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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (29 page)

BOOK: Oscura
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El anciano estaba trabajando sobre una mesa cerca de la radio, y cerraba uno de sus libros antiguos. Había sintonizado un programa de entrevistas, a bajo volumen; una de las pocas voces que aún se escuchaban en las ondas. Fet sentía una verdadera afinidad con Setrakian. Una parte se debía al vínculo que se crea entre los soldados en tiempos de guerra, la hermandad de la trinchera, que en este caso era la ciudad de Nueva York. Luego estaba el profundo respeto que Fet sentía por ese hombre anciano y debilitado que no dejaba de luchar. Le gustaba creer que había similitudes entre él y el profesor, en su dedicación vocacional y en el gran conocimiento de sus enemigos. La diferencia obvia radicaba simplemente en sus maneras de proceder, pues Fet combatía plagas y animales molestos, mientras que Setrakian se había comprometido, desde una edad temprana, a la erradicación de una raza inhumana y parasitaria.

En cierto sentido, Fet pensaba que Eph y él eran hijos putativos del profesor. Hermanos en las armas, aunque tan opuestos como cabría esperarse. Uno era un curandero y el otro un exterminador. Uno era un hombre de familia con formación universitaria de estatus alto y el otro un obrero autodidacta y solitario. Uno vivía en Manhattan y el otro en Brooklyn.

A pesar de todo, el médico y científico, que había estado originalmente al frente de la epidemia, había visto menguar su influencia desde los días oscuros en que se divulgó la causa del virus. Mientras que su homólogo, el empleado de la ciudad y propietario de un pequeño negocio en Flatlands —y con instintos asesinos—, ahora militaba al lado del anciano.

Había otra razón por la que Fet se sentía próximo
a Setrakian. Era algo que no podía definir muy bien ni dilucidar enteramente. Sus padres habían emigrado desde Ucrania —no de Rusia, como solían decir, y como Fet seguía sosteniendo—, no sólo en busca de las oportunidades que anhelaban todos los inmigrantes, sino también para escapar de su pasado. El abuelo paterno de Fet —y esto era algo que no le habían dicho, porque nadie en su familia hablaba de ello, especialmente su padre, de carácter huraño— había sido un prisionero de guerra soviético, destinado a prestar servicios en uno de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Ya fuera en Treblinka, Sobibor o en cualquier otro lugar, lo cierto era que Fet no lo sabía. Era algo que no sentía el menor deseo de investigar. El papel de su abuelo en la
Shoah
fue descubierto
dos décadas después de la guerra, y le había conducido a la cárcel. Alegó en su defensa que era una víctima de los nazis y que había sido obligado a servir como un simple guardia en el campo. Los ucranianos de origen alemán habían sido destinados a puestos de mando, mientras que el resto trabajaba a merced de
los caprichos de los sádicos comandantes de turno. A pesar de todo, los fiscales presentaron pruebas de enriquecimiento ilícito en los años de la posguerra, como, por ejemplo, la procedencia del patrimonio con el que abrió su empresa de confección, que él no pudo explicar. Pero fue una fotografía borrosa con su uniforme negro, de pie contra una alambrada y sosteniendo una carabina con sus manos enguantadas
—los labios fruncidos en un rictus que algunos consideraban una sonrisa desagradable y otros una mueca de mal gusto—, lo que terminó por hundirlo. El padre de Fet nunca habló de él mientras estuvo vivo. Lo poco que sabía Fet era gracias a su madre.

La vergüenza realmente puede perdurar en las generaciones futuras, y Fet llevaba esto como una carga terrible: una gran dosis de vergüenza aflorando en la boca del estómago. En términos objetivos, un hombre no puede ser responsable de las acciones de su abuelo, y sin embargo...

No obstante, uno hereda los pecados de sus antepasados del mismo modo en que se heredan los rasgos faciales. Uno lleva la sangre de ellos, y su honor o su ruina.

Fet nunca había sufrido tanto a causa de su parentesco como ahora, excepto tal vez en sueños. Una escena recurrente le alteraba el sueño una y otra vez. Fet regresaba al pueblo natal de su familia, un lugar que no conocía en la vida real. Todas las puertas y ventanas se cerraban ante él, mientras caminaba solitario por las calles y era observado. Y entonces, súbitamente, de un extremo de la calle, un furioso estallido de moscas agresivas y anaranjadas volaba hacia él con la cadencia propia de caballos galopando. Un semental —con su pelaje, crin y cola en llamas— arremete contra él. Está totalmente consumido por el fuego, y Fet, siempre en el último instante, se aparta de su camino, se da la vuelta y ve que el animal atraviesa el campo dejando una estela de humo oscuro tras de sí.

—¿Cómo va todo por allá?

Fet acomodó su cartera en el suelo.

—Silencioso. Amenazante.

Había ido a su apartamento. Sacó un frasco de mantequilla de cacahuete
y unas galletas Ritz de los bolsillos de su chaqueta. Le ofreció a Setrakian.

—¿Sabemos algo?

—Nada —dijo el anciano, examinando
el paquete de galletas como si fuera a declinar el ofrecimiento.

—Ephraim se está retrasando mucho.

—Los puentes... están obstruidos.

—Mmmm —murmuró Setrakian, retirando el papel de cera y husmeando el contenido antes de probar una galleta—. ¿Has conseguido los mapas?

Fet se palpó el bolsillo. Había ido a un almacén
del Departamento de Obras Públicas en Gravesend a fin de obtener mapas del alcantarillado de Manhattan, y concretamente del sector del Upper East Side.

—Sí, los tengo en mi poder. La pregunta es: ¿llegaremos a utilizarlos?

—Lo haremos. Estoy seguro.

Fet sonrió. La fe del viejo nunca dejaba de entusiasmarle.

—¿Puedes decirme qué has descubierto
en ese libro?

Setrakian dejó a un lado la caja de galletas y encendió su pipa.

—He visto... todo. La esperanza, sí. Pero también... he visto nuestro final. De todo.

Sacó una reproducción del dibujo de la luna creciente que habían visto en el metro, en el teléfono rosa que encontró Fet y en las páginas del
Lumen
. El anciano lo había copiado tres veces.

—¿Lo ves? Este símbolo, como el propio vampiro, tal como lo fue alguna vez, es un arquetipo. Es común a todos los hombres, tanto en Oriente como en Occidente, pero en su interior contiene una permutación diferente, ¿lo ves? Es algo oculto, pero revelado a tiempo, igual a cualquier profecía. Observa...

Tomó las tres hojas de papel y las extendió sobre una mesa de luz improvisada, superponiéndolas.

—Toda leyenda, criatura o símbolo que hayamos encontrado ya existe en una gran reserva cósmica donde aguardan los arquetipos. Las formas asoman fuera de nuestra caverna platónica. Como es natural, nos creemos sabios, inteligentes y muy avanzados, y creemos que nuestros antecesores eran muy ingenuos y simples..., cuando, en realidad, lo único que hacemos es reproducir el orden del universo, a medida que nos guía...

Las tres lunas giraban en el documento, y se acoplaban entre sí.

—Éstas no son tres lunas. No. Son ocultamientos. Tres eclipses solares, y cada uno ocurre en una latitud y una longitud exactas, marcando un periodo de tiempo descomunal y uniforme, señalando un acontecimiento, ahora completo. Revelando la geometría sagrada del augurio.

Fet vio con sorpresa que las tres figuras conformaban una señal rudimentaria de peligro biológico:

—Pero este símbolo... lo conozco por mi trabajo. Fue diseñado no hace mucho, en los años sesenta, me parece...

—Todos los símbolos son eternos. Existen incluso antes de que los soñemos.

—Entonces ¿cómo?...

—Oh, nosotros sabemos —dijo Setrakian—. Siempre lo sabemos. No descubrimos ni aprendemos nada. Simplemente recordamos las cosas que hemos olvidado...

Señaló el símbolo.

—Una advertencia. Latente en nuestra mente, despierta de nuevo ahora, mientras se acerca el fin de los tiempos.

Fet observó la mesa de trabajo de Setrakian. Estaba experimentando con equipos de fotografía, mientras hablaba de «probar una técnica metalúrgica de emulsión de plata» que Fet no alcanzaba a entender. Pero el anciano parecía saber lo que hacía.

—Plata —dijo Setrakian—.
Argentum
para los antiguos alquimistas, representada con este símbolo...

Setrakian le mostró de nuevo a Fet la imagen con la luna creciente.

—Y esto, a su vez... —indicó el anciano, sacando el grabado del arcángel—. Sariel. En algunos manuscritos de Enoc se le llama Arazyel, Asaradel. Nombres muy similares a Azrael y a Ozryel...

Colocó el grabado junto al signo de riesgos biológicos; el símbolo alquímico de la luna creciente les confería una atmósfera impactante a las imágenes. Una convergencia, una dirección, un objetivo.

Setrakian sintió una oleada de energía y emoción. Su mente estaba ávida de hallazgos.

—Ozryel es el ángel de la muerte —dijo—. Los musulmanes lo llaman «el de las cuatro caras, los muchos ojos y las múltiples bocas. El de los setenta mil pies y las cuatro mil alas». Y tiene tantos ojos y tantas lenguas como hombres hay en la Tierra. Pero ya ves, sólo habla de cómo puede multiplicarse, cómo puede propagarse...

Fet pensó en varias cosas. Lo que más le preocupaba era extraer de manera segura el gusano de sangre del corazón del vampiro que Setrakian guardaba en el frasco. El anciano había colocado lámparas UV de batería en la mesa con el fin de contener al gusano. Todo parecía estar a punto, el frasco estaba cerca, con el órgano palpitante del tamaño de un puño, aunque ahora que había llegado el momento, Setrakian era reacio a diseccionar el corazón siniestro.

El profesor
se acercó al frasco con formol, y unos tentáculos salieron disparados, las ventosas que tenía en la punta a modo de bocas se adhirieron a la superficie de vidrio. Esos gusanos chupadores de sangre eran ciertamente repulsivos. Fet sabía que el anciano llevaba varias décadas alimentándolo con gotas de su propia sangre, cuidando a esa cosa horrible, y al hacerlo, había establecido un vínculo misterioso con ella. Esto era bastante natural. Pero la vacilación de Setrakian en ese momento tenía un componente emocional que iba más allá de la simple melancolía.

Era algo que se asemejaba más a un dolor profundo, casi a la desesperación. Fet comprendió algo. De vez en cuando, en medio de la noche, había visto al anciano hablar con el recipiente, mientras alimentaba a la cosa que había en su interior. La observaba solitario a la luz de las velas, le susurraba y acariciaba el frío cristal que contenía su carne impía. En una ocasión, Fet aseguraría que había oído cómo le cantaba. Dulcemente, no en armenio, sino en una lengua extraña, una canción de cuna...

Setrakian advirtió que Fet lo estaba observando.

—Perdóname, profesor —le dijo Fet—, pero... ¿de quién es ese corazón? La historia original que nos contaste...

Setrakian asintió con la cabeza, al ver que su secreto había sido descubierto.

—Sí..., ¿que se lo extraje a una joven viuda en una aldea al norte de Albania? Tienes razón, esa historia no es totalmente cierta.

Las lágrimas brillaron en los ojos del anciano. Una gota resbaló en silencio, y cuando por fin habló, lo hizo en un susurro, tal como merecía la historia.

I
NTERLUDIO
III

El corazón de Setrakian

 

 

 

A
l igual que miles de supervivientes
del Holocausto, Setrakian había llegado a Viena en 1947 prácticamente sin dinero alguno, y se estableció en la zona controlada por los soviéticos. Alcanzó un éxito discreto como anticuario reparando y vendiendo muebles adquiridos en sótanos
o en herencias sin reclamar en las cuatro zonas de la ciudad.

Uno de sus clientes se convirtió en su mentor: el profesor Ernst Zelman, uno de los pocos sobrevivientes del mítico Weiner Kreis, o Círculo de Viena, una sociedad filosófica de comienzos del siglo
XX
disuelta por los nazis. Zelman había regresado a Viena después del exilio, tras perder a casi toda su familia a manos del Tercer Reich. Sentía una enorme empatía con el joven Setrakian, y —en una Viena llena de dolor y silencio, en la que hablar del «pasado» y cuestionar el nazismo era considerado aberrante— Zelman y Setrakian encontraron un gran consuelo en la compañía mutua. El profesor Ernst Zelman le permitió a Setrakian sacar todos los ejemplares que quisiera de su selecta biblioteca, y Setrakian, que era soltero e insomne, devoraba los libros de manera rápida y sistemática. Se
matriculó por primera vez en
la carrera de estudios de Filosofía en 1949, y años más tarde Abraham Setrakian se convirtió en profesor asociado de Filosofía en la Universidad de Viena, por aquel entonces muy fragmentada y permeable.

Después de aceptar la financiación de un grupo encabezado por Eldritch Palmer, un magnate industrial estadounidense con inversiones en la zona de Viena controlada por los aliados que sentía un profundo interés por lo oculto, la influencia y la colección de piezas
de Setrakian creció con mucha rapidez durante la década de 1960, coronada por su más importante recompensa: el bastón con la cabeza de lobo de Jusef Sardu, un personaje que había desaparecido misteriosamente.

Pero ciertos acontecimientos y revelaciones terminaron por convencer a Setrakian de que sus intereses y los de Palmer eran incompatibles. Que, en última instancia, el principal objetivo de Palmer era totalmente contrario al propósito que se había trazado Setrakian de cazar y sacar a la luz la sociedad vampírica. Esto desencadenó una ruptura más que desagradable entre los dos.

Setrakian sabía, sin ningún asomo de duda, la identidad del individuo que difundió los rumores de su romance con una estudiante, lo cual condujo a su expulsión de la universidad. Los rumores, por desgracia, eran completamente ciertos, y Setrakian, liberado por la divulgación del secreto, se casó rápidamente con la hermosa Miriam.

Miriam Sacher había contraído polio en su infancia, y caminaba con ayuda de férulas en sus brazos y piernas. Abraham la veía como un pajarito delicado incapaz de volar. Ella, que originalmente era experta en lenguas romances, se había inscrito en varios seminarios de Setrakian y poco a poco captó la atención del catedrático. Era un anatema que un profesor saliera con una estudiante, y Miriam convenció a su acaudalado padre de que contratara a Abraham como su profesor particular. Setrakian tenía que caminar una hora después de tomar dos tranvías que lo llevaban fuera
de Viena para llegar a la propiedad de la familia Sacher. La mansión no tenía electricidad, así que Abraham y Miriam leían en la biblioteca a la luz de una lámpara de aceite. Miriam se sentaba
en una silla de ruedas de madera y mimbre que Setrakian empujaba entre los estantes cuando necesitaban buscar un libro. Mientras lo hacía, sentía el olor suave y limpio del cabello de Miriam. Un olor que le embriagaba y que, semejante a un recuerdo, lo distraía plácidamente durante las pocas horas que pasaban separados. Pronto, sus intenciones mutuas se hicieron manifiestas, y la discreción dio paso a la angustia
cuando se ocultaban en los rincones oscuros y polvorientos para encontrar el aliento en los labios del otro.

Deshonrado por la universidad después de un largo proceso para expulsarlo del profesorado, y enfrentando la férrea oposición de la familia Sacher, el judío Setrakian se fugó finalmente con la joven princesa de sangre azul y contrajeron matrimonio en secreto
en Mönchhof. Sólo el profesor Zelman y un puñado de amigos de Miriam estuvieron presentes.

Con el paso del tiempo, Miriam se convirtió en compañera en sus incursiones, en su consuelo durante las épocas de penuria y en una verdadera creyente en su causa. Setrakian se ganó la vida escribiendo pequeños panfletos y trabajando como asesor
para distintas casas de antigüedades en toda Europa durante más de una década. Miriam hacía rendir al máximo los modestos ingresos, y sus noches transcurrían sin mayores novedades. Abraham le frotaba las piernas con una mezcla de alcohol, alcanfor y hierbas, masajeándole con paciencia los nudos de sus músculos y tendones doloridos
todas las noches, ocultándole el hecho de que, mientras lo hacía, a él le dolían tanto sus manos como a ella las piernas. Una noche tras otra, el profesor le hablaba a Miriam sobre los mitos y conocimientos antiguos, y le contaba historias pertenecientes a la tradición popular llenas de significados ocultos. Abraham terminaba cantándole antiguas canciones de cuna alemanas para ayudarle a aliviar su dolor y hacerle conciliar el sueño.

En la primavera de 1967, Abraham Setrakian detectó el rastro de Eichhorst en Bulgaria, y su sed de venganza contra los nazis reavivó el fuego que ardía en sus entrañas. Eichhorst, el comandante de Treblinka, era el hombre que le había asignado a Setrakian su estrella de artesano. También había prometido en dos ocasiones ejecutar a su carpintero favorito, y hacerlo personalmente. Tal era la suerte que un campo de exterminio le deparaba a un judío.

Setrakian siguió el rastro de Eichhorst en los Balcanes. Albania había sido un país comunista desde el final de la guerra, y por alguna razón el
strigoi
parecía florecer en ambientes políticos e ideológicos como ése. Setrakian tenía grandes esperanzas de que la pista del antiguo jefe de campo
—el dios oscuro de ese reino de la muerte sistematizada— pudiera conducirlo hasta el Amo.

Setrakian dejó a Miriam en un pueblo en las afueras de Shkodër para no quebrantar la naturaleza débil y enfermiza de su esposa, y recorrió quince kilómetros a caballo hasta la antigua ciudad de Drisht. Condujo al reacio
animal por escarpadas pendientes de piedra caliza, a lo largo de viejos caminos otomanos que llevaban a la cima de la colina donde estaba el castillo.

El castillo Drisht (
Kalaja e Drishtit
),
erigido como bastión de una cadena de fortificaciones bizantinas, databa del siglo
XII
.
La fortaleza había caído
bajo el dominio montenegrino y luego, brevemente, bajo el yugo veneciano, antes de que la región fuera sometida por los turcos en 1478. Ahora, casi quinientos años después, las ruinas de aquel baluarte
albergaban una pequeña aldea musulmana con una mezquita diminuta. El castillo en cambio permanecía abandonado, sus muros sucumbiendo ante el ímpetu de la naturaleza.

Setrakian entró en una aldea vacía, con pocas señales de actividad reciente. La vista desde la cima de la montaña a los Alpes Dináricos, hacia el norte, y al mar Adriático y al estrecho de Otranto, al oeste, era amplia y majestuosa.

El castillo en ruinas, con sus siglos de silencio, era un lugar propicio para la caza de vampiros. En retrospectiva, Setrakian tenía que haber advertido que las cosas no eran como parecían.

Descubrió el ataúd en las cámaras subterráneas. Una caja funeraria sencilla y moderna, un hexágono cónico de madera, aparentemente de ciprés, con clavijas de madera en lugar de clavos y bisagras de cuero.

Aún no había caído la noche, pero la luz del lugar no era tan intensa como para permitirle ponerse manos a la obra. Setrakian preparó su espada de plata, decidido a aniquilar a su antiguo verdugo. Esgrimió el florete y levantó la tapa con sus dedos torcidos.

Pero estaba vacía. En realidad, no tenía fondo. Estaba empotrada en el suelo, y funcionaba como una especie de trampilla. Setrakian sujetó una lámpara a su bolsa y miró hacia abajo.

El suelo
estaba a casi cinco metros de profundidad, y se veía la boca de un túnel que salía hacia fuera.

Setrakian agarró varias herramientas —incluyendo una linterna de repuesto, un juego de pilas y sus largos cuchillos de plata (aún le faltaba descubrir las propiedades letales de la luz ultravioleta de rango C, así como el advenimiento de la venta comercial de lámparas UV)— y dejó todos sus víveres y casi toda el agua. Ató una cuerda a las cadenas de la pared y descendió por el túnel-ataúd. El olor a amoniaco producto de las evacuaciones del
strigoi
era penetrante, y Setrakian caminó con cuidado para no ensuciarse las botas. Avanzó por los pasajes, escuchando a cada paso y dejando marcas en las paredes para no extraviarse en las bifurcaciones del túnel, hasta que, al cabo
de algún tiempo, advirtió que había regresado a las marcas iniciales.

Sopesó la situación, decidió volver sobre sus pasos
y regresar a la entrada que había debajo de la caja sin fondo. Subiría de nuevo, se prepararía y esperaría a que los habitantes salieran cuando cayera la noche.

Pero cuando regresó a la entrada, miró hacia arriba y observó que la tapa del ataúd había sido cerrada y que la cuerda había desaparecido.

Setrakian había perseguido durante años al
strigoi,
así que no reaccionó con miedo a este giro imprevisto de los acontecimientos, sino con rabia. Se dio la
vuelta de inmediato, y se internó de nuevo en los túneles, con la certeza de que su supervivencia dependía del hecho de ser el depredador y no la presa.

Esta vez tomó una ruta diferente y se topó con una familia de cuatro aldeanos. Eran
strigoi
, sus ojos rojos resplandecieron ante la presencia de Setrakian, reflejados nítidamente bajo el rayo de la linterna.

Pero estaban muy débiles para atacarle. La madre fue la única en ponerse a cuatro patas, y Setrakian advirtió en su rostro la característica principal de un vampiro desnutrido: el oscurecimiento de la carne, la articulación del mecanismo del aguijón sobresaliendo de la piel estirada en la garganta, y un aspecto aturdido y somnoliento.

Él los liberó sin mayor esfuerzo, despiadadamente.

No tardó en encontrar a otras dos familias, una más fuerte que la otra, pero ninguno supuso realmente un desafío. En otra cámara, vio los restos de un pequeño
strigoi
en lo que parecía ser un intento de canibalismo vampírico.

Pero aun así, no vio la menor señal de Eichhorst.

Cuando exterminó la antigua red subterránea de vampiros, después de cerciorarse de que no existía ninguna otra salida, regresó a la cámara que estaba debajo del ataúd cerrado. Cinceló
con su daga un punto de apoyo en la pared de roca, y comenzó a horadar un poco más arriba, en la pared opuesta. Mientras trabajaba durante horas —la plata había sido una mala elección para hacer ese trabajo, pues se agrietaba y deformaba, mientras que las empuñaduras y los mangos de hierro resultaron ser más útiles—, se preguntó sobre el pueblo fantasma
del
strigoi
que había encontrado antes de internarse en las ruinas del castillo. Su presencia tenía poco sentido. Algo iba
mal, pero Setrakian se resistió a hacer un análisis exhaustivo y dejó a un lado su ansiedad para concentrarse en la misión que tenía por delante.

Horas después —o quizá días—, sin agua y con pocas pilas, se apoyó en los dos asideros inferiores para labrar un tercero. Tenía las manos cubiertas con una mezcla de sangre y polvo, y difícilmente podía sostener sus herramientas. Finalmente, apoyó otro pie contra la pared lisa y alcanzó la tapa del ataúd.

Subió después
de impulsarse con sus últimas fuerzas.

Salió de allí casi enloquecido y paranoico. El paquete que había dejado fuera ya no estaba, y con él, sus escasos víveres y el agua. Sediento, salió del castillo a la luz redentora del día. El cielo estaba nublado. Tuvo la sensación de que habían trascurrido varios años.

Su caballo yacía sin vida a un lado del camino, destripado, el cuerpo frío.

El cielo se abrió sobre él mientras se apresuraba a regresar a la aldea. Un agricultor, que le había asentido con la cabeza mientras se dirigía al castillo, le dio un poco de agua y unas galletas duras como rocas a cambio de su reloj estropeado, y Setrakian, tras una buena dosis de pantomima para tratar de entender y de ser entendido, supo que había pasado tres crepúsculos y tres auroras bajo tierra.

Finalmente, decidió regresar a la villa que había alquilado, pero no encontró a Miriam. No había dejado una nota ni un indicio de su paradero, algo poco habitual para
su forma de proceder. Fue hasta una casa vecina, y luego a la que estaba enfrente. Finalmente, un hombre le abrió la puerta, aunque sólo a medias.

No, no había visto a su esposa, le dijo el labriego en lengua franca. Setrakian vio a una mujer acurrucada detrás del hombre y le preguntó si les había sucedido algo.

El hombre le explicó que dos niños habían desaparecido de la aldea la noche anterior. Se sospechaba que había sido una bruja.

Setrakian regresó a la pequeña villa. Se sentó pesadamente en una silla, sosteniendo la cabeza con sus manos fracturadas y llenas de costras, y aguardó
la caída de la noche, esperando a que regresara su querida esposa.

Acudió a él en medio de la lluvia, sin las muletas y aparatos ortopédicos que le habían dado soporte a sus extremidades durante su existencia humana. Tenía el cabello húmedo, la piel blanca y lustrosa, y la ropa empapada de barro. Se acercó a él con la cabeza erguida y la altivez de una mujer de la alta sociedad que se apresta a darle la bienvenida a un neófito en su círculo privado. A su lado estaban los dos niños del pueblo a quienes había convertido: un niño y una niña todavía enfermos a causa de la transformación.

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