros.
—Fue una de esas cosas que en su momento parecen una buena idea.
—Siempre acabo pagando por eso —dijo la mujer pequeña y morena. Daeman pensó que podría haber visto Cuatro Veintes. Era difícil decirlo con los rejuvenecimientos de la fermería, pero los humanos antiguos mayores tendían a tener mayor sensación de confianza que los más jóvenes.
Daeman colocó el huevo brillante y levemente pulsátil en una grieta en la roca para que no rodara.
—Tocadlo —dijo.
Boman lo intentó primero. Colocó la palma en el cascarón curvo como si agradeciera el calor que todos podían sentir fluir del interior, pero el hombre rubio apartó la mano rápidamente: como si hubiera sentido una descarga o un mordisco.
—¿Qué demonios...?
—Sí —dijo Daeman—. Yo también lo siento cuando lo toco. Es como si esa cosa te sorbiera la energía... como si te sorbiera algo del corazón. O del alma.
Greogi y Edide intentaron tocarlo. Los dos apartaron la mano rápidamente y luego se alejaron más.
—Destrúyelo —dijo Edide.
—¿Y si Setebos viene a buscarlo? —preguntó Greogi—. Las madres hacen esas cosas cuando les robas los huevos. Se lo toman a título personal. Sobre todo cuando la madre es un cerebro de tamaño monstruoso con ojos amarillos y docenas de manos.
—Lo he pensado —dijo Daeman. Guardó silencio.
—¿Y? —dijo Edide. Incluso en los pocos meses que hacía que la conocía, en Ardis Hall siempre había parecido una persona práctica y competente. Era uno de los motivos por los que la había elegido como miembro de su expedición de advertencia a los trescientos faxnódulos—.
¿Quieres que lo destruya yo? —preguntó, poniéndose en pie y calzándose los guantes de cuero—. Veremos a qué distancia puedo lanzar esta maldita cosa y si alcanzo un voynix.
Daeman se mordió el labio.
—Podemos apostar a que no queremos que salga del cascarón aquí, en la cima de la Roca Hambrienta —dijo Boman. El hombre había sacado la ballesta y apuntaba al lechoso huevo—. Incluso un pequeño Setebos, por tu descripción de lo que la cosa mamá-papá hizo en Cráter París, podría matarnos a todos.
—Espera —dijo Daeman—. No ha salido del cascarón aún. El frío puede que no sea suficiente para matarlo aquí, para hacer que no sea viable, pero puede estar retrasando su gestación... o como demonios se llame el período de incubación del huevo de un monstruo. Quiero probar algo antes de destruirlo.
Usaron el sonie. Greogi conducía. Boman y Edide iban arrodillados en los huecos traseros, con los rifles de flechitas preparados. El campo de fuerza estaba desconectado.
Los voynix se movían en las sombras bajo los árboles, al otro extremo del prado, a menos de cien metros de distancia. Ellos flotaban a treinta metros de altura, fuera del alcance de sus saltos.
—¿Estás seguro? —dijo Greogi—. Son más rápidos que nosotros.
No del todo convencido de que pudiera hablar adecuadamente, Daeman asintió.
El sonie bajó. Daeman saltó. El sonie ascendió en vertical, como un ascensor en forma de disco plateado.
Daeman llevaba un rifle de flechitas al hombro, pero fue la mochila lo que recogió, sacando en parte del huevo de Setebos y cuidando de no tocarlo con las manos desnuda. Incluso a la intensa luz del sol, la cosa brillaba como leche radiactiva.
Como ofreciéndoles un regalo, Daeman empezó a caminar hacia los voynix que se hallaban al otro extremo del prado. Las criaturas obviamente lo observaban a través de los sensores infrarrojos de sus pechos metálicos. Varios giraron para mantenerlo centrado en el alcance de sus sensores. Más voynix salieron de las sombras del bosque para situarse en la linde del prado.
Daeman alzó la cabeza y vio el sonie a veinte metros sobre él, los rifles de flechitas de Boman y Eddie alzados y preparados, pero sabiendo también que un voynix a la carrera alcanzaba más de ochenta kilómetros por hora. Las criaturas se le echarían encima antes de que el sonie pudiera bajar en picado y, si había suficientes voynix en el ataque, nada podría salvarlo.
Daeman caminó con el brillante huevo de Setebos medio fuera de la mochila, como un regalo de Veinte que asomara de su envoltorio. Una vez el huevo se agitó (a Daeman le sorprendió tanto el movimiento interno que casi lo dejó caer, pero se quedó enganchado en el tejido rasgado y sucio de la mochila), pero después de tantear un minuto, continuó caminando. Estaba ya tan cerca del grupo de voynix que podía oler el hedor a cuero viejo y óxido de las criaturas.
Daeman se avergonzó al advertir que le temblaban los brazos y las piernas. «No he sido lo bastante listo para que se me ocurriera otra cosa», pensó. Pero no había otro remedio. No con el precario estado en el que se hallaban tantos supervivientes de Ardis, no con el hambre y la deshidratación acechando.
Se hallaba ya a menos de quince metros de la treintena de voynix. Daeman alzó el huevo de Setebos como un talismán y caminó derecho hacia ellos.
A diez metros, los voynix empezaron a regresar al bosque.
Daeman avivó el paso, casi corriendo ya. Los voynix se apartaban de él por todos lados.
Temeroso de tropezar y cascar el huevo (tuvo la repulsiva imagen mental del huevo rompiéndose y un pequeño cerebro Setebos escurriéndose con sus docenas de manecitas de bebé y sus tallos, y luego saltando hacia su cara), Daeman se obligó a correr hacia los voynix en retirada.
Los voynix se pusieron a cuatro patas y echaron a correr, cientos de ellos huyendo en todas direcciones como gacelas asustadas que huyeran de los depredadores de alguna llanura prehistórica, y Daeman corrió hasta que ya no pudo más.
Cayó de rodillas, apretando la mochila contra su pecho, sintiendo el huevo de Setebos agitarse y moverse, notando cómo la energía fluía de él hacia el maligno ser hasta que logró apartarlo y colocarlo en el suelo como la cosa tóxica que era.
Greogi hizo aterrizar el sonie.
—Dios mío —dijo el piloto calvo—. Dios mío. Daeman asintió.
—Llévame de vuelta a la base de la Roca Hambrienta. Esperaré allí con el huevo mientras bajas a todos los que puedan ir andando hasta el pabellón del faxnódulo. Yo encabezaré la marcha. Podrás cargar a los débiles y heridos y seguirnos por el aire.
—Qué... —empezó a decir Edide, y guardó silencio. Sacudió la cabeza.
—Sí —dijo Daeman—. Me acordé de los cuerpos de voynix congelados en el hielo azul de Cráter París. Todos se habían congelado en el acto de huir de Setebos.
Se sentó en el borde del sonie, la mochila en el regazo, mientras flotaban de regreso a la Roca Hambrienta a unos cómodos dos metros sobre el suelo. No había voynix en los árboles ni en los prados.
—¿Adónde vamos a faxear? —preguntó Boman.
—No lo sé —respondió Daeman. Se sentía muy cansado—. Ya se me ocurrirá algo por el camino.
—Necesitarás una termopiel —dijo Próspero.
—¿Por qué? —la voz de Harman sonaba distraída. Miraba a través de las puertas de cristal la hermosa cúpula triple y los arcos de mármol del Taj Moira. La cabina había encajado en su lugar en la torre
eiffelbahn
del sureste, una de las cuatro situadas en las esquinas del gigantesco cuadrado de mármol tallado que contenía aquel magnífico edificio en la cumbre del Chomolungma. Harman había calculado que la torre
eiffelbahn
tendría unos trescientos metros de altura y la cúspide del edificio blanco en forma de cebolla la superaba en otros ciento cincuenta.
—La altitud aquí es de ocho mil ochocientos cuarenta y ocho metros — dijo el magus—. Hay más vacío que aire. La temperatura al sol ahí fuera es de treinta y cuatro grados bajo cero. Esa suave brisa sopla a cincuenta nudos. Hay una termopiel azul en el armario, junto a la cama. Sube y póntela. Necesitarás tu ropa de abrigo y botas. Llama cuando te hayas puesto la máscara de ósmosis... necesito bajar la presión de la cabina antes de abrir la puerta.
Bajaron en ascensor desde la plataforma situada a trescientos metros de altura. Harman observó los puntales de las torres, los arcos y las vigas mientras las dejaban atrás y sonrió. El secreto de la blancura de aquella torre era prosaico: pintura blanca sobre el mismo hierro oscuro y el acero de las otras estructuras
eiffelbahn
. Notó que el ascensor y la torre entera se sacudían por los aullantes vientos y advirtió que la pintura debía erosionarse en meses o semanas en vez de en años; trató de imaginar qué tipo de cuadrilla de pintores estaría siempre trabajando allí, y luego le pareció un esfuerzo tonto.
Obedecía al magus porque eso lo sacaba de la prisión de la cabina viajera. De algún modo, allí, en ese insano templo o palacio o tumba o lo que fuera, en aquella montaña insanamente alta, encontraría un modo de regresar con Ada. Si Ariel podía faxear sin pabellones de faxnódulos, él también. De algún modo.
Harman siguió a Próspero desde el ascensor situado en la base de la torre y cruzó la amplia expansión de piedra caliza roja y mármol blanco que conducía hasta la puerta principal del edificio en forma de cúpula. El viento amenazaba con derribarlo pero por algún motivo no había hielo en el suelo.
—¿Los magus no sienten el frío ni necesitan aire? —le gritó al anciano de la ondeante túnica azul.
—En lo más mínimo —respondió el magus. El fuerte viento hinchaba su capa a un lado y hacía que su mata de largo pelo gris se apartara de su cráneo casi calvo—. Uno de los gajes de la vejez —gritó por encima del ululante viento.
Harman se volvió hacia la derecha, los brazos extendidos para conservar el equilibrio contra el viento, y se acercó a la baja barandilla de mármol, de no más de dos palmos de altura, que corría alrededor de la enorme plaza de arena caliza y mármol como un banco bajo alrededor de una pista de patinaje sobre hielo.
—¿Adónde vas? —le preguntó Próspero—. ¡Ten cuidado! Harman llegó al borde y se asomó.
Más tarde, al estudiar mapas, Harman advirtió que debía haber estado asomado desde la montaña llamada Chomolungma o Chu-mu-lang-ma Feng o Qomolangma Feng o HoTepMa Chini-ka-Rauza o Everest, dependiendo de la edad y el origen del mapa, y que cuando se situó en la barandilla estuvo mirando durante cientos de kilómetros (y ocho mil metros hacia abajo) las tierras que una vez se llamaron el Noveno Reino del Khan o el Tíbet o China.
Fue la parte de abajo lo que golpeó a Harman visceralmente.
El Taj Moira era esencialmente una ciudad de mármol y piedra arenisca situada en la cumbre de la Diosa Madre del Mundo como una bandeja clavada en una piedra afilada, como un pedazo de papel clavado a una pica. La obra de ingeniería realizada en buckycarbono era impresionante hasta el punto de lo imposible: la forma de alardear de un dios niño.
Harman se detuvo junto a la «barandilla» de dos palmos de altura y treinta centímetros de grosor y miró hacia abajo con toda la fuerza del viento a la espalda que trataba de empujarlo al vacío. Más tarde, los mapas le dirían que había estado mirando montañas que tenían nombres y los glaciares Rongbuk al este y el oeste con las llanuras marrones de China tras la curvatura de la tierra, pero nada de eso importaba en aquel momento. Empujado por los ululantes vientos, los brazos extendidos para conservar el equilibrio, Harman estaba mirando ocho mil metros hacia abajo... ¡desde un saliente!
Cayó a cuatro patas y empezó a arrastrase de vuelta al templo-tumba y el magus que esperaba. A diez metros delante de la enorme puerta, un pequeño y afilado peñasco, de no más de cinco metros de altura, se alzaba entre los cuadrados de mármol, para terminar en una pirámide de hielo de treinta y cinco centímetros. Próspero miraba cruzado de brazos y con una sonrisita en el rostro; Harman se abrazó al peñasco decorativo y usó sus imperfecciones para volver a ponerse en pie. Continuó apoyado en el peñasco, los brazos a su alrededor, la barbilla apoyada en la punta de hielo, temeroso de que si miraba atrás, por encima del hombro, la distante pared y la vertiginosa caída la urgencia de correr hacia aquella pared y saltar fuese abrumadora. Cerró los ojos.