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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (31 page)

BOOK: Oscura
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—Mercenarios —acotó Setrakian.

Gus tomó aquello como un cumplido.

—Estamos fregando el suelo con sangre de leche. Un escuadrón implacable de la muerte, asesinos eficaces de vampiros. Más bien diría que les estamos sacando la mierda...

Ángel asintió. Ese chico le resultaba simpático.

—Los Ancianos —dijo Gus— creen que todo esto es un ataque concertado. Que están violando las normas de crianza, con el riesgo de exponerlos. Impacto y asombro, supongo...

Fet tosió una carcajada.

—¿Supones? Estás bromeando, ¿verdad? Desertores escolares y asesinos de mierda: vosotros no tenéis ni idea de lo que está pasando aquí. Ni siquiera sabéis de qué lado estáis.

—Espera, por favor. —Setrakian mandó callar a Fet con un gesto, y meditó—. ¿Ellos saben que habéis venido a buscarme?

—No —respondió Gus.

—Pronto lo sabrán. Y no se alegrarán. —Setrakian alzó las manos, tranquilizando a Gus, que parecía confundido—. No te preocupes. Todo es un gran enredo, una situación complicada para cualquier persona a quien le circule sangre roja en las venas. Por eso me complace mucho que me hayas buscado de nuevo.

Fet había aprendido a disfrutar del resplandor que asomaba a los ojos del anciano cuando se le ocurría una idea. Esto lo ayudó a relajarse un poco.

—Quizá
puedas hacer algo por mí —le dijo Setrakian a Gus.

Gus le lanzó una mirada penetrante a Fet, como si le dijera: «Ahí tienes».

—Dime no más —le respondió a Setrakian—. Te debo mucho.

—Nos llevarás a ver a los Ancianos.

 

 

Agencia del FBI, Brooklyn-Queens

 

E
PH SE SENTÓ SOLO
en una sala para los agentes, apoyando los codos sobre la mesa y frotándose las manos con calma. La sala olía a café rancio, aunque no se veía taza alguna. La luz de la lámpara del techo se proyectaba en un espejo, iluminando la huella dactilar de una sola mano, el rastro fantasmal
de un interrogatorio anterior.

Era extraña la sensación de ser observado, incluso analizado. Afecta a todo lo que haces, tu misma postura, la forma en que te humedeces
los labios o cómo te miras en el espejo, detrás del cual acechan tus captores. Si las ratas de laboratorio supieran que su comportamiento es objeto de estudio, entonces cada experimento con un laberinto y un trozo de queso tendría una dimensión adicional.

Eph esperó las preguntas de los agentes, quizá con mayor interés del que tenía el FBI por sus respuestas. Esperó que el interrogatorio le diera algún indicio de la investigación en curso y, al hacerlo, le dejara saber hasta qué punto la policía y los poderes fácticos entendían la dimensión de la invasión vampírica. Había leído una vez que quedarse dormido antes del interrogatorio era una señal casi inequívoca de la culpabilidad de un sospechoso, debido a que, de algún modo, la falta de un desahogo físico para la ansiedad extenuaba las mentes culpables, lo cual estaba relacionado con una necesidad inconsciente de ocultarse o escapar. Eph estaba muy cansado y dolorido, pero ante todo sintió alivio. Todo había terminado para él: estaba arrestado bajo custodia federal. No habría más luchas ni batallas. De todos modos, él era de poca utilidad para Setrakian y Fet. Con Zack y Nora a salvo, fuera de la zona de peligro, dirigiéndose en dirección sur hacia Harrisburg, le pareció que estar sentado allí, en aquella sala, era preferible a calentar el banquillo.

Dos agentes entraron sin presentarse. Lo esposaron con las manos al frente, y no en la espalda, lo cual le pareció extraño a Eph, lo levantaron de la silla y se lo llevaron.

Lo condujeron más allá de un calabozo semivacío, hasta un ascensor con clave de acceso. Nadie dijo nada mientras subían. La puerta se abrió ante un pasillo
estrecho, y luego bajaron unas escaleras que llevaban a una puerta en la azotea.

Un helicóptero estaba estacionado allí, sus rotores girando y cortando el aire nocturno. Hacía mucho ruido para hacer preguntas; Eph subió agachado al vientre del pájaro mecánico en compañía de los dos agentes y se sentó mientras le abrochaban el cinturón del asiento.

El helicóptero sobrevoló Kew Gardens y Brooklyn. Eph vio las calles en llamas, mientras el aparato serpenteaba
entre los grandes penachos de humo negro y espeso. Toda aquella devastación rabiosa debajo de él. Decir que la escena era surrealista no alcanzaría ni siquiera a describirla.

Vio que cruzaban el East River
y se preguntó adónde lo llevaban. Observó las luces de las patrullas policiales y los camiones de los bomberos en el puente de Brooklyn, pero no coches ni personas en movimiento. No tardaron en sobrevolar el Bajo Manhattan, entonces el helicóptero descendió y los edificios más altos le bloquearon la vista.

Eph sabía que el cuartel general del FBI estaba en la plaza Federal, unas pocas manzanas
al norte del ayuntamiento. No obstante, sobrevolaron el distrito financiero.

El helicóptero subió de nuevo, dirigiéndose a la única azotea iluminada en varias manzanas
a la redonda: un anillo rojo con luces de seguridad demarcaba el perímetro de un helipuerto.

El aparato
se posó con suavidad, y los agentes le desabrocharon el cinturón de seguridad. Lo levantaron de su asiento sin ponerse de pie: básicamente lo arrojaron a la azotea con unas cuantas patadas.

Permaneció en cuclillas, con el aire azotando su ropa mientras el helicóptero
se elevaba de nuevo, girando en el aire y zumbando en la distancia de regreso a Brooklyn. Estaba inerme, con las manos esposadas, en medio de la plataforma desierta.

Sintió un olor a quemado y a sal marina, la troposfera sobre Manhattan ahogada por el humo. Recordó la estela de polvo blanca y gris del World Trade Center, que se elevó y se asentó de nuevo, propagándose por el horizonte como una nube de desesperación.

Ahora era una nube negra bloqueando las estrellas, haciendo la noche oscura todavía más tenebrosa.

Dio una vuelta, desconcertado. Caminó más allá del anillo de las luces rojas, alrededor de una unidad de aire acondicionado, vio una puerta abierta con una luz débil que salía del interior. Se dirigió hacia allí, y se detuvo con las manos esposadas y extendidas, preguntándose si debería entrar o no, hasta que comprendió que no tenía otra opción. Tenía que decidirse entre guardar prudencia o ser atrevido y explorar el interior.

La luz roja y tenue provenía de una señal de salida. Una escalera larga conducía a otra puerta abierta. Más allá había un pasillo alfombrado con una iluminación sofisticada. Un hombre vestido con un traje oscuro permanecía de pie, con las manos en jarras sobre la cintura. Eph se detuvo, buscando hacia dónde correr.

El hombre no dijo nada y permaneció inmóvil. Eph percibió que era un ser humano, y no un vampiro.

A su lado, empotrado en la pared, había un logotipo con un astro negro, dividido en dos por una línea azul metálica. Era el símbolo corporativo del Grupo Stoneheart. Eph se dio cuenta, por primera vez, de que parecía una ilustración del sol oculto guiñando un ojo.

Sintió una descarga de adrenalina en su cuerpo y se preparó para pelear. Pero el hombre de Stoneheart se dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta del extremo de la sala y la abrió.

Eph caminó hacia él, con cautela, pasando al lado del hombre y cruzando la puerta. El hombre no lo siguió, y Eph se encontró al otro lado.

Varias obras de arte adornaban las paredes de la amplia
habitación, lienzos gigantes que describían imágenes de pesadilla y abstracciones violentas. Una música se escuchaba débilmente, el volumen sincronizándose con sus oídos mientras se desplazaba por la habitación.

En un rincón del edificio de paredes de vidrio, y mirando hacia el norte de la atribulada isla de Manhattan, había una mesa dispuesta para una sola persona.

Un haz de luz difusa iluminaba la tela blanca, haciéndola brillar. Un mayordomo, camarero o criado entró después de Eph, y le acercó una silla solitaria. Eph lo miró. Era un hombre entrado en años, un empleado interno de toda la vida, que lo observó sin mirarlo a los ojos, de pie, esperando realmente a que su huésped tomara el asiento que le había ofrecido. Y
así lo hizo Eph. El criado empujó la silla debajo de la mesa, abrió una servilleta, la dejó en su muslo derecho, y se retiró.

Eph miró los grandes ventanales. El reflejo creaba
la ilusión de estar sentado fuera, en una mesa suspendida a unos setenta y ocho pisos de Manhattan, mientras que allá abajo la ciudad se debatía en un paroxismo de violencia.

Un zumbido leve atentaba contra la agradable sinfonía de fondo. Una silla de ruedas motorizada emergió de la oscuridad, y Eldritch Palmer, manipulando los mandos con su mano frágil, avanzó por el suelo
pulido hacia el
lado opuesto de la mesa.

Eph se dispuso a incorporarse, pero el señor Fitzwilliam, el guardaespaldas y enfermero de Palmer, irrumpió en medio de las sombras. El tipo parecía salirse de su traje,
su corte de pelo anaranjado le confería el aspecto de tener un incendio sobre su pétrea cabeza.

Eph desistió y se sentó de nuevo.

Palmer se acercó y la parte frontal de los brazos de su silla quedó alineada con la mesa. Luego miró a Eph. La cabeza de Palmer parecía un triángulo invertido: una base ancha con venas en forma de «S» sobre las sienes, que se estrechaba en un mentón tembloroso a causa de su edad.

—Tiene
una puntería terrible, doctor Goodweather —le dijo Palmer—. Haberme matado podría haber impedido un poco nuestro avance, pero sólo temporalmente. Sin embargo, su
atentado le causó un daño hepático irreversible a uno de mis guardaespaldas. Debo decir que no es precisamente un acto muy propio de un héroe.

Eph no dijo nada, todavía aturdido por el traslado tan repentino de la sede del FBI en Brooklyn al ático
de Palmer en Wall Street.

—Setrakian le
envió para matarme, ¿no es verdad? —comentó Palmer.

—No lo hizo. A decir verdad, creo que intentó disuadirme a su manera. Lo hice por mi propia cuenta —respondió Eph.

Palmer frunció el ceño, decepcionado.

—Debo admitir que me gustaría que fuera él quien estuviera aquí, en su
lugar. Alguien que tuviera al menos relación con lo que he hecho, con el alcance de mis logros. Alguien que pudiera entender la magnitud de mis actos, aunque los condene.

Palmer le hizo una señal al señor Fitzwilliam.

—Setrakian no es el hombre que usted
cree que es —continuó el millonario.

—¿No? —preguntó Eph—. ¿Quién es entonces?

El señor Fitzwilliam se acercó con un aparatoso equipo médico provisto de ruedas, una máquina cuya función no le era familiar a Eph.

—Cree
que es un hombre anciano y bondadoso, un mago blanco —prosiguió Palmer—. Un genio humilde.

Eph permaneció en silencio mientras Fitzwilliam levantaba
la camisa a Palmer, dejando al descubierto unas válvulas dobles implantadas en sus muñecas; la carne del anciano estaba cubierta de cicatrices. Fitzwilliam conectó dos tubos de la máquina a las válvulas, sellándolas con esparadrapo, y luego encendió el aparato. Parecía ser un alimentador.

—Pero es un insensato. Un carnicero, un psicópata, y un erudito caído en desgracia. Un fracaso en toda la extensión de la palabra —señaló Palmer.

Esas palabras hicieron sonreír a Eph.

—Si fuera tan fracasado, no estaríamos hablando de él ahora, ni usted desearía que yo fuera él.

Palmer pestañeó somnoliento. Levantó la mano de nuevo; una puerta lejana se abrió y apareció una figura. Eph se preparó, preguntándose qué le tendría reservado Palmer, si aquel canalla tendría acaso sed de venganza, pero sólo se trataba del criado, que traía una pequeña bandeja en la punta de los dedos.

Puso un cóctel frente a Eph, con los cubitos
de hielo flotando en el líquido ambarino.

—Me han dicho que a los hombres les gustan las bebidas fuertes —señaló Palmer.

Eph miró la copa y luego a Palmer.

—¿Qué es esto?

—Un manhattan —dijo Palmer—. Me ha parecido apropiado.

—No me refiero a la maldita bebida. ¿Por qué me ha traído aquí?

—Es usted
mi invitado para la cena. Una última cena. No la suya: la mía —dijo Palmer, señalando con su cabeza la máquina alimentadora.

El criado regresó con una bandeja cubierta por una tapa de acero inoxidable. La dejó frente a Eph y retiró la tapadera. Un bacalao negro glaseado, patatas pequeñas y una mezcla de verduras orientales, todo ello apetitoso y humeante.

Eph miró el plato que habían colocado sobre la mesa.

—Vamos, doctor Goodweather, usted no ha visto una comida como ésta en varios días. Y no crea que pienso manipularlo, envenenarlo ni drogarlo. Si yo deseara su muerte, el señor Fitzwilliam, aquí presente, se encargaría rápidamente de eso y acto seguido daría cuenta de su cena.

En realidad, Eph estaba buscando los cubiertos.

Tomó el cuchillo de plata de ley, levantándolo en el aire para observar el reflejo de la luz.

—Sí, es de plata —señaló Palmer—. Esta noche no hay vampiros.

 

 

E
ph tomó el tenedor con sus ojos fijos en Palmer; partió el pescado y sus esposas sonaron. Palmer lo observó llevarse un bocado a la boca y masticarlo, mientras los jugos de la comida detonaban en su lengua reseca y su estómago rugía de hambre.

BOOK: Oscura
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