Authors: Laura Gallego García
Zaisei negó débilmente con la cabeza.
«Tiempo después, los Oráculos hablaron de nuevo», recordó Gaedalu. «Llamé a tu madre para que anotase las palabras de la Segunda Profecía, junto con la hermana Eline y la hermana Ludalu. Acudió con la cabeza y el rostro cubiertos por una capucha, y dijo que había contraído una dolencia leve en los ojos y le hacía daño la luz. Nadie sospechó que no era ella..., hasta que encontramos a la verdadera Kanei en su habitación, tendida en la cama. Llevaba varias horas muerta».
Zaisei la miró, sin poder creerlo.
«Sí», confirmó Gaedalu. «La madre de Kirtash había envenenado su infusión de hierbas para poder ocupar su lugar entre los Oyentes. Sabía que yo no le permitiría escuchar la Segunda Profecía, y por eso mató a Kanei, para suplantarla. Después, desapareció del Oráculo y no volvimos a verla. Quién sabe si no sigue actuando como espía para Ashran».
Zaisei se dejó caer contra la pared, lívida.
—¿Por qué no me lo dijisteis? —musitó.
«Para no hacerte sufrir, hija. Pero dime, ahora... ¿tendrías más piedad con Kirtash de la que su madre mostró con la tuya?».
Zaisei no dijo nada. Cerró los ojos, y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.
Había cinco guardias vigilando la mazmorra donde languidecía Christian, aunque el shek estaba demasiado débil para mover un solo músculo. No obstante, todos ellos habían estado en tensión toda la noche. Sabía que custodiaban un enemigo peligroso y que no debían darle una sola oportunidad de escapar. Además... tal vez estuviera fingiendo.
Se asomaban a menudo a través de los barrotes de la ventanilla, solo para comprobar que seguía en la misma postura de siempre, tendido sobre el suelo, como si fuese un saco viejo, musitando palabras incomprensibles, en medio de su delirio. No se parecía al temible asesino que había sido la mano derecha de Ashran. Pero, por si acaso, los guardias seguían atentos al menor indicio de cambio, y el propio Qaydar había reforzado la puerta de la prisión con su magia.
No obstante, ninguno de ellos esperaba que la salvación del shek viniera de otro lado.
De pronto, una luz intensísima inundó el corredor, una luz que los cegó durante un buen rato. Cuando, parpadeando, el primer guardia logró extraer la espada del cinto, una sombra se arrojó sobre él y lo golpeó en pleno rostro, y lo hizo caer hacia atrás, conmocionado. La figura, rápida como el rayo, disparó una patada al estómago de otro de los guardias, y después le golpeó la cabeza contra la pared. El tercero logró esquivar una nueva patada de su atacante, a pesar de que la luz todavía lo obligaba a moverse a ciegas. Blandió la espada, pero algo parecido a un bastón golpeó su filo con fuerza y se la arrebató de las manos. Momentos después, yacía también en el suelo, junto a los otros dos. La figura, amparada en la radiante luz que ofuscaba los sentidos de los guardias, se desembarazó del cuarto, también sin muchos problemas. Solo el quinto logró verle la cara, y la sorpresa lo paralizó un instante:
—¿Dama Lun...? —empezó, pero recibió un golpe en el pecho, que lo dejó sin respiración, y cayó al suelo de rodillas. Otro golpe, esta vez en la sien, le hizo perder el conocimiento.
Victoria apartó los cuerpos de los guardias y se detuvo un momento, con el corazón latiéndole con fuerza. Se llevó una mano al vientre. «Te prometo que no habrá más bandazos, de momento», le dijo en silencio a su hijo no nacido. «Pero aguanta, por favor. Tenemos que salvar a Christian».
Rogando por que la pelea no hubiese tenido efectos negativos sobre su bebé, Victoria alzó el báculo ante la puerta de la mazmorra. La primera descarga de energía la dejó intacta. Mordiéndose el labio inferior, Victoria lo intentó de nuevo, y en esta ocasión absorbió todavía más energía del ambiente. La puerta se tambaleó. La protección mágica de Qaydar se resintió.
Victoria probó por tercera vez y, en esta ocasión, los goznes cedieron, el cerrojo saltó y la puerta se abrió con un chirrido.
La joven se precipitó en el interior de la celda y se agachó junto al prisionero.
—¿Christian? —le preguntó en un susurro—. ¿Estás bien?
—Victoria —murmuró él; tenía los labios resecos—. ¿Dónde estás? No puedo verte.
Ella frunció el ceño, preocupada. La luz que había generado el báculo ya se estaba extinguiendo, y no podía haber cegado los ojos de Christian, porque la puerta estaba cerrada. Pasó una mano ante su rostro, pero la mirada perdida de él no reaccionó.
—Estoy aquí —susurró—. A tu lado.
Le abrió la camisa para ver el estado de la gema que le habían clavado en el pecho. Seguía ahí, como un parásito, aunque las estrías negras que había dibujado en su piel no se habían extendido. Victoria colocó una mano sobre la frente del shek.
—Estás caliente —dijo—. Esto no puede ser bueno para ti. Tengo que sacarte de aquí.
—Estoy... solo —gimió Christian, y había una nota de auténtico pánico en su voz—. No hay nadie, Victoria, todo está... tan oscuro.
—Estoy contigo —insistió ella—. No estás solo.
—No... hay... nadie más —murmuró él, y su rostro, habitualmente impasible, era una máscara de terror—. No siento nada...
A Victoria se le encogió el corazón, pero no perdió más el tiempo. Lo obligó a levantarse y se lo cargó a los hombros.
—Vamos, intenta caminar —le susurró al oído—. Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren.
Lo arrastró por el pasillo, sorteando los cuerpos inertes de los guardias. Uno de ellos empezaba a volver en sí.
—Cierra los ojos, Christian —ordenó, y, de nuevo, dejó que una luz intensísima bañase el corredor. Oyó que el soldado gemía, supuso que se cubriría los ojos con los brazos, pero no se detuvo para mirar atrás. No tenían mucho tiempo.
A trompicones, salieron de las mazmorras. En la sala de guardia, Victoria se detuvo un momento para hacer saltar el candado del baúl de las armas confiscadas a los presos. Encontró allí a Haiass y la rescató, con la esperanza de que Christian pudiera volver a empuñarla en un futuro próximo.
Aún tuvo que enfrentarse a tres soldados más y a dos caballeros de Nurgon antes de salir al exterior. Victoria sabía que no peleaba limpiamente si los cegaba con su luz para derrotarlos, pero en aquellos momentos no podía permitirse el ser considerada.
Por fin llegaron al patio de armas. Victoria se pegó a la pared y empujó a Christian hasta un rincón oscuro, para que la luz de las lunas no revelase su posición. Desde allí estudió todas las posibles vías de escape. Como era de esperar, Alsan había hecho redoblar la vigilancia en todas las puertas. No tardarían en dar la alarma y todos aquellos guardias se les echarían encima.
A pesar de todo, se quedó quieta un momento, esperando. Tal vez aguardaba a que se le revelara, milagrosamente, el modo de sacar a Christian de allí. Pero en el fondo sabía que una parte de sí misma todavía estaba esperando a que Jack se uniese a ellos en el último momento.
Cerró los ojos y respiró hondo. Sabía que si se marchaba, tal vez Jack no se lo perdonaría, tal vez lo perdería para siempre. Pero
tenía
que salvar la vida de Christian.
Se arriesgó a esperarlo unos momentos más.
Pero Jack no apareció.
Entonces, de pronto, un suave arrullo la sobresaltó y le hizo alzar la cabeza.
Desde lo alto de la muralla la contemplaba un pájaro haai.
—No es posible —murmuró Victoria, sin terminar de creerse su buena suerte. ¿Era aquel el milagro que había estado esperando?
—Lo he llamado yo —dijo una voz a sus espaldas.
La joven se movió para ocultar tras ella el cuerpo de Christian, que respiraba con dificultad, apoyado contra el muro.
—Sabía que no aguardarías al juicio, muchacha —dijo la voz, y Victoria reconoció el tono apacible de Ha-Din, el Padre Venerable—. Espero que sepas lo que estás haciendo.
El celeste se acercó a ella desde las sombras. Parecía cansado, muy cansado, pero su rostro reflejaba también determinación. Victoria alzó la cabeza.
—Padre, sabéis que hay un lazo entre nosotros...
—...Un lazo fuerte y sólido —completó el celeste—. Sí, lo sé. Pero no necesitas darme explicaciones. Si puedes elegir entre salvar una vida y extinguirla, elige siempre salvar una vida, sin importar el pasado ni las circunstancias de esa persona. Porque al asesinarla, lo único que haces es reproducir el comportamiento de aquel al que pretendes castigar. Tú tienes motivos personales para salvar al shek. Yo, no. Pero igualmente lo salvaría, si pudiera. Por eso he llamado a este pájaro para ti.
Victoria cerró un momento los ojos, porque se le llenaban de lágrimas de gratitud.
—Padre, yo... —empezó, pero Ha-Din la interrumpió con un gesto.
—No son necesarias las palabras. Conmigo, no. Vete, hija, y haz lo que creas conveniente. Lo único que te pido es que averigües qué es ese objeto que tiene en el pecho, y que es tan similar al que luce Alsan en el brazo.
Victoria inclinó la cabeza.
—Creo que reprime una parte de su alma... de forma brutal —susurró—. Ha perdido sus sentidos de shek. Su poder mental. Es como si lo hubiesen encerrado en un cubículo diminuto y oscuro, completamente aislado del mundo. Para un shek, eso es una tortura atroz, un estado peor que la muerte.
—Reprimir su parte shek —repitió Ha-Din—. Sí, eso es malo. También la gema que porta el rey de Vanissar tiene un efecto parecido en él. Ha encerrado a la bestia en un rincón de su alma. Y, con la bestia, todo el odio y la ira que pudiera haber dentro de él.
—Pero eso... parece ser bueno, ¿no?
—En ciertos aspectos, sí. Pero, Victoria, cuando alguien cree que el mal no puede tocarlo, empieza a creerse con derecho a juzgar a los demás. Se vuelve intolerante ante los defectos y las faltas ajenas, que empieza a considerar imperdonables, porque está por encima de todo eso.
—Eso es lo que le está sucediendo a Alsan —murmuró Victoria—. No solo quiere reparar los errores que piensa que ha cometido; también cree haberse desembarazado de todo lo malo que había en él, y por eso se comporta de ese modo.
Ha-Din inclinó la cabeza.
—La gema de Kirtash está produciendo el mismo efecto en él —dijo—, separando la luz de la oscuridad, reprimiéndola en el fondo de su alma. Pero los sheks no son como los humanos. Eso lo matará.
—Los sheks no son del todo malos —protestó Victoria—. El...
—No se trata de lo que yo crea —interrumpió Ha-Din—, sino de la visión que los dioses tienen del mundo. Y un objeto así solo puede provenir de ellos. De los Seis, del Séptimo, no sé... está en tu mano averiguarlo.
—Entiendo —asintió Victoria—. Gracias por todo, Padre. Os prometo que haré lo posible por encontrar respuestas.
Ha-Din entonó una breve melodía, y el haai descendió hasta posarse junto a Victoria.
—Que los Seis te protejan, hija —dijo el celeste.
Momentos después, el ave se elevaba sobre los tejados de Vanis, guiada por la mano de Victoria, que sostenía entre sus brazos a Christian, moribundo. Sabía que dejaba muchas cosas atrás... cosas que, probablemente, jamás podría recuperar. Pero, si existía una mínima posibilidad de salvar a Christian, Victoria estaba dispuesta a encontrarla...
—¿Sabías que iba a tratar de rescatar a Kirtash? —dijo Alsan, y sus ojos reflejaban una fría cólera que no se mostraba en su rostro de piedra.
Jack alzó la cabeza. Sus ojos estaban marcados por profundas ojeras, porque no había logrado dormir en toda la noche; pero estaba sereno.
—Sí, lo sabía.
—¿Y por qué no trataste de retenerla?
—Porque estoy cansado de tratar de retenerla. Por una vez, decidí dejarla marchar..., que es, probablemente, lo que ella quería... desde el principio.
Alsan lo miró, pensativo.
—Gaedalu se va a poner furiosa —comentó—. Y no hablemos de Qaydar...
Jack se encogió de hombros.
—Me da igual. No pienso ir a buscarla, no importa lo que digan Qaydar, o Gaedalu, o quien sea. ¿No dicen que «los unicornios han de ser libres, para que la magia sea libre»? Pues, en lo que a mí respecta, Victoria ya lo es. Quizá lo mejor para todos sea perderlos de vista a los dos..., de una vez por todas. Así que, sintiéndolo mucho, debo decir que en el fondo no lamento que Kirtash haya escapado.
Hubo un breve silencio.
—No te preocupes por eso —sonrió Alsan—. Kirtash morirá pronto, esté donde esté, porque no hay nada en este mundo capaz de destruir la gema una vez se ha activado.
Jack lo miró casi sin verlo, entendiendo, de pronto, por qué no estaba furioso por la huida de Christian. Alsan pareció captar sus pensamientos.
—Habría preferido mantenerlo prisionero y condenarlo a muerte oficialmente, después de un juicio. Pero va a morir de todas formas, así que...
—Entonces, es verdad lo que dijo Victoria —murmuró—. Es verdad que el shek se estaba muriendo. —Lo sabía, en el fondo, pero le había convenido no creerlo.
Alsan entornó los ojos.
—¿Victoria sabía eso? ¿Cómo es posible?
—Lo detectó a través de Shiskatchegg —murmuró Jack, abatido. Alzó la cabeza al percibir que Alsan lo miraba fijamente—. Su anillo —explicó—. Ya sabes, el que le regaló Kirtash.
La expresión de Alsan se había vuelto tan severa y sombría que Jack se sintió inquieto y lo miró, desorientado, sin entender el porqué de su reacción.
—¿Ese anillo tiene nombre? —preguntó Alsan, con peligrosa suavidad—. ¿Y se llama Shiskatchegg?
—Sí —dijo Jack, cada vez más preocupado—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque no lo sabía —repuso Alsan—. De modo que el anillo es capaz de indicar a Victoria el estado de su amante shek —comentó.
—No lo llames así —masculló Jack, sin saber muy bien por qué—. Sí, están... unidos a través de él. Por eso Victoria supo que él estaba en peligro —sacudió la cabeza y añadió—. Si esa piedra lo mata, Alsan, Victoria no te lo perdonará.
El rey se encogió de hombros. Todavía había un brillo extraño en su mirada, pero Jack, abatido como estaba, no lo percibió.
—Creo que podré vivir con eso.
Pero Jack negó con la cabeza.
—No, no podrás. Si el shek muere por tu culpa, te aseguro que no habrá fuerza humana capaz de detener a Victoria cuando se vuelva contra ti.
Alsan recordó la transformación que había sufrido Victoria al creer que Christian había matado a Jack. Su rostro se ensombreció.
—Jack... —dijo una voz a sus espaldas.