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Authors: Dan Simmons

Olympos (69 page)

BOOK: Olympos
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—¿Quién es ese otro inmortal que puede mostrarnos dónde se esconde Zeus? —Aquiles está distraído por la aullante tormenta de arena y los salvajes destellos de los relámpagos y las descargas estáticas a cien metros sobre ellos mientras la tormenta planetaria se abalanza contra el campo de fuerza de la égida de Zeus.

—Nyx —dice Hefesto.

—¿La Noche? —repite Aquiles. El matador de los pies ligeros conoce el nombre de la diosa: la hija de Caos, una de las primeras criaturas sentientes en emerger del Vacío que hubo al principio del tiempo antes de que los dioses originales ayudaran a separar la oscuridad de Erebo del orden azul y verde de la Tierra, pero ninguna ciudad griega ni asiática ni africana que conozca adoraba a la misteriosa Nyx-Noche. Las leyendas y los mitos decían que Nyx (sola, sin ningún varón inmortal para impregnarla) había dado a luz a Eris (la Discordia), las Moriai (las Parcas), Hypnos (el Sueño), Némesis (la Venganza), Tánatos (la Muerte), y las Hespérides.

—Creía que la Noche era una personificación —añade Aquiles—. O sólo un montón de chorradas.

Hefesto sonríe.

—Incluso una personificación o un montón de chorradas asume forma física en este nuevo mundo que los post-humanos, Sycórax, y Próspero ayudaron a hacer para nosotros —dice—. ¿Vas a venir? ¿O debo TCear de vuelta a mi laboratorio y disfrutar de los... ah... placeres de tu dormida Pentesilea mientras tú te entretienes aquí?

—Sabes que te encontraré y te mataré si haces eso —dice Aquiles, sin ninguna amenaza en la voz, sólo fría promesa.

—Sí, lo sé —reconoce Hefesto—, y por eso te lo preguntaré una última vez: ¿vas a subir a este puñetero carro o no?

Vuelan hacia el sureste alrededor de la gran esfera de Marte, aunque Aquiles no sabe que es Marte lo que está contemplando, ni que es una esfera. Pero sabe que el empinado ascenso por encima del lago de la Caldera del Olimpo y la violenta penetración de la égida hacia la aullante tormenta de polvo tras los cuatro caballos que habían surgido de la nada tras el despegue (y luego el viaje a través de la cegadora tormenta y los vientos mismos) no son algo que quiera hacer de nuevo pronto. Aquiles se agarra al borde de madera y bronce del carro y se esfuerza para no cerrar los ojos. Por fortuna, hay una especie de energía alrededor del carro (una forma menor de la égida o una variante de los escudos corporales invisibles que los dioses usan en combate, supone Aquiles), que los protege a los dos de la arena y los vientos arrasadores.

Entonces se alzan por encima de la tormenta de polvo, el negro cielo nocturno sobre ellos y las estrellas brillando, dos pequeñas lunas cruzando visibles el cielo. Para cuando el carro cruza la línea de tres enormes volcanes, han pasado al sur de lo peor de la tormenta y hay rasgos visibles bajo ellos en la noche estrellada.

Aquiles sabe que el hogar de los dioses en el Olimpo está en su propio extraño mundo, por supuesto: ha luchado ocho meses en la llanura roja situada ante lo que sus aliados llamaban Agujero Brana, contemplando las olas sin marea llegar de algún mar norteño que no se corresponde con ninguno de la Tierra, pero nunca se le había ocurrido que el mundo del Olimpo fuera tan grande.

Vuelan muy alto por encima de un interminable y ancho cañón inundado y la oscuridad queda rota solamente por la luz de las estrellas que se refleja en el agua y unas cuantas linternas en movimiento muchas leguas por debajo que, según Hefesto, pertenecen a las barcazas de los Hombrecitos Verdes. Aquiles no ve ningún motivo para preguntarle al lisiado que amplíe tan críptica respuesta.

Vuelan sobre cadenas montañosas peladas y luego sobre otras boscosas e incontables depresiones circulares (cráteres, los llama el dios del fuego), algunos erosionados o con bosques, muchos con lagos centrales, pero la mayoría agudos y severos a la luz de la luna y las estrellas.

Vuelan más altos, hasta que el silbido de aire alrededor de la miniégida del carro se agota y Aquiles respira aire puro emitido por el carro mismo. El contenido en oxígeno es tan alto que se siente un poco borracho.

Hefesto nombra algunas de las rocas, montañas o valles que se extienden bajo ellos en la noche. Aquiles piensa que el dios cojo parece un barquero aburrido que anuncia las paradas a lo largo del curso de un río.

—Shalbatana Vallis —dice el inmortal, y luego, unos minutos más tarde—: Margaratifer Terra. Meridiana Planum. Terra Sabaea. Esa zona boscosa al norte es Schiaparelli, el pie de las colinas se llama Huygens. Ahora vamos a virar al sur.

El carro que vuela tras los cuatro caballos levemente transparentes no vira al sur, cambia bruscamente de dirección al sur, y Aquiles se agarra por su vida aunque el suelo del carro siempre parece estar bajo sus pies.

—¿Qué es eso? —pregunta Aquiles unos minutos más tarde. Ha aparecido un enorme lago circular que ocupa gran parte del horizonte sur. El carro desciende y, aunque no hay ninguna tormenta de polvo, el aire sigue aullando.

—La Llanura de Hellas —gruñe el dios del fuego—. Tiene más de dos mil kilómetros de ancho y un diámetro mayor que el de Plutón.

—¿Plutón?

—Es un puñetero planeta, estúpido bruto iletrado —gruñe Hefesto. Aquiles suelta el borde del carro para dejar libres las manos para entrar en acción. Se le ocurre levantar al dios cojo, romperle la espalda contra la rodilla y arrojarlo del carro. Pero entonces mira los picos de las montañas y los negros valles aún a muchas leguas por debajo y decide que dejará que el enano velludo haga aterrizar primero el vehículo. El lago, ante ellos, llena todo el sur; luego cruzan la orilla norte y empiezan a descender sobre el agua iluminada por las estrellas. Aquiles advierte que lo que parecía un lago circular desde unos pocos kilómetros de altura es en realidad un pequeño océano redondo.

—Su profundidad oscila entre tres kilómetros y más seis —dice Hefesto, como si a Aquiles lo hubiera preguntado o le importara—. Esos dos enormes ríos que fluyen desde el este se llaman Dao y Harmakhis. Nuestro plan original era poner a un par de millones de humanos antiguos en esos fértiles valles y dejarlos que hicieran lo que les diera la puñetera gana y ser fértiles y multiplicarse, pero nunca conseguimos sintonizar el rayo en esta dirección y defaxearlos. Zeus y los otros originales del Panteón se olvidaron de todo antes de ser dioses... nos parecía un sueño a todos. Además, Zeus estaba muy ocupado derrocando a sus padres, la primera generación de Titanes inmortales, Cronos y su hermana-esposa Rea, y arrojarlos al mundo Brana llamado Tártaro.

Hefesto se aclara la garganta y empieza a recitar con voz de trovador que a Aquiles le suena como si alguien estuviera serrando una lira en dos con una hoja oxidada:

Un terrible sonido perturbó el mar infinito.

Toda la tierra emitió un gran grito.

El amplio cielo, sacudido, gimió.

De sus cimientos retrocedió el Olimpo

bajo el acoso de los dioses inmortales,

y temblando fueron a caer al Tártaro.

Aquiles sólo ve agua oscura a izquierda y derecha, agua corriendo por debajo a una velocidad imposible, los bordes rodeados de acantilados del lago circular desaparecidos bajo el borde de los horizontes. Al sur aparece una única isla irregular.

—Zeus sólo ganó la guerra —continúa Hefesto— porque regresó a las máquinas posthumanas creadoras de Brana en órbita alrededor de la Tierra original (la Tierra de verdad, quiero decir, no la tuya, no esta puñetera falsificación terraformada) y trajo a Setebos y su ralea de huevos para luchar contra las legiones de Cronos. Los monstruos de cientos de manos con sus armas energéticas y su ansia por comer el terror del suelo ganaron, aunque costó trabajo eliminarlos, como manchas de mierda, cuando se acabó la guerra. Además, uno de los puñeteros chicos de los Titanes (el hijo de Jápeto, Prometeo), se hizo agente doble. Y entonces apareció ese monstruo clónico de cien cabezas construido en laboratorio llamado Tifón que salió del Agujero Brana el año cuatrocientos veinticuatro de la guerra. Eso sí que fue digno de ver. Me acuerdo del día en que...

—¿Hemos llegado ya? —interrumpe Aquiles.

La isla (continúa rezongando Hefesto mientras siguen descendiendo) tiene más de ochenta de las leguas de Aquiles de diámetro y está llena de monstruos.

—¿Monstruos? —dice Aquiles. Le interesan poco estas cosas. Quiere saber dónde está Zeus y quiere que Zeus le diga al Curador que abra los tanques rejuvenecedores y quiere que la reina amazona Pentesilea vuelva a vivir. Todo lo demás es secundario.

—Monstruos —repite el dios del fuego—. Los primeros hijos de Gaia y Urano son bichos deformes pero muy poderosos. Zeus les permitió vivir aquí en vez de unirse a Cronos y Rea en la dimensión del Tártaro. Hay tres setebosianos entre ellos.

Este hecho no tiene ningún interés para Aquiles. Contempla la isla crecer ante ellos y distingue el enorme castillo oscuro en los riscos de su centro. Las pocas ventanas que se abren en las losas de piedra brillan anaranjadas, como si el interior del edificio estuviera ardiendo.

—En la isla también viven los últimos cíclopes —continúa Hefesto—. Y las Erinias.

—¿Las Furias están aquí? —dice Aquiles—. Creía que eran un mito, también.

—No, nada de mito. —El inmortal cojo hace virar el carro y alinea las cabezas de los caballos con un espacio plano y abierto sobre un saliente de negra roca en la base del castillo central. Nubes oscuras se retuercen alrededor de la montaña y su alcázar. Los valles, a cada lado, están llenos de movimientos furtivos—. Cuando sean liberadas de este lugar pasarán el resto de la eternidad persiguiendo y castigando a los pecadores. Son verdaderamente «las que caminan en la oscuridad», con serpientes por caballos y ojos rojos que lloran lágrimas de sangre.

—Que vengan —dice el hijo de Peleo.

El carro aterriza suavemente en la base de una gigantesca escultura situada en un gran saliente de piedra negra. Las ruedas de madera del carro chirrían y los caballos desaparecen de la existencia. El extraño panel brillante que el Artificiero ha estado usando para controlar el aparato desaparece.

—Ven —dice Hefesto, y guía a Aquiles hacia la amplia y en apariencia interminable escalera que hay al otro lado de la estatua. El inmortal arrastra su pie malo sobre la piedra.

Aquiles no puede evitar mirar la escultura: cien metros de altura como mínimo, un hombre poderoso que sostiene la doble esfera de la Tierra y los cielos sobre sus poderosos hombros.

—Es una escultura de Japeto —dice Aquiles.

—No —gruñe el dios del fuego—. Es el viejo Atlas en persona. Petrificado aquí, para siempre.

Son cuatrocientos escalones. El castillo negro se alza con sus torres y torreones y gabletes perdidos en las nubes. Las dos puertas que tienen delante miden cada una veinte metros de altura y están separadas entre sí otros veinte metros

—Nyx y Hemera se cruzan aquí cada día... Noche y Día —susurra Hefesto—. Una sale, el otro entra. Nunca están en la casa al mismo tiempo.

Aquiles contempla las nubes negras y el cielo sin estrellas.

—Entonces hemos llegado en mal momento. No tengo nada de que hablar con Hemera. Dijiste que era con la Noche con quien teníamos que hablar.

—Paciencia, hijo de Peleo —gruñe Hefesto. El dios parece nervioso. Mira una máquina pequeña pero rechoncha que lleva en la muñeca—. Eos sale... ahora.

Alrededor del borde oriental de la isla negra crece un brillo anaranjado. Se desvanece.

—Ninguna luz atraviesa la égida polarizada de esta isla —susurra Hefesto—. Pero es casi de día, más allá. El sol se alzará sobre los ríos Dao y Harmakhis y los acantilados orientales de la Llanura de Hellas en cuestión de segundos.

Un súbito destello ciega a Aquiles. Oye una de las gigantescas puertas de hierro cerrarse, y entonces la otra chirría y se abre. Cuando recupera la vista, la segunda puerta está cerrada y la Noche se encuentra ante ellos.

Siempre asombrado ante Atenea, Hera y las otras diosas, ésta es la primera vez que Aquiles, hijo de Peleo y la diosa marina Tetis, se siente aterrorizado ante una inmortal. Hefesto se ha puesto de rodillas y baja la cabeza en señal de respeto y temor ante la terrible aparición, pero Aquiles se obliga a permanecer de pie. Sin embargo tiene que combatir la abrumadora necesidad de desatarse el escudo de la espalda y acurrucarse tras él, con el cuchillo asesino de dioses en la mano. Dividido entre la huida o la lucha, baja la cara en gesto de deferencia, como compromiso.

Aunque los dioses pueden adoptar casi cualquier tamaño (Aquiles no sabe nada de la ley de la conservación de la masa y la energía y no comprendería la explicación de cómo los inmortales se saltan esa ley), dioses y diosas parecen más cómodos con unos tres metros de altura: lo bastante altos para hacer que los mortales parezcan niños, no demasiado para no tener que reforzar los huesos de sus piernas ni volverse demasiado torpes incluso en sus mansiones del Olimpo.

La Noche (Nyx) mide cinco metros de altura y va envuelta en una vaporosa nube, vestida con lo que parecen ser múltiples capas de diáfana tela negra de la que cuelgan tiras por docenas, con un tocado negro que incluye un velo sobre su rostro o quizá un rostro que parece un velo negro. Aunque parezca imposible, sus ojos negros son perfectamente visibles a través del negro velo y las vaporosas nubes. Antes de apartar la cara, Aquiles ve que tiene unos pechos increíblemente grandes, como si pudiera amamantar a todo el mundo en la oscuridad. Sólo sus manos brillan pálidas, los dedos largos y poderosos, como hechos de luz de luna solidificada.

Aquiles se da cuenta de que Hefesto habla, casi canturreando:

—... fumigación con antorchas, Nyx, diosa madre, fuente de dulce reposo de los males, Madre ante quien dioses y hombres se levantan, bendita Nyx moteada de luz de estrellas, en el dulce silencio del sueño habita la noche de ébano. Los sueños y la tranquilidad atienden tu cola de penumbra, disolviendo el ansia, amiga de la alegría, con oscurecedora velocidad rodeas la tierra. Diosa de los fantasmas y los juegos de sombras...

—Basta —dice la Noche—. Si quiero oír un himno orfeico viajaré en el tiempo. ¿Cómo te atreves, dios del fuego, a traer a un inmortal a Hellas y el hogar envuelto en noche de Nyx?

—Diosa cuyo poder natural divide el día natural —continúa Hefesto, todavía de rodillas, todavía haciendo reverencias—, este mortal es el hijo de la inmortal Tetis y es un semidiós por propio derecho en su particular Tierra. Se llama Aquiles, hijo de Peleo, y su habilidad...

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