Pensó en Paula. ¿Le habrá pillado la algarabía? Desechó la idea. Paula tenía que estar en Alcobendas a las siete y media y todo el jaleo ese empezó alrededor de las nueve, de modo que llevaría horas en el trabajo, seguro. Para asegurarse, cogió su móvil y pulsó el nombre Paula en su agenda. Pero el móvil no fue capaz de comunicar, ni siquiera salía la consabida locución de "apagado o fuera de cobertura". Lo intentó varias veces sin éxito.
Comenzó a oírse una nueva andanada de disparos. En ese momento le apeteció algo salado.
Reprimió el ansia y se le ocurrió algo que debería haber hecho al principio: conectarse a Internet y averiguar qué ocurría realmente, qué decía la red de lo que estaba pasando frente a la tienda y en la Plaza de Vázquez de Mella.
Maldiciendo el hecho de que Paula no se hubiera pasado a Mac —"¡Son mucho mejores y más rápidos y no tienen virus!", le había dicho ella en mil ocasiones—, encendió el lento PC de la oficina que tardó cinco largos minutos en estar operativo. Con dedos de experta internauta abrió el Mozilla, el Explorer y el Opera y buscó en los principales portales de noticias. Cuando dejó de teclear y mover el ratón, las páginas seguían las tres en blanco. Esperando, decía uno, transfiriendo la dirección, el otro.
—¿Qué mierda pasa con la conexión?
Comprobó que el
router
estuviera encendido y se echó hacia atrás en la silla. Aquello tenía pinta de sobrecarga en las líneas, le tocaba esperar.
Su espera duró exactamente treinta y cuatro segundos. No podía más. ¡Mierda de conexión de mierda! Se levantó y presionó el botón de encendido de la pequeña y tripuda tele, conectada a un voluminoso TDT, que había en la oficina. Comenzó a cambiar nerviosamente de un canal a otro. Todos aparecían en azul, con las letras en blanco:
No signal
.
Belén era una hija de la era digital, le encantaban los ordenadores, Internet, los móviles 3GS y todo lo que tuviera que ver con la alta tecnología, pero empezó a cuestionarse si la TDT era un avance tan eficaz como había creído hasta el momento. Al menos en los canales analógicos, aunque no hubiera buena recepción, cabía la posibilidad de intuir algo entre la nieve, se podían entrever formas, incluso titulares. Lo recordaba de cuando era pequeña; sus padres tenían una tele mínima en la caravana del
camping
de la playa donde veraneaban casi siempre. Con una antena de mierda pudo ver sin apenas problemas la caída de las torres gemelas. Pero ahora los canales digitales o se veían o no se veían, no había término medio. Y en ese momento no se veían. Se le ocurrió que aún había un medio de comunicación analógico que sobrevivía, discreto, en medio del furor por lo digital: la radio. Las ondas de radio eran imparables, estaban por todos lados, sólo necesitaría un receptor y estaría informada. ¿Pero Paula tendría una radio en esta oficina? Lo dudaba. Jamás la había visto escucharla, la música se la compraban en el iTunes o bien la escuchaban por Spotify, de hecho utilizaban Internet para prácticamente todo y ahora la red estaba paralizada.
Gastó media hora en buscar un receptor de radio. Rebuscó en cajones, en altillos, en el pequeño almacén, incluso en el retrete, pero no tuvo éxito. Jamás pensó que echaría de menos ese horrible, chirriador y estridente aparato que su abuelo se colocaba en la oreja los domingos para escuchar el partido, cosa que a ella le exasperaba y le hacía desear con ansia el momento en que abandonaría esa familia de cristianos mansos y conformistas acomodados en una pequeña ciudad agrícola de Castilla y León.
Volvió junto al ordenador esperando que por un milagro informático hubiera vuelto la potencia a las redes. El navegador Ópera había conseguido cargar unos cuantos bits de información en una desconfigurada página donde sólo se veían unos pocos titulares y un montón de marcos cuadrangulares con el símbolo de interrogación en su interior.
"Alerta médica en el barrio gay de la capital" y como subtítulo: "¿Una mutación del virus del Sida, el Ébola o la Gripe A?".
Otro titular decía: "Chueca acordonada, se declara el estado de excepción".
¿Chueca acordonada? ¿Qué quería decir eso? ¿Que no se puede salir de Chueca? Si no se puede salir tampoco se podrá entrar… ¡y su novia Paula estaba fuera, trabajando! ¡Tenían que dejarla entrar, volver a su casa, volver con ella! Ella, que era una novata, que sólo llevaba quince días en el barrio, que era una recién llegada, que no se podía valer por sí misma, que no conocía aún a casi nadie, que…
Belén se sintió sola. Abandonada y sola. Despacio se acercó a las cristaleras y a través de los barrotes de la persiana miró al exterior. Afuera seguía el caos. Esa gente, esos seres, seguían allí merodeando, como si hicieran guardia para no dejarla salir.
Toñi Ponzoña ya no tenía más lágrimas. Había dejado el inservible teléfono en una esquina de su enorme sofá cama de sábanas revueltas y se había pasado las siguientes cinco horas sentada en su banqueta junto a la ventana, con todos los sentidos alerta, esperando a que esas cosas se cansaran y se fueran de su portal. Durante todo ese tiempo no se había movido ni un ápice, apenas había respirado; tan sólo se mordía las uñas encogida en su asiento. Creyó volverse loca: esos monstruos no paraban de tocar su puerta, de rascarla indolente y monótonamente. Durante horas y horas ese sonido le taladró los tímpanos. Se tapaba los oídos, cerraba los ojos para aislarse pero seguía llegándole en la lejanía ese rasgueo ansioso y rítmico.
Hasta que, sin darse cuenta, el sonido desapareció. No sabría decir cuánto tiempo llevaba el portal en calma pero debieron ser muchos minutos. ¿Se había dormido? No estaba segura. Lo cierto es que no se oía nada. Aún así, no se movió.
De vez en cuando lanzaba fugaces miradas al exterior, a la calle, que aparecía más tranquila, más despejada. El surtidor callejero continuaba regando el asfalto y la acera con un golpeteo de tormenta de verano. Oyó un par de helicópteros lejanos pero insistentes. "Están sobrevolando Chueca", pensó y sintió una ligera esperanza.
Toñi estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario. Cuando esos seres se largaran por fin de su descansillo, ella subiría al tejado a través de la puerta de la azotea que estaba siempre abierta. Allí intentaría que los helicópteros la vieran y así poder ser rescatada. Por un instante pensó en llamar a las puertas de las casas de sus vecinos pero lo descartó: no sabía si habría alguno "normal", no quería arriesgarse. Ella sola era perfectamente capaz de valerse por sí misma, si algo tenía era orgullo, y oír la voz de su madre le había dado fuerzas.
Cuando fue cayendo la tarde, se acordó de que no había corriente eléctrica y la perspectiva de quedarse solo en la oscuridad, rodeado de aquellos monstruos, le aterrorizó. Decidió arriesgarse y salir ahora que aún quedaban un par de horas de luz natural.
Se levantó despacio de su taburete. Los músculos de sus piernas temblaron por haber estado tanto tiempo en la misma postura, sus huesos crujieron y sus pies comenzaron a hormiguear fuertemente. Aguantó la sensación de miles de púas en sus piernas y, pasito a pasito, cubrió la breve distancia que le separaba de la puerta de la calle. Con cuidado de no tropezar con la silla que había colocado contra la puerta, se izó un poco y aplicó el ojo suavemente a la mirilla, en completo silencio.
A la luz naranja del atardecer que se colaba por las ventanas de su portal vio una figura inmóvil. Era un hombre gordo de unos cincuenta años apoyado en la pared del fondo del descansillo.
¿Estaba dormido? No. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos y la miraba fijamente. Toñi aguantó la respiración; él no podía verla, eso era evidente, pero esa silueta seguía allí esperando. Y poco a poco vio a otros más. Deambulaban muy despacio, sin hacer ruido, como cansados, arriba y abajo por las escaleras; como sombras en un sueño hacían su ronda, esperando.
Toñi se apartó de la puerta a cámara lenta. La angustia que surgía de su pecho, le apremiaba para que llorara, para que gritara, se descompusiera, se derrumbara, pero la precaución y la determinación de sobrevivir era más fuerte y se tragó toda la bilis. Aguantó. Estaba dispuesta a tener correa, a esperar lo que fuera necesario en su pequeño apartamento, que sería su bunker, hasta que se marcharan. No tenía apenas comida pero ella era de no comer para mantenerse delgada, así que eso no era un problema.
Fue despacio al baño y cogió el bote de somníferos. Con ayuda de una toalla que amortiguara el sonido del tapón, lo abrió y sacó un par de cápsulas. No le quedaban muchas pero esperaba que fueran suficientes. No estaba dispuesta a esperar despierta y consciente ni un minuto más. Veríamos quién tenía más paciencia, si esos engendros recién llegados o ella, una bella travestí con más de diez años de experiencia en sobrevivir en la peores condiciones. Bien dopada e inconsciente podría aguantar indefinidamente. De paso, dormida se alejaba de esa pesadilla, descansaba, huía.
Con las dos pastillas en la palma de su mano se dio cuenta de que no había agua. Ya no era por tomarse las cápsulas sino por vivir; hasta ella, que no tenía muchos estudios, sabía que el ser humano no podía sobrevivir mucho tiempo sin el líquido elemento.
Miró el retrete. En el fondo había un charquito de agua cristalina. El inodoro no estaba especialmente reluciente, pero ese circulito de agua clara parecía limpia, la acababa de descargar de la cisterna como quien dice. Metió un vaso y lo llenó por la mitad. Comprobó que no tenía posos. De un golpe se metió las pastillas en la boca y después tragó el agua procurando no pensar de dónde procedía. Le sobrevino una potente náusea que reprimió con convicción y voluntad. No podía desperdiciar las pastillas que había tragado y sobre todo no podía hacer ruido. Se controló, jadeante.
Salió del baño pisando en los lugares del
parquet
que ella sabía que no harían ruido y se acercó a su enorme, pegajoso sofá cama con las sábanas revueltas, retorcidas. Se tumbó muy suavemente para que los muelles no se quejaran y esperó a que el principio activo de los somníferos empezara a invadir su sistema nervioso proporcionándole esa placidez que tan bien conocía, tan familiar y que tantos momentos de angustia le había evitado.
Cuando estaba a punto de quedarse dormida, se dio la vuelta sobre la cama para recibir el sueño en una postura más cómoda. En ese momento tiró sin querer con el pie el teléfono que había dejado en una de las esquinas de la cama. El aparato se precipitó al suelo con un estruendo seco, rotundo y una sutil pero contundente nota final de timbre.
Al instante decenas, cientos, miles de manos, comenzaron a golpear en su puerta, a arañarla, a empujarla. Mientras Toñi estaba a punto de quedarse dormida por las pastillas, esos seres pugnaban por entrar, podrían conseguirlo… Si todos empujaban era muy probable que lo lograran… Pero ella, sin poder evitarlo, se estaba quedando dormida … Cogió un enorme edredón y se lo puso por encima, se encogió en una esquina, se hizo un ovillo… No tenía energía ni arranque para otra cosa, si entraban a lo mejor no la verían… No podía seguir despierta… Y los golpes en la puerta se intensificaban… Ese crujido… ¿Era que se estaba rompiendo…? Los golpes seguían y seguían… Y ella caía por un abismo negro.
Miguel hacía siglos que no fumaba. Ahora, sentado en el sillón más cómodo de toda la casa, pegaba grandes caladas a un Camel Light, su marca preferida. Había buscado en el tercer cajón de la cocina que es donde guardó el último paquete casi entero hacía más de dos años, cuando decidió dejarlo definitivamente, en parte por su enfermedad pero sobre todo porque Fabio se lo había pedido, no soportaba más su aliento con sabor a nicotina. Los cigarros estaban resecos pero guardaban todo el sabor acre y perfumado que, ahora se dio cuenta, tanto echaba de menos.
Chupaba con fuerza y el ascua se iluminaba roja y alegre delante de él mientras la luz del crepúsculo entraba por los ventanales de la casa, consolidando las sombras del apartamento. Miguel fumaba, descansando en el sillón después de una dura jornada de duro trabajo. Miguel fumaba y manchaba de rojo la inmaculada piel blanca del pitillo. Miguel estaba cubierto de sangre seca pegajosa de pies a cabeza.
Encendió un nuevo cigarrillo con el rescoldo del anterior y miró hacia su habitación, que desde el salón era visible al fondo, en un lateral del pasillo. Fabio, o el ser que se parecía levemente a Fabio, estaba tumbado en la cama de los dos, con las sábanas también rojas, llenas de sangre. Le había atado al lecho con las esposas y arneses que normalmente usaban para sus juegos sexuales. Era una suerte que los dos hubieran coleccionado tal cantidad de parafernalia
leather
. Ahora Fabio parecía descansar. Bueno, Miguel no estaba muy seguro de si dormía o roncaba… Ni siquiera podía aventurar si respiraba… Emitía ruidos guturales, eso sí. Ruidos que quizá fueran simplemente el resultado del proceso de putrefacción porque Miguel sabía que Fabio, a pesar de andar y moverse y… comer, se estaba pudriendo. Lo primero por el olor. Y después por su aspecto que se deterioraba a ojos vista, con la piel acartonada y purulenta, su cuero cabelludo salpicado de calvas y el cuerpo lleno de llagas.
Miguel fumaba y contemplaba cómo había acabado su cómodo apartamento moderno. Todos los muebles estaban desplazados o tirados, la tele caída, los libros desparramados. El suelo del salón encharcado de sangre ya seca; un enorme reguero rojo se perdía pasillo adelante hasta la puerta de la calle.
Horas antes, cuando Fabio estaba devorando en ese mismo salón a su vecina, Miguel no supo qué hacer. Tuvo el impulso de salir corriendo pero al instante lo reprimió. No podía dejar solo a su novio con esa enfermedad o con lo que fuera que padeciera. Sí, era una locura, se había convertido en un caníbal, pero él tenía un compromiso de por vida con Fabio; no la clase de compromiso que dan los papeles de boda, uno de los de verdad, esa entrega que proporciona el amor único, el saber que has hallado a la persona adecuada, que no hay otra, que tu vida sólo tiene sentido si se refleja en sus ojos. Por eso no iba a dejarle solo. Iba a luchar por que se pusiera bien costara lo que costara.
Miguel hacía este voto en silencio mientras su novio Fabio daba buena cuenta del vientre de la vieja, a la que le sacaba los intestinos como largas ristras de chorizo llevándoselos a la boca con deleite. En el silencio del salón sólo se oían los mordiscos fangosos de Fabio, que masticaba con la boca abierta, como un niño comiéndose un bocadillo de cabeza de jabalí en la merienda. Miguel se quedó en un rincón, agazapado, contemplando la escena, preparado para salir corriendo si Fabio se revolvía contra él. Pero no, Fabio, de espaldas, agachado sobre la vieja no le prestaba la más mínima atención y Miguel se acordó de los documentales de La 2 porque creyó recordar una imagen similar del Serengueti.