Echó un rápido vistazo al exterior. La zona parecía mucho más tranquila. Sólo distinguió a cuatro o cinco de esos seres deambulando diseminados a lo largo de la calle, iluminados por las escasas lámparas del alumbrado público que se estaban encendiendo automáticamente. Comprobó que grandes porciones del barrio se estaban sumiendo poco a poco en la oscuridad: en esos puntos, dedujo, debía de estar interrumpida la corriente eléctrica. Había más helicópteros sobrevolando el barrio, regando con potentes haces de luz blanca las zonas más sombrías. La voz metálica de las autoridades recomendando a los habitantes que no salieran de sus casas se oía de vez en cuando, algunas veces cercanas, otras lejos, pero siempre con el mismo tono monótono y desapasionado que a Miguel le provocaba algo parecido a la seguridad.
Estiró su cuerpo sin levantarse del sillón y encendió la única lámpara de pie que había quedado erguida tras la pelea de la tarde. Sintió como algo digno de celebrar que la luz surgiera de la pantalla naranja iluminando con su calidez cotidiana el rincón de su sillón favorito. Se tomó unos minutos para contemplar el resto de la casa: grandes manchas de sangre reseca en el suelo, casi todos sus muebles y adornos y cuadros tirados y rotos, al fondo del pasillo el armario de los trastos abierto y su heterogéneo contenido, desparramado. Pero si entornaba mucho los ojos, a la luz de la confortable iluminación dorada, todavía podía imaginarse que no había pasado nada, que su casa seguía igual, que las piernas de su novio, que veía al fondo a través de la puerta de su habitación, seguían lozanas como siempre, que Fabio dormía plácidamente esperándole para echar un polvo.
Se levantó y se acercó al dormitorio. Lo que había sido su novio se agitaba inquieto tumbado boca arriba sobre la cama, atado con los arneses y las cuerdas de tender. Gruñía, gemía, le miraba como un animal herido. Miguel sintió pena pero sabía que no le podía soltar.
Ante el cuerpo semidesnudo de Fabio, manchado de sangre reseca, le asaltó un pensamiento que le dio cierta vergüenza: había tenido a Fabio en esa misma postura decenas de veces antes, les gustaba a los dos experimentar con cuerdas, cuero y juguetes. Habían practicado el
bondage
, el sado
light
, la lluvia dorada y todo tipo de prácticas más o menos exóticas. Y tenerle ahí delante… expuesto, inmovilizado, le recordaba todas las veces que había disfrutado de su cuerpo en el pasado. Pero ahora que sabía que Fabio ya no era Fabio, que le quedaba poco rastro de humanidad detrás de la mirada, sintió un estremecimiento de excitación.
Le echó mano al paquete, se lo sobó con energía, esperando que sucediera a lo que estaba acostumbrado: que la polla de Fabio se pusiera dura casi al instante. Pero no pasó nada de eso. Miguel, decepcionado, le cogió el miembro y empezó a agitarlo arriba y abajo. La polla estaba blanda, muy blanda, de hecho demasiado blanda. Miguel notó un tirón leve y un ruido de descorche y se quedó con el grisáceo pene de su novio en las manos.
Se echó hacia atrás horrorizado. Instintivamente, abrió la ventana y arrojó a la calle el miembro. Luego cerró y se apoyó contra el cristal: "He tirado la polla de mi novio por la ventana", pensó. Y se preguntó qué diría un psicoanalista al respecto.
Volvió al dormitorio, Fabio no parecía dolorido ni preocupado. Seguía agitándose levemente sobre la cama, atontado por las pastillas. Eso sí, Miguel notó cierta nueva expresión en su cara deformada y llena de pústulas. Lo conocía muy bien, Fabio tenía hambre.
Toñi Pozoña llegó desde un lugar muy lejano a la realidad. Como si saliera de un pozo de aguas negras, emergió a la consciencia sin abandonar la horrible sensación de angustia, de pena y desesperación que le acompañó durante las horas del sueño inducido por las pastillas. Sensación que, inalterable, también le acompañaba ahora que su mente estaba volviendo, perezosa, al minúsculo apartamento de Chueca donde vivía.
No había olvidado todos los horribles acontecimientos del día anterior y por eso lo primero que su mente le preguntó es: "¿Sigues viva?". Ella asintió despacio con su imaginación. No supo si alegrarse por ello o qué demonios sentir porque estaba agotada, plomiza, pegajosa, sudorosa. Volver a la realidad era agotador y deprimente.
Abrió los ojos guarreados de
rimmel
reseco, creyó oír sus pestañas crujiendo al separarse. No pudo ver nada, todo estaba negro. Afuera aún era noche cerrada. Recordó que le habían cortado la luz, de modo que ni se molestó en alargar la mano para encender la lamparita.
En ese momento volvió a oír un crujido. Esta vez no fueron sus pestañas, ni su imaginación. El corazón de Toñi recibió un chorro de adrenalina que pudo sentir como un pinchazo. No se movió un ápice. Estaba hecho un ovillo, encogido como un armadillo en la esquina superior derecha de su sofá cama. No se había movido en toda la noche y notaba las extremidades como de madera, acartonadas y doloridas.
Se puso a escuchar con toda la atención de la que fue capaz. Abrió mucho los ojos escudriñando las tinieblas, obligando a su dilatada pupila a recolectar por completo la escasa luz que llegaba de la calle.
Creyó adivinar siluetas contra la luz de la ventana y recordó las noches de insomnio en Cádiz cuando de pequeño, tras haber visto una película de terror en la tele o por haber oído una de las leyendas urbanas de su sádico primo mayor Manolito, creía tener visitantes de ultratumba en su habitación. En aquellos años siempre llegaba su madre para confortarle y alejar los fantasmas. En ese momento la madre estaba a quinientos kilómetros y los visitantes estaban allí. La luz añil recortaba las ventanas formando cuadrados enormes, sobre los cuales ella vio claramente dos siluetas. No, tres, que simplemente se mantenían de pie. Los hombros y la cabeza perfilados. Tres hombres robustos. Uno de ellos se movía despacio entre los otros dos. No podía oír nada, salvo un chasquido leve del
parquet
, una especie de ronroneo, como de respiración con flemas.
Esas cosas habían entrado. Estaban allí dentro, con ella, a unos metros de distancia emitiendo siseos húmedos, suaves gruñidos roncos. Por dentro su cuerpo gritaba de pánico pero Toñi sólo pudo encogerse aún más, en completo silencio, hacerse una bola pequeña e insignificante. Acorazada por su vestido de lentejuelas rojas, quiso colarse por cualquier rendija, desaparecer. Querría haber tenido muchas pastillas a su alcance, miles de pastillas, para dormir y no despertar jamás.
Miguel pasó la noche agitado. Lo primero que hizo fue marcar en el teléfono el número de emergencias, quería una ambulancia para su novio. Y tenía la esperanza, además, de que le dieran una explicación sobre lo que sucedía. Pero el teléfono fijo anunciaba en todo momento que las líneas estaban ocupadas y el móvil no tenía cobertura. La televisión se había roto en el fragor de la batalla contra la vecina e Internet tampoco parecía funcionar. De modo que estaba completamente aislado. Cuando se le empezaron a cerrar los ojos, decidió echar una cabezada en el sillón.
Pero su novio seguía revolviéndose en la cama, gimiendo y gruñendo cada vez más fuerte a medida que se le pasaban los efectos de los somníferos. Se levantó varias veces del sillón donde intentaba dormir y se acercó al dormitorio para comprobar con desconsuelo que Fabio se retorcía sin descanso. Su expresión de dolor se agudizaba, dando la sensación de que sufría dolores insoportables. A Miguel se le partía el corazón pero sabía que no podía soltarle; ya había visto lo que le hizo a la vecina y él no quería acabar así de ningún modo. Pero tampoco podía soportar los gritos y gemidos de su novio. Sintiéndose culpable, se puso unos tapones en los oídos y se retrepó en el sillón. Se durmió de puro agotamiento.
Toñi Ponzoña llevaba media hora encogida en una esquina de su sofá cama, angustiada y atontada por las pastillas, ni dormida ni despierta. Esperaba un milagro, que viniera alguien a salvarla o que esos seres se largaran de allí o que fueran sordos y ciegos y así poder escapar sin problemas.
Al mirar de nuevo hacia las ventanas, Toñi se dio cuenta de que no le quedaba mucho tiempo: la casi impenetrable oscuridad le había ayudado a mantener el tipo hasta el momento pero ahora que empezaba a clarear estaba segura de que no iba a poder soportar la visión de esos seres infrahumanos tan cerca de ella. Además, estaría completamente expuesta y en ese caso no saldría viva de allí.
Con una penetrante sensación de pesadez en la base del cráneo, decidió que debía actuar en ese instante, cuando aún la oscuridad jugaba a su favor. Ella conocía al dedillo su casa, no necesitaba luz para moverse ni escapar. Recordó una película antigua que vio en televisión de niño una madrugada junto a su madre y que le dio mucho miedo. La protagonista ciega se defendía de los malos rompiendo todas las bombillas de la casa, consiguiendo que la oscuridad en la que a diario vivía fuera lo que le diera la ventaja para escapar. "¿Quién era la protagonista? ¡Era guapísima!".
Eso pensaba hacer ella. Con la imagen de esa bella actriz sin rostro en la retina, y la sensación burbujeante de las pastillas aún en su cerebro, se sintió protagonista de una aventura fascinante, heroína de una de esas películas para adolescentes con hombres lobo y vampiros cachas, donde ella tendría diecisiete años y sería la reina del instituto.
Pero al intentar levantar sus anquilosados miembros, la fantasía se desvaneció de golpe. No podía apenas moverse, miles de cuchillas se le clavaban en sus miembros. Se obligó, muy despacio y sin hacer nada de ruido, a desplazar sus piernas fuera del sofá cama. Primero una… Después otra… Apenas sentía que fueran suyas, le daba la sensación de estar moviendo dos remos de madera enormes, ajenos a su cuerpo. No se rindió y siguió pensando en Audrey Hepburn —ahora la recordaba ¡era ella!— y sus intentos desesperados por sobrevivir sola en la oscuridad. Se sintió tan delgada como ella, tan bella y estilosa como ella, pensó en sus modelitos de Givenchy y quiso cambiarse el nombre artístico por el de Toñi Audrey, o Givenchy Elegans o algo por el estilo.
Caminó descalza, despacio, deslizando los dedos de sus pies por el
parquet
. Sin sonido, sin casi respirar. Concentrada sólo en ser una heroína delgada de los años sesenta y no cometer ningún fallo.
Con todos los sentidos alerta, no tenía necesidad de tantear nada, esquivaba los objetos y muebles que se sabía de memoria. Llegó al pequeño pasillo tras lo que le parecieron horas, tan sumamente lenta se movió. Allí, aunque la oscuridad era total, notó que había alguien. Lo sintió en su piel como una descarga de electricidad estática, una presencia casi palpable.
Se paró en seco. Uno de esos entes estaba a sólo unos palmos de ella. No veía nada, no sabía si era hombre o mujer, si estaba en medio del pasillo de pie o apoyado contra la pared pero podía oír los gorgojos que emitía al respirar, si es que respirar era lo que hacía. También podrían ser sonidos de mascullar, de alguien que intenta hablar pero no puede… o de masticación.
El caso es que ella estaba tan sólo a un metro de ese ser. Mantuvo una sangre fría que jamás pensó que tuviera. Utilizó sus oídos a modo de radar procurando captar la más mínima variación de sonido, la más sutil dirección de su procedencia, el más leve soplo de aire. Intuyó que ese ser estaba a la derecha del pasillo, de pie. Perfecto, al menos no estaba ante la puerta de la calle, interrumpiendo la salida. Se agachó. Y comenzó a andar a gatas.
Avanzaba con una lentitud exasperante, moviendo sus extremidades con extremo cuidado, posando sus dedos uno a uno, después la mano y adelante. Un centímetro más. La pierna, despacio, sin hacer ruido, adelante, la otra mano, adelante…
Rozó con su pierna derecha algo áspero. Al instante, un gruñido ensordecedor, un chillido inhumano, estalló en la espesa oscuridad y enseguida, como la llamada al celo de alguna bestia salvaje, tres voces desabridas más desde el salón se unieron al coro.
Sus piernas se movieron solas, su cuerpo saltó como un gato y, mientras oía ruido de pies sobre el
parquet
, de cuerpos chocando, de objetos cayendo al suelo, se metió en el minúsculo cuarto de baño que tenía justo ante sí y cerró la puerta con pestillo.
Se apoyó en la puerta y aplicó el oído. Comprobó que esos seres se movían de forma errática, no veían nada, gritaban y gruñían, correteaban sin rumbo por el apartamento pero suspiró aliviada al saberse separada de ellos por la gruesa puerta del baño.
A no ser que allí dentro se hubiera escondido uno de esos monstruos y ahora estuviera con ella…
En ese momento todo el horror que sólo unos instantes antes pudo dominar, se escapó a su control, salió a borbotones de algún pestilente agujero interior suyo, invadiendo su corazón, su estómago y todas sus visceras como una marea negra y espesa, irrefrenable, que le provocó una fuerte arcada. Vomitó bilis allí mismo, en medio de la negrura.
Palpó con las manos las cuatro paredes del minúsculo retrete dispuesta a luchar o morir. Con rabia golpeó los azulejos y el lavabo y el inodoro y pegó patadas al aire. Cuando estuvo segura de que no allí no había nadie más, se sentó en el suelo y fue consciente de que llevaba muchos segundos sin respirar. Abrió la boca pero el aire no entraba en sus pulmones.
Desde afuera, desde su apartamento invadido por monstruos, le seguían llegando ruidos de golpes, de aullidos y rugidos rabiosos.
Se metió en la ducha y abrió el grifo. Sólo salió un hilillo de agua que le sirvió para refrescarse la nuca. Cuando quiso beber cayeron unas gotas y después nada.
Con sensación creciente de ahogo abrió la ventana batiente y sacó la cabeza al pequeño patio interior hexagonal del edificio. Las oscuras ventanas muertas de los pisos de enfrente parecieron observar su angustia, impasibles. Poco a poco el fresco viento de la madrugada le alivió un poco y miró al cielo. Nunca había visto tantas estrellas. Le parecieron más frías, más bellas y más lejanas que nunca.
A Belén la primera detonación fuerte la pilló "lechuceando", como lo llamaba su madre, es decir, picando a las tantas de la madrugada. Esta vez eran unas chocolatinas suizas con pasas. Del susto corrió a esconderse bajo la mesa del despacho en la trastienda, lugar que ya había acondicionado, para su mayor comodidad, con algunas mantas raídas y un par de cojines que, usualmente, ocupaban la silla del despacho. Después oyó algunas explosiones más. Y tras ellas toda una ráfaga interminable. Sonaban muy cerca, casi en la puerta de la tienda y no se atrevió a mover un músculo. ¿Pero qué estaba pasando? En vez de arreglarse, las cosas parecían que iban a peor.