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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

Orgullo Z (22 page)

BOOK: Orgullo Z
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—Déjalo, apenas pueden moverse y mejor no llamar la atención con más disparos. Deberíamos irnos de aquí enseguida, ya hemos armado bastante jaleo. Esto se va a llenar de más tipejos de esos —y volvió la cabeza hacia Belén, que permanecía agarrada a su cuello—. ¿Puedes andar?

—Sí, creo que sí… —dijo una débil Belén.

—Deberíamos llevarnos algo de comida, ¿no?

Se pusieron a recoger algunas latas y chocolate y bolsas de frutos secos aquí y allá mientras esquivaban con destreza a los dos lentos ancianos putrefactos, que los seguían vacilantes con las manitas alzadas y vagidos de deleite. Cuando hubieron cargado con algunos víveres —pocos porque en el macuto no cabía gran cosa—, salieron del establecimiento y dejaron atrás a los viejos monstruos desconsolados que, asomados al enorme escaparate roto, extendían las manos hacia ellos como haciéndoles señas de despedida.

Una vez en la acera, a su derecha, vieron los focos blancos y deslumbrantes de los militares en la plaza Vázquez de Mella; por allí no podían huir. Intentaron regresar a la calle Hortaleza. Miguel tenía la intención de entrar de nuevo en la farmacia para hacer una nueva intentona en busca de los antibióticos de Belén, pero vislumbraron al fondo un gran número de monstruos aproximándose, ocupando todo el ancho de la calle, siluetas negras en fila iluminadas a contraluz por un lejano farol parpadeante, y retrocedieron, corrieron San Marcos abajo, que parecía despejada.

Calle San Marcos y Calle Libertad. 4:56 AM del miércoles 6 de julio.

Así se internaron más en Chueca, bajando la larga calle San Marcos, que estaba sumida en la oscuridad y la calma más inquietantes. Avanzaron despacio, procurando no hacer ruido.

—Vamos en la mala dirección, deberíamos dirigirnos hacia Alonso Martínez —anunció Miguel en susurros.

—¿Y eso? —preguntó Toñi.

—He subido a un tejado y he podido ver Chueca desde el aire. La tienen perfectamente acordonada; hay controles en todas las calles de salida del barrio. La única zona que me pareció menos vigilada fue Alonso Martínez.

—Entonces vamos para allá.

Torcieron a la izquierda por la estrecha calle Barbieri que subía en suave pendiente hacia el norte, hacia la plaza de Chueca. Caminaron despacio, pegados a los edificios, ocultándose tras los coches, algunos destrozados, otros plantados en medio de la vía, atentos a cualquier ruido por mínimo que fuera.

A mitad de la calle, a Belén, que iba agarrada del hombro de Miguel, le fallaron las piernas.

—¿Estás bien?

—No puedo más…

—Vamos a descansar. Busquemos un refugio. Toñi, ¡Toñi!

Toñi no parecía hacerle caso. Miraba hacia delante con su arma en ristre. Cuando Miguel se acercó a ella, insistente, el travestí le hizo callar con un gesto.

—Me ha parecido ver a alguien ahí delante —susurró.

—¿Estás seguro?—se corrigió— ¿…segura? —Miguel se aturulló—, perdona, no sé cómo llamarte, si de chico o de chica.

—No sé si este es el mejor momento para disertar sobre género.

—No, no, claro que no, pero es que te veo con la polla al aire y a la vez esa peluca y yo qué sé, se me cruzan los cables, me dijiste que te sientes mujer…

—No, no te dije que me sentía mujer, te dije que a partir de ahora sería lo que me diera la gana y por ahora me apetece ser mujer.

—Pues no veo la diferencia.

—Ese es el problema con los osos, estáis tan cegados por vuestra propia masculinidad y ocultar la pluma y toda esa mierda que no veis más allá de vuestras narices.

—Oye, tía, ¿de qué vas…? —se medio ofendió Miguel.

Belén intentó poner orden en medio de la musitada pero acalorada discusión.

—¿Os parece buen momento para discutir? —los otros dos se callaron. Belén le preguntó a Toñi—: ¿Dices que has visto a alguien ahí delante?

—No lo sé, me lo ha parecido. Creo que alguien se ha escondido allí en aquel local…

Los coches volcados ocupaban casi todo el ancho de la calle, como una especie de barricada, dejando en la acera sólo un estrecho hueco para pasar. El margen practicable pasaba obligatoriamente junto a una negra y enorme puerta de un almacén que, a juzgar por el desconchado cartel del exterior, debió haber sido un gimnasio no hace tanto tiempo.

—Yo no he oído ni visto nada —dijo Miguel.

—Pues yo te digo que sí —le contradijo Toñi.

—Esas gentes no se esconden, atacan de frente, ciegos, y van en grupo. Como en la tienda, ya lo has visto.

—Pues este estaba solo y se ha escondido.

—¿Y qué hacemos? Tenemos que pasar por ahí por huevos.

—¿Pasamos?

—Hombre, no nos vamos a quedar aquí de cháchara.

—Ay… Me da miedo… —se quejó Belén.

—No te preocupes, Belén, ahora estamos armados y… será una falsa alarma.

—Oye, yo sólo te digo que me ha parecido ver algo —dijo Toñi.

—"Me ha parecido" no es lo mismo que ver.

—¡Bueno, pues he visto algo!

—¿Estás seguro…? ¿Segura?

—Sí. Casi.

—¿Ves? No lo estás.

—Bueno, vamos a averiguarlo, ¿no?

—Yo os espero aquí —Belén dio un paso atrás.

—No, tú no te puedes quedar sola en medio de la calle, Belén.

—Pues a ver qué hacemos… —suspiró Toñi, harta.

—¡Haced lo que queráis pero callaos la boca ya, concho!

La voz grave, imperiosa, susurrante, surgió de las profundidades del negro local con el cartel de gimnasio. Por una fracción de segundo aquello le pareció a Miguel una situación cotidiana; creyó que era un vecino que le llamaba la atención, como tantas veces le había pasado antes, por hablar demasiado alto bajo su ventana una noche de verano tras volver de juerga, pero enseguida su cerebro le advirtió de que las circunstancias no eran las mismas: Chueca estaba prácticamente destruida, monstruos campaban por las calles y no podía ser que un vecino, queriendo dormir, se quejara por el ruido.

Miguel, Toñi y Belén se callaron al instante de oír el vozarrón. Inmediatamente una sombra corpulenta se escindió de la negrura de la puerta del local como una mancha de petróleo. Los hizo señas para que se acercaran.

Calle Barbieri 21. Gimnasio. 5:06 AM del miércoles 6 de julio.

Conrado era un calvo mastodonte de unos cincuenta años, inflado de hormonas, rojo como un tomate, con gruesas venas a punto de estallar en el cuello y los brazos, que los condujo con cierta tosquedad, pero en silencio, a través de una enorme estancia oscura y con penetrante olor a orines y humedad, repleta de maquinaria de gimnasio. Algunas de esas máquinas estaban destrozadas pero la mayoría parecían mantenerse en buen uso.

—No dejo un solo día de hacer mi tabla —les anunció, seco.

Y volvió a encender otra cerilla, a cuya temblorosa luz descubrieron, al fondo, una especie de cubículo prefabricado, con ventanas, de unos cuatro metros cuadrados, suspendido en una esquina del amplio hangar.

—Es la oficina del gimnasio.

Subieron por un tramo de escaleras de hierro sin barandilla que conectaba el suelo con la oficina. Arriba de las escaleras, Conrado abrió una delgada puerta de contrachapado con varias vueltas de llave y los hizo pasar.

—Todo el horror me sorprendió haciendo mis ejercicios. Por suerte no había casi nadie en el gimnasio a esas horas pero no pude volver a casa, fue imposible. He salido a investigar un poco… Hay una fosa común en Vázquez de Mella.

—Sí, la hemos visto —dijo Miguel.

—Pues hay otra aún más grande en la plaza del Rey. Están exterminando a todo el mundo. Es horrible. Por eso decidí que lo más seguro era refugiarse aquí y salir lo menos posible.

La oficina era minúscula pero Conrado había habilitado una zona para dormir acondicionando unas colchonetas del gimnasio entre los archivadores y demás enseres propios de una oficina. Había incluso un infiernillo y una pequeña tele. Conrado encendió el hornillo. La llama azul los iluminó a todos con un resplandor frío y mortecino. Belén se sintió por momentos como en uno de los campamentos de verano a los que acudía de niña, no hacía tanto tiempo.

—La tele no funciona, no tengo electricidad y sólo uso el infiernillo para iluminarme, aunque últimamente procuro ahorrar combustible. Esto, como veis, es tan pequeño… Me mantengo a base de barritas energéticas y agua isotónica. Ni tan mal. ¿Tenéis hambre? ¿Queréis una?

De una gran caja de cartón sacó tres barritas sabor manzana y se las ofreció a Miguel que las distribuyó entre sus amigas. Conrado, con un dinámico gesto de las manos, desenvolvió una y se la comió casi de un bocado. Se acomodó en su colchoneta. Había olvidado todo el recelo de minutos antes y los sonreía ampliamente encantado de la compañía.

—Por suerte acababa de hacer un pedido enorme de barritas y batidos. En el Orgullo Gay siempre se me llena el gimnasio y me gusta ser previsor. Pero este año apenas vino gente, no sé, quizá la crisis… Sentaos donde podáis…

Miguel, Belén y Toñi se sentaron en el suelo de la diminuta oficina, bajo las ventanas que daban al gimnasio.

—Lo peor de vivir aquí es lo de evacuar.

—¿Evacuar? —preguntó Toñi.

—Hacer cacas y pis. Antes meaba por esa ventana —Belén se apartó de la pared ligeramente al saber que Conrado miccionaba por encima de donde ella se había sentado— pero se estaba formando olor abajo en la sala de pesas y ahora siempre lo hago fuera, en la calle. Procuro que sea por la noche. Aún así con mil ojos, claro está. Bienvenidos, por cierto.

—Gracias por acogernos —dijo Miguel.

—No me las des. Estabais armando demasiado jaleo y no quiero atraer a esos monstruos a mi refugio. Me alegro de veros, hace tres días que no hablo con nadie.

Belén pensó: "No hace falta que lo jures". Conrado continuó incansable.

—¿Habéis visto los coches de la calle? Los moví yo. Forman una buena barricada, ¿verdad?

—¿Has dicho que los moviste tú? —alucinó Toñi.

—Sí. Mira, mira, pura fibra…

Conrado infló su bíceps cuanto pudo. Una bola de carne del tamaño de un balón de rugby creció en su brazo. Toñi no pudo evitar tocarlo.

—Madre mía, qué maravilla…

—¿Te gusta?

—Me encanta.

Miguel alucinó. ¿Toñi le estaba haciendo ojitos a esa bola de hormonas parlanchína? Conrado miró a Toñi de arriba abajo con media sonrisilla.

—¿Y tú qué? ¿Andas por ahí desnudo? ¿No sabes que es peligroso?

Miguel alucinaba más: ¿Ahora Conrado estaba ligando con el travestí? ¿Estaba acercando su cara a la de ella o eran imaginaciones? Y eso que crecía en la entrepierna de Toñi… ¿era una erección? No pudo soportarlo más y se colocó en medio de los dos.

—A ver, basta por favor… Perdonad que os interrumpa pero no estáis solos y… En fin, la situación es grave, no creo que sea este el momento para poneros a tono, la verdad.

—Aguafiestas —murmuró Toñi.

Conrado le dio la razón:

—Perdona, macho pero llevo mucho tiempo sin descargar y no sé si lo sabes pero las hormonas te ponen muy cachondo. ¿Sois novios vosotros dos?

—¡No, claro que no! —dijeron a la vez Miguel y Toñi.

—Mejor.

Miguel se acercó mucho a Conrado para hablarle casi al oído.

—Mira, tenemos un problema, necesitaríamos algunas medicinas…

—¿Anabolizantes? Tengo muchos.

—No, no, antibióticos.

—Antibióticos no tengo. Anabolizantes sí.

—No queremos anabolizantes.

—Pues es lo que tengo.

—Imaginaba que quizá hubiera aquí algún botiquín con antibióticos, aunque fueran caducados…

—Botiquín tengo pero sólo hay anabolizantes.

—Vale —Miguel se apartó, harto de la conversación.

—¿Son para ti? Los necesitas, macho porque estás hecho un cristo —Conrado se fijó mejor en él a la luz temblorosa del infiernillo y de pronto mudó la expresión— ¡Me cachis en la mar!

Sin mediar palabra el puño de Conrado cruzó la cara de Miguel que, fulminado, cayó hacia un lado y no se movió.

Calle Barbieri 21. Gimnasio. 5:33 AM del miércoles 6 de julio.

Miguel volvió en sí despacio. La brumosa esquina del techo de la oficina, el archivador oxidado, el ordenador viejo de la mesa, adquirieron poco a poco consistencia material, se hicieron sólidos y dejaron de fluctuar ante su vista. La mirada de preocupación de Belén, justo encima de su cara, le acabó de despertar. Levantó la cabeza, se incorporó y se quedó sentado junto a la chica. Le dolía un poco la mandíbula.

—Te has caído de un tejado y como si nada pero te da un golpecito esa masa de hormonas y te desmayas, pedazo maricón estás hecho —bromeó Belén sin convicción, con el gesto congestionado. Se notaba a la legua que estaba reprimiendo el dolor de su pierna.

—¿Por qué me ha cascado?

—Te ha visto todas las heridas y todas las mordeduras y ha pensado que te ibas a transformar en uno de ellos. No veas lo que nos ha costado a Toñi y a mí convencerle para que no te echara a la calle.

Miguel se agarró la cabeza.

—Bueno, puede que ese tío tenga razón. Tarde o temprano yo… dejaré de ser yo.

—No digas bobadas… Hace más de doce horas que te dieron el primer mordisco. Tú sabes que "eso" va mucho más deprisa. Y más con la cantidad de agresiones que has recibido, si es que… es que… pareces… Yo qué sé…

Belén no podía seguir hablando, se agarraba la pierna, frunciendo sus facciones en una pronunciada mueca de dolor, meciéndose adelante y atrás sentada en el suelo, intentando mitigar con el vaivén el dolor corrosivo de su pierna.

—Estás fatal. Te voy a poner un poco de morfina.

—Sí, por favor…

Miguel se acercó a su macuto y rompió el plástico de una de las cinco jeringuillas hipodérmicas estériles que sacó del botiquín de su casa. Clavó la aguja en el tapón de goma de un pequeño bote con líquido transparente y recogió unos pocos mililitros. No quería pasarse; la morfina haría mucho efecto en alguien tan joven y con tan poco peso como Belén y, por descontado, no quería inyectarle una dosis demasiado alta.

Cuando regresó junto a la dolorida chica vio por el rabillo del ojo, a través de la ventana de la oficina, un par de sombras extrañas en la planta baja, encima de un banco del gimnasio. Su corazón dio un vuelco. Al principio pensó que se les habían colado algunos de esos seres monstruosos pero enseguida se dio cuenta de que en aquel pequeño cuchitril que hacía las veces de oficina, Belén y él estaban solos. Faltaban Conrado, el culturista y Toñi, el travestí desnudo.

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