Authors: Laura Gallego García
Cuando el primer ministro japonés se reincorporó a la fiesta, alguien lo notó un poco pálido y ausente, pero pronto pareció recuperarse.
Mientras, en la terraza, bajo la luz de la pálida luna, Shizuko sonreía.
Victoria
no
habría sabido decir cuánto tiempo pasaron en la biblioteca. Probablemente fueron varios días, puesto que interrumpieron su trabajo a menudo para comer, y también los venció el sueño en varias ocasiones. Aun así, a la joven no le importaba. Nunca antes había pasado tanto tiempo con Christian, conviviendo juntos, y le resultaba agradable, más incluso que estar con Jack. Esto se debía, comprendió al reflexionar sobre ello, a que los momentos que pasaba con Christian eran escasos y efímeros: uno nunca sabía cuándo iba a desaparecer de nuevo, ni cuándo regresaría, por lo que Victoria había aprendido a disfrutar de su presencia al máximo y a aprovechar cada instante. Y, pese a que él pasaba casi todo su tiempo en la biblioteca, examinando los viejos volúmenes que allí se guardaban, cuando daba por concluida su jornada de trabajo siempre tenía un rato para Victoria. La mayor parte de las veces hablaban simplemente; Victoria se dio cuenta de que él prefería una larga conversación a cualquier cosa que implicase intimidad física y, no obstante, también encontraron tiempo para ello en alguna ocasión. Fueron días muy especiales para los dos y, sin embargo, había dos cosas que empañaban la felicidad de Victoria.
Una de ellas era, obviamente, Jack. La joven había tomado por costumbre contemplarlo un rato a través del Alma, todos los días antes de acostarse. Por el momento estaba bien, pero no parecía tener intención de regresar pronto, y Victoria no podía evitar sentirse preocupada.
La otra era la obsesión de Christian por la información que parecía estar oculta en algún lugar de aquella biblioteca. Victoria no sabía qué buscaba exactamente, y la respuesta de él («Información sobre los unicornios»), le parecía demasiado vaga y general. Sospechaba que él tenía una teoría que no quería compartir con ella, tal vez por no haberla confirmado todavía, tal vez porque no quería preocuparla.
Un día, Christian encontró un viejo libro en uno de los estantes. Victoria lo vio mirándolo fijamente y sonrió.
—No pierdas el tiempo, las páginas están en blanco.
—No es el interior lo que me llama la atención, sino la cubierta. Mira.
Se lo tendió, y la joven lo examinó con curiosidad.
—Es el símbolo del sol. Una espiral. ¿Qué tiene de especial?
—Que nunca había visto este símbolo solo. Normalmente son tres espirales dispuestas en forma de triángulo, no una. ¿Por qué razón su autor representaría un solo sol?
—Estamos en Limbhad —le recordó ella—. Tal vez a las personas que habitaron aquí hace siglos les llamó la atención el sol de la Tierra. Quizá este libro estaba destinado a ser una especie de diario de sus experiencias en un nuevo mundo.
—Tiene sentido —asintió Christian—. Pero no veo por qué tenían que ocultar esa información y, por otra parte, percibo en este símbolo algo antiguo y poderoso. No creo que haga referencia a un sol, y menos aún, al sol de la Tierra.
Victoria clavó la mirada en la espiral, intrigada. Por un momento tuvo la sensación de que aquel símbolo rotaba sobre sí mismo, y cerró los ojos, mareada. Cuando volvió a abrirlos, vio los ojos de Christian fijos en ella.
—¿Qué? —preguntó, inquieta.
—Tu cuerno —dijo Christian solamente.
Victoria entendió. Se palpó la frente pero, aunque no podía verlo, sabía lo que Christian estaba mirando: un punto brillante, como una estrella. Por alguna razón, su luz había prendido de nuevo.
—No es un sol —dijo Victoria entonces—. Es un cuerno de unicornio. Una espiral. —Contempló el libro, dubitativa—. Pero, si es un libro sobre unicornios, ¿por qué está en blanco?
—No está en blanco. Está aguardando a ser leído por la persona adecuada, y, si tiene que ver con los unicornios, puede que tú seas esa persona.
—Pero, ¿qué esperas encontrar aquí? ¿Por qué estás tan seguro de que tiene que ver con los unicornios, y de que es importante? Y, más aún: si esto era lo que estabas buscando, ¿cómo sabías que estaba aquí?
Christian sacudió la cabeza.
—La magia es más antigua, dijiste tú. Los unicornios son anteriores a los sheks y los dragones. Eso quiere decir, Victoria, que cuando se inició la guerra de dioses,
los unicornios estaban allí.
Por tanto, debían de saber qué sucedió. Y, si es así, los unicornios tenían las respuestas a las preguntas que nos estamos formulando ahora. Los unicornios poseían la clave para entender qué está pasando, y, si existe una manera de evitar todo esto, ellos la conocían.
—Ya se me había ocurrido —admitió Victoria—. Pero, si es así, ¿por qué nunca dijeron nada?
—Piénsalo. Su propia naturaleza les obligaba a permanecer ocultos. Si en alguna ocasión decidieron contar al mundo lo que sabían, debieron de hacerlo a través de un mortal... que, automáticamente, habría quedado convertido en mago o semimago. ¿Crees de verdad que las Iglesias habrían escuchado las palabras de un mago acerca de la guerra de los dioses?
—No —reconoció ella—. En materia divina, los sacerdotes solo escuchan la voz de los Oráculos.
—Cualquier versión distinta a la oficial habría sido considerada blasfema y, por tanto, destruida. Si alguna vez los unicornios quisieron contar la historia del mundo a su manera, y lo hicieron a través de los magos, esa historia debía de guardarse en el único lugar donde las Iglesias no han llegado, un refugio para los magos que huyeron de la represión religiosa durante la Era de la Contemplación: Limbhad. ¿Comprendes ahora?
—Entonces, ¿de verdad crees que los unicornios trataron de comunicarse con los mortales?
—Llevan milenios haciéndolo, Victoria —repuso Christian con una calmada sonrisa—. Los unicornios se sienten atraídos por los mortales, por eso les entregan sus dones. Es algo innato en ellos, al igual que el odio es innato en sheks y dragones, dos razas creadas para luchar.
—¿Y por qué no lo contaron a los sheks y los dragones?
—Lo han estado haciendo, a su manera: concediendo la magia indistintamente en uno y otro bando. Y si hay menos magos entre los szish no es porque los unicornios los hayan menospreciado, sino, simplemente, porque nosotros perdimos una batalla importante y fuimos desterrados lejos de Idhún, a un lugar a donde los unicornios no podían llegar. Puede que sí trataran de revelar sus conocimientos a los sheks y los dragones, y puede que ellos, cegados por el odio, que debió de ser mucho más intenso y violento en el principio de los tiempos, no los escucharan. O puede que estuvieran demasiado implicados en la guerra como para entender todo lo que los unicornios querían contarles. No sé, solo estoy haciendo conjeturas. Si tengo razón, las respuestas están en ese libro.
—¿Y cómo vamos a leerlo? —preguntó Victoria, preocupada.
Christian sonrió.
—Tú sabrás. Eres un unicornio, ¿no?
Victoria no supo qué decir. Abrió de nuevo el libro y pasó las páginas, un poco perdida. Entonces recordó lo que había sentido al mirar fijamente el símbolo de la cubierta, y volvió a cerrarlo y a repetir el gesto.
De nuevo le pareció que la espiral comenzaba a rotar lentamente sobre sí misma y, en lugar de apartar la vista, se concentró más en ella. Casi pudo percibir que la luz de su frente se hacía más intensa. Sintió que Christian la miraba, conteniendo el aliento, pero intentó que eso no la distrajera.
La espiral empezó a girar más deprisa...
Y el libro se abrió de golpe, y sus páginas fueron agitadas por un viento invisible. Victoria lo dejó caer, con una exclamación de sorpresa; el volumen aterrizó sobre las baldosas del suelo y se quedó abierto, con las hojas todavía temblando, como sacudidas por una brisa fantasmal. Victoria sintió que los brazos de Christian la sostenían. Alzó la cabeza...
... y vio algo asombroso.
El Alma había reaccionado. Sobre la mesa de la biblioteca había aparecido de nuevo aquella esfera de luz que solía manifestarse cuando llamaban al espíritu de Limbhad. Solo que, en esta ocasión, ninguno de los dos lo había llamado.
Algo parecido a un haz luminoso emergió del libro y fue a encontrarse directamente con la esfera del Alma, que tembló un instante y comenzó a rotar vertiginosamente.
Victoria seguía refugiada entre los brazos de Christian, y los dos contemplaron, impresionados, cómo las imágenes empezaban a definirse en el interior de la esfera hasta formar un paisaje que ambos conocían muy bien.
Era Idhún; pero un Idhún más salvaje, de una belleza misteriosa y antigua, tan rebosante de magia y esplendor que a Victoria le dolió el corazón al verlo. Estaban contemplando Idhún en los albores de la Primera Era, aquella época mítica que casi se había olvidado. Lucía en el cielo un Triple Plenilunio, hermosísimo y radiante, y la luz de las lunas bañaba fantásticamente la superficie de aquel mundo primitivo. Se vieron de pronto en el claro de un bosque rebosante de vida. Con honda emoción, Victoria vio un unicornio saliendo de entre la espesura. Y luego, otro más. Y otro. Y otro...
Los unicornios, no obstante, no habían acudido a recibirlos a ellos. De hecho, ni siquiera los veían, porque en realidad no estaban allí.
Alzaban la cabeza hacia el cielo, hacia las lunas. Y, como si sus largos cuernos perlinos les señalasen lo que debían ver, Christian y Victoria miraron también hacia arriba.
—Mira Erea —dijo Christian en un susurro; pero Victoria ya la había visto.
La luna plateada estaba velada aquella noche, rodeada de un halo de tinieblas. Algo estaba pasando. Victoria percibió la inquietud de los unicornios, el miedo pintado en sus bellos ojos llenos de luz. Pero las hermosas criaturas no se movieron.
Pasó mucho rato: horas, tal vez. Los unicornios seguían contemplando el velo de oscuridad que cubría Erea, y Christian y Victoria no se atrevieron a moverse tampoco, porque sabían que algo estaba a punto de pasar.
Y sucedió. De pronto, un horrible sonido rasgó el cielo, como un furioso trueno, como el grito de ira de un millón de gargantas. Y algo cruzó el firmamento, algo que pareció emerger directamente del centro del triángulo formado por las tres lunas, y que cayó con un escalofriante silbido, dejando tras de sí una estela brillante.
Entonces, los unicornios echaron a correr. Abandonaron el claro, ligeros como mariposas, y se perdieron en el bosque.
—¡Tenemos que seguirlos! —dijo Victoria y, casi sin darse cuenta, se transformó en unicornio también y corrió tras ellos.
Christian la siguió, pero le costó trabajo mantenerse a su altura, puesto que, aunque era ágil y rápido, los unicornios parecían moverse como rayos de luna por el bosque. Todos parecían iguales en la distancia y, no obstante, él supo enseguida cuál de ellos era Victoria. Se lo decía el instinto, o tal vez el corazón. En cualquier caso, sabía que no la perdería de vista.
La manada salió del bosque y se detuvo en lo alto de un acantilado. Los pequeños cascos hendidos de los unicornios frenaron justo en el borde, tan cerca del abismo que desprendieron algunas pequeñas rocas y las hicieron precipitarse hacia el mar que bramaba más abajo. Christian llegó junto a ellos y aguardó, expectante. Sintió que algo muy suave lo rozaba e, inmediatamente, una dulce corriente de energía lo inundó por dentro. Bajó la cabeza y vio que un unicornio frotaba la quijada contra su brazo, con ternura. Era Victoria.
Christian se dio cuenta entonces de que el cuerno de ella había crecido considerablemente. No era tan largo como los de los otros unicornios, pero se había recuperado, no cabía duda. Se preguntó, no obstante, si aquello era parte del sueño del Alma, o si verdaderamente el cuerno de Victoria era ya así. Se dijo a sí mismo que debían comprobarlo cuando despertaran.
Los unicornios no movían un solo músculo y, sin embargo, había en el aire una palpable inquietud.
El objeto que caía del cielo seguía con su imparable descenso, formando un arco de fuego en el cielo... hasta que, por fin, se estrelló en el mar con estrépito, y el choque provocó una ola brutal que golpeó el acantilado y salpicó a los unicornios. Christian vio que se miraban unos a otros, con un brillo de entendimiento en los ojos. ¿Qué habían comprendido? ¿Qué significaba la caída de aquel cometa sobre Idhún?
—Algo cálido se echó a sus brazos, y Christian descubrió que era Victoria, que había recuperado su forma humana. Quiso decirle algo, pero no tuvo ocasión, porque todo volvió a girar a su alrededor...
...Y se encontraron en otro lugar, otro tiempo, pero aún en Idhún, aún en el pasado. Estaban en la linde de un bosque, ocultos entre la floresta, y de nuevo, allí estaban los unicornios. En esta ocasión era de día; los tres soles relucían en el firmamento, como joyas engarzadas en un vasto tapiz violáceo. Y más allá de la última fila de árboles había casas, unas chozas pequeñas y frágiles, y en torno a ellas había humanos.
En apariencia eran iguales a los actuales humanos de Idhún y, no obstante, su forma de vida parecía mucho más precaria. Tardarían milenios en dar forma a los reinos de Nandelt, a la impresionante arquitectura de sus castillos, a la planificación de sus grandes ciudades, a las grandes torres de hechicería que un día gobernarían en mundo. Y, sin embargo, eran humanos.
Los unicornios los contemplaban ocultos en la espesura, con un brillo de nostalgia en la mirada.
Fue entonces cuando se produjo el ataque.
Un grupo de hombres-serpiente surgió del otro lado de la aldea y arremetió contra todo lo que se movía. Con una furia y una crueldad sin límites, masacraron a los humanos, los golpearon con brutalidad, con piedras y garrotes, y seguían golpeando incluso cuando la víctima ya no se movía. Victoria escondió la cabeza en el hombro de Christian. Había visto muchas cosas, pero nada comparable a aquella carnicería. Los gritos de los humanos, hombres, mujeres y niños, siguieron resonando en sus oídos, y se alojaron en su corazón, de donde ya nunca más volverían a salir.
Christian contemplaba la escena, con semblante impenetrable. Siguió mirando incluso cuando ya no quedó ningún humano vivo, cuando los szish empezaron a derribar las casas, piedra a piedra. Después se retiraron, sin llevarse nada de la aldea: ni comida, ni enseres. La habían destruido por el simple placer de destruirla.
Solo entonces, Christian habló: