Authors: Laura Gallego García
—Sellaron la Puerta para que los sheks y los dragones no escapásemos de Idhún, para que no huyésemos de nuestro destino. Así, además, los unicornios no podrían llevarse la magia a otra parte... y, con ello, condenaron a la Tierra a convertirse en un mundo sin magia. Pero eso no les importaba porque, al fin y al cabo, la Tierra no era su mundo, y los unicornios no eran criaturas terrestres. Tampoco les importaba que la Puerta pudiera ser abierta por hechiceros sangrecaliente, ni que ellos tuvieran la posibilidad de atravesarla. Después de todo, ellos no eran importantes. En cambio, a nosotros nos prohibieron cruzar de un lado a otro; el castigo por incumplir esa norma era la reencarnación, pero tus magos no estaban al corriente de esto, y Yandrak y Lunnaris tampoco, porque eran demasiado pequeños. Pero ningún dragón, ningún unicornio, ningún shek... se habría reencarnado en un humano
voluntariamente.
Ellos lo sabían.
—¿Ellos? ¿Te refieres a los dioses?
—¿Quiénes, si no? Los dioses nos cerraron la Puerta interdimensional a las especies superiores.
—Entonces, solo los dioses podrían abrirla de nuevo.
—Cierto. Pero no lo harán, porque no les interesa. Solo uno de ellos deseaba hacerlo, comunicar ambos mundos... y, sin embargo, mientras estuviera encarnado en un cuerpo mortal, no podría.
—El Séptimo —adivinó Victoria.
—Lo que Jack vio la noche del Triple Plenilunio fue a un grupo de sheks atravesando la Puerta interdimensional. Los guiaba Ziessel, nuestra nueva soberana.
—¡Fueron a la Tierra! —comprendió Victoria—. Pero, ¿cómo es posible?
Christian la miró, muy serio.
—Cuando matamos a Ashran —explicó— liberamos la esencia del Séptimo, y pasaron muchas cosas. Quizá no lo notaste, porque habías perdido el conocimiento, pero la Torre de Drackwen se derrumbó, así, de pronto. Como hemos podido comprobar en el caso de Yohavir, pocas cosas pueden resistir el paso de un dios.
Victoria desvió la mirada, inquieta.
—Así es como pudo abrir la Puerta a los sheks —dijo.
—Sí. Y ahora mismo hay un grupo de sheks ocultos en algún lugar de la Tierra. No sabemos dónde están, ni cuántos son, ni quiénes son, puesto que también perdimos a muchos durante la batalla de Awa. Tampoco sabemos si Ziessel sobrevivió al viaje, puesto que fue la primera en cruzar, la que tuvo que «empujar», por así decirlo. Mi misión consiste en averiguar todo esto, puesto que soy el que mejor conoce este mundo, y puedo moverme por él con mayor discreción que cualquier shek.
Victoria llevaba un rato imaginándose a las elegantes y letales serpientes aladas sobrevolando los cielos terráqueos, y comprendió por qué Christian le había preguntado si había visto algo diferente en su mundo natal.
—Pero, ¿cuánto tiempo llevan en la Tierra? ¿Cómo es posible que nadie los haya visto, que todo siga igual?
—Nadie los ha visto, eso puedo asegurártelo. Se habrán ocultado en un lugar seguro, donde nadie pueda encontrarlos. Pero no soportarán quedarse al margen en un mundo poblado por humanos; por unos humanos, además, especialmente destructivos, que están echándolo todo a perder, devastando su propio mundo como si fueran una plaga.
—¿Insinúas que intentarán hacerse con el control del planeta?
—Indudablemente. No obstante, como ya te he dicho, los grandes cambios son lentos. Desde que llegaron, los sheks están observando este mundo, estudiándolo, aprendiendo... y moviendo hilos. Cuando llegue la hora, dentro de unos años, o dentro de unas décadas, los sheks dominarán el mundo, y a nadie le parecerá tan extraño, ni tan terrible. Además, por muy despiadadas que puedan parecer algunas de sus decisiones, acabarán por salvar el planeta de la destrucción humana.
—Pareces muy convencido de ello —murmuró Victoria, con un estremecimiento.
Christian movió la cabeza.
—No has visto tu mundo, Victoria. No lo has visto con los ojos de un idhunita, con los ojos de un shek. Los humanos están acabando con toda la belleza que existe en la Tierra, están matando el planeta poco a poco. Pero son demasiado insensibles y estúpidos como para darse cuenta y, si lo hacen, desde luego no les parece importante.
Victoria calló durante un momento, reflexionando. Luego dijo:
—Y tú, ¿vas a colaborar con todo esto? ¿Es eso lo que Gerde te ha pedido que hagas?
Christian se encogió de hombros.
—Lo único que he de hacer es localizar al grupo de Ziessel y ponerlo de nuevo en contacto con Idhún. Eso no me supone ningún problema. De todas formas ya tenía planeado volver a la Tierra contigo, y tampoco tengo nada mejor que hacer.
—Pero te gusta tomar tus propias decisiones —señaló Victoria—. Y odias la idea de tener que obedecer a Gerde.
—Lo mío con Gerde ya es algo personal —repuso Christian—. He de obedecer a mi dios, igual que tú deberías obedecer a los tuyos, y eso no me crea ningún conflicto, salvo cuando lo que me ordena va en contra de mis propios intereses... o salvo que mi dios tenga la personalidad de Gerde.
Victoria sonrió.
—¿Y tú? —le preguntó Christian entonces—. ¿Todavía quieres ayudarme... o preferirías mantenerte al margen?
—Tú luchaste a mi lado —dijo Victoria—. Y eso supuso la muerte de tu padre, la derrota de los tuyos, el exterminio de cientos de sheks. Sé que finges que no te importa, pero sí te importa. Te sientes culpable por ello.
»Se dice que los unicornios somos neutrales, pero eso no es del todo cierto. Lo que pasa, simplemente, es que no tomamos partido por razas, ni por bandos, sino por personas. Por eso me enamoré de ti aunque fueses un shek, por eso hay magos entre los szish. Y por eso voy a acompañarte.
El shek sonrió levemente.
Las calles de Tokio eran una orgía de luces y sonidos, una explosión de colorido, de contrastes, de sensaciones. Pero Christian avanzaba entre la multitud sereno y seguro de sí mismo, como si hubiese nacido allí. Victoria caminaba a su lado, intimidada, y procuraba no perderle de vista.
—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido del tráfico.
—El mar del Japón tiene más de tres mil islas —respondió Christian—. He detectado un nudo de la red telepática de los sheks en algunas de ellas, las más frías, las que se agrupan en torno a Hokkaido. Hay miles de sitios más seguros y más discretos en el mundo para esconderse, pero ellos están aquí, en Japón. Y lo más curioso de todo es que la red se extiende hasta Tokio.
—¡Pero estamos hablando de la ciudad más poblada del planeta! —exclamó Victoria—. ¿Cómo es posible que haya sheks aquí y que nadie los haya visto?
—Eso es lo que he de averiguar.
Victoria suspiró. Atravesaban el distrito de Shibuya, su inmenso centro comercial, y la calle estaba llena de jóvenes que acudían allí a pasar la tarde. La muchacha miró a Christian, inquieta, preguntándose cómo se las arreglaba para no llamar la atención en un lugar como aquél, cuando era tan evidente que no era japonés, y que ni mucho menos había ido a Shibuya a divertirse. Sin embargo, nadie se fijaba en él. El shek se deslizaba por las calles de Tokio como una sombra, como un fantasma.
—Dices que has detectado la red de los sheks —recordó Victoria—. Si es así, ¿por qué no te pones en contacto con ellos por telepatía?
Christian no respondió, y Victoria no lo consideró una buena señal. Lo detuvo y lo obligó a mirarla a los ojos.
—Sé por qué —le dijo—. Para ellos eres un traidor, y no te recibirán con los brazos abiertos. No es verdad que no te suponga ningún problema cumplir las órdenes de Gerde, estás corriendo un gran riesgo... y ella lo sabía. Pero ahora estás aquí, en la Tierra, donde ella no puede alcanzarte. Así que, dime... ¿por qué lo haces?
Christian sonrió.
—Normalmente no hacemos las cosas por una sola razón —fue su única respuesta.
Acorralaron a un transeúnte en un callejón oscuro. Victoria contempló, preocupada, cómo Christian lo miraba a los ojos, largamente, buceando en sus conocimientos, en sus recuerdos. Cuando el hombre cayó al suelo, temblando de puro terror, Christian dio media vuelta y se alejó sin una palabra.
—Christian, ¿qué has hecho?
—Aprender su idioma —respondió el shek con indiferencia—. Sólo a nivel superficial, claro. Pero creo que servirá.
Pasaron el resto del día dando vueltas, de un lado para otro, hasta que a Victoria le dolieron los pies. Tenía la sensación de que Christian buscaba algo en concreto, pero no sabía dónde buscarlo.
—¿Estás cansada? —preguntó él, cuando el sol ya se ponía sobre los tejados de Tokio.
Victoria se obligó a sí misma a apartar la mirada de un grupo de colegialas que caminaban frente a ella, hablando y riendo. No hacía mucho, ella también había llevado uniforme. Pero nunca había sido como ellas. En aquel momento las envidió con toda su alma.
—Un poco —respondió—, pero puedo aguantar un rato más.
—Puede que necesitemos varios días para encontrar alguna señal. Varios días de dar vueltas sin rumbo por la ciudad, quiero decir. Sé que puede resultar frustrante y agotador, pero es la única manera.
Victoria alzó la mirada hacia él.
—¿De qué tipo de señal estás hablando? Si me dijeras qué estás buscando exactamente, tal vez podría ayudarte.
Christian negó con la cabeza.
—Has visto cómo actúa el instinto, ¿no? Has pasado mucho tiempo con Jack: habrás visto que él detecta un shek cuando lo tiene cerca. Bien, pues a nosotros nos pasa algo parecido cuando nos aproximamos a alguien de nuestra especie. Es lo que estoy tratando de encontrar. Sé que hay algo por aquí cerca, una pista importante, porque los sheks de Hokkaido se comunican con algo o alguien que hay aquí, en algún lugar del centro de Tokio. Esperaba que el instinto me ayudase a localizarlo fácilmente, pero me está fallando, y eso es muy extraño. Porque, si hubiese un shek por aquí, a estas alturas yo ya lo habría encontrado.
—¿Quieres decir que puede que estemos buscando otra cosa?
Christian sacudió la cabeza y clavó en ella la mirada de sus ojos azules, una mirada inusualmente franca, para tratarse de él.
—Quiero decir, Victoria, que no sé qué diablos estamos buscando.
Los días siguientes transcurrieron de una forma semejante. Christian y Victoria pasaban el día recorriendo Tokio, en busca de algo, una señal, un indicio, que los guiase hasta los sheks. Y, aunque aquella inmensa ciudad asustaba y fascinaba al mismo tiempo a Victoria, no hubo tiempo para hacer turismo. La joven tenía la sensación de que se dejaban arrastrar por la marea humana que inundaba las principales arterias de la urbe en horas punta, pero lo cierto era que Christian jamás se dejaba arrastrar. Aunque caminara sin rumbo fijo, todos sus pasos tenían una precisión metódica, y todos sus movimientos, un propósito definido. Cuando se detenían en algún restaurante para comer,
sashimi, teppanyaki, soba
o cualquiera de los platos típicos de la ciudad, para Victoria, que no había probado nunca aquel tipo de comida, era una experiencia nueva y diferente; pero Christian se limitaba a terminar su parte y a levantarse, casi enseguida. Para él, parar a comer consistía exactamente en eso: parar a comer, cumplir con una necesidad vital, y punto. Después, se echaba de nuevo a las calles, con la firmeza de un soldado, con la eficiencia de un robot.
Victoria no podía evitar mirarlo y preguntarse si había sido siempre así, cuando buscaba a los idhunitas exiliados por todo el globo. En tal caso, no era de extrañar que siempre llegase hasta su objetivo antes que la Resistencia. Y en aquellos momentos, cuando lo veía clavar sus ojos de hielo en la multitud, buscando algo que probablemente solo él podría ver, Victoria lo recordaba como entonces, como a Kirtash, el despiadado asesino a quien ella había odiado y temido, y se daba cuenta de que él no había cambiado, y de que la única diferencia entre el pasado y el momento presente era que ahora el shek luchaba a su lado, y no contra ella. Nada más.
Una tarde, sin embargo, las cosas cambiaron.
Deambulaban por el elegante barrio de Ginza, recorriendo las mismas calles arriba y abajo, por alguna razón que a Victoria se le escapaba. Aunque no se paraban a mirar los escaparates de los lujosos establecimientos que los contemplaban desde ambos lados de la calle, Victoria no sentía deseos de hacerlo. Llevaba todo el día caminando, y estaba cansada y sedienta, y sentía que desentonaba tremendamente en aquel lugar.
Entonces, Christian se detuvo en seco, y Victoria casi chocó contra él.
—¿Qué...? —empezó ella, pero no llegó a terminar la frase.
De una suntuosa tienda de precios prohibitivos acababa de salir una joven. Vestía ropa sobria, pero elegante y, a la vez, delicadamente femenina. Se movía con elegancia natural y con una sensualidad solo insinuada. Su cabello negro, recogido sobre la cabeza, caía sobre sus hombros, tan suave como un velo de terciopelo.
La estaba esperando un coche junto a la acera, pero ella pareció sentir la mirada de Christian, porque se volvió hacia ellos y, en medio de una calle abarrotada de gente, los miró.
Victoria nunca olvidaría la mirada de aquellos ojos rasgados, dos profundos espejos repletos de misterios, ni el gesto enigmático de su expresión de esfinge. Había algo en ella, un oscuro magnetismo que la turbaba y la fascinaba al mismo tiempo.
Christian se había quedado paralizado al verla. Victoria lo miró, preocupada, y descubrió que se había puesto pálido.
—Christian —susurró.
El shek reaccionó. Se volvió hacia ella con brusquedad y la abrazó por detrás, casi posesivamente, como si deseara protegerla de algún peligro invisible. Victoria se quedó sorprendida, porque él no era muy dado al contacto físico, y mucho menos en público. Pero Christian susurró en su oído:
—¡No la mires!
Y Victoria cerró los ojos y volvió la cabeza para apoyar la mejilla en el pecho del shek. Inmediatamente, una violenta sensación de mareo la invadió...
Cuando abrió los ojos de nuevo, Christian todavía la abrazaba, pero ya no estaban en Tokio.
—¡Christian! ¿Qué ha pasado?
El shek la soltó.
—Teníamos que irnos de allí. Y Limbhad no me pareció una buena opción.
Victoria miró a su alrededor. Se encontraba en un apartamento pequeño, sobrio, tan escasamente decorado que hasta habría resultado demasiado frío e impersonal, de no ser por la ventana, que se abría a una amplísima terraza, y un rincón donde había un sofá que parecía razonablemente cómodo, y que además estaba situado ante una chimenea.