Authors: Laura Gallego García
—¡Pero yo no puedo quedarme aquí! —gritó Zaisei.
Jack volvió la cabeza hacia ella.
—¡Escúchame! —le gritó—. ¡Solo puedo cargar con tres personas, como mucho! ¡No puedo salvar a nadie más! Y si te pongo en peligro, Shail nunca me lo perdonará. ¡Confía en él! Ahora mismo, su magia será más efectiva que mis alas, o mi fuego.
No le dijo que la magia de Shail estaba fallando a causa de su pierna artificial, pero no hizo falta. Zaisei percibió en su corazón que tenía dudas, y que temía por su amigo más de lo que le daba a entender.
Gaedalu no dijo nada. Había girado la cabeza para contemplar la enorme ola, y ahora se volvió de nuevo hacia el Oráculo. Su mente repetía un único pensamiento obsesivo:
«Mis hijas... mis hijas... mis hijas...»
Aquel pensamiento cobró la intensidad de un chillido cuando la ola se estrelló contra los acantilados de Gantadd y arrasó el Oráculo, a sus pies.
Hubo un pavoroso estruendo. El Oráculo entero tembló. Las sacerdotisas gritaron.
—¡Alza la barrera, mago! —chilló una de ellas. Pero Shail negó con la cabeza.
—El techo y las paredes están protegidos por símbolos arcanos. Resistirán.
El techo crujió sobre ellos de manera siniestra. Las sacerdotisas se apiñaron unas contra otras, muertas de miedo. La puerta también emitió un escalofriante sonido, como si estuviese a punto de rasgarse. Pero resistió, y ni una sola gota de agua se coló por sus resquicios.
Entonces, una enorme grieta cruzó el techo de parte a parte. Este pareció combarse sobre sus cabezas.
—Ahora —dijo Shail, y levantó la barrera.
Todas se encogieron sobre sí mismas, tratando de hacerse más pequeñas.
Entonces, el techo se quebró y una gran tromba de agua cayó sobre ellas. Muchas gritaron de miedo, pero el agua no las tocó.
Shail apenas se atrevía a mirar. Fuera de la barrera, las aguas habían inundado por completo la habitación. Se arremolinaban en torno a ellos, furiosas, presionando la barrera mágica, empujando con tanta fuerza que el mago creyó que no lo soportaría. Sobre todo porque la pierna volvía a dolerle indescriptiblemente.
La puerta cayó por fin, y una nueva tromba de agua inundó la habitación y golpeó la magia de Shail, que dejó escapar un alarido. Sintió que se debilitaba, y supo que no podría aguantar mucho más tiempo, si su pierna artificial seguía absorbiendo parte de su poder. Necesitaba poner toda su magia al servicio de aquel conjuro de protección. No valían medias tintas.
Apretó los dientes.
—¡Ylar! —llamó.
La giganta dio un respingo. Shail alargó la pierna y la plantó ante ella.
No era un espectáculo agradable. El cuerpo de Shail, privado de la magia básica que necesitaba para mantener aquel miembro artificial, reaccionaba contra él. La unión con el metal ya no era limpia; la carne estaba hinchada, y sangraba, como si aquella pierna fuese un millar de astillas metálicas profundamente hundidas en ella. Hubo murmullos entre las sacerdotisas, pero el mago las acalló con una sola palabra:
—Arráncamela.
—¿Qué... qué estás diciendo? —musitó Karale, lívida.
—¡Arráncame la pierna, Ylar —gritó Shail—, o moriremos todos!
Los gigantes tenían fama de ser un pueblo práctico. Ylar agarró la pierna metálica con ambas manos y tiró de ella con todas sus fuerzas. Shail aulló de dolor. La barrera mágica se tambaleó.
—¿Estás seguro de que...? —empezó Karale, pero Shail gritó:
—¡Tira, Ylar!
La giganta volvió a tirar. Karale aferró a Shail por la cintura y tiró en dirección contraria. El mago dejó escapar un nuevo alarido...
Pero Ylar logró desprender la pierna artificial. Shail sintió cómo parte de su magia le era devuelta. Eso le sirvió para calmar en parte su dolor..., pero no del todo.
Luchó por mantenerse consciente. La barrera se fortaleció, y eso le dio ánimos.
Unos momentos después, unos momentos que se hicieron eternos, el nivel de las aguas descendió.
La ola se retiraba.
Shail respiró hondo.
Después cayó entre las sacerdotisas, inconsciente.
Los restos del techo, que habían caído sobre la cúpula mágica, se desplomaron sobre ellos. Ylar sostuvo el pedazo más grande, y las sacerdotisas se refugiaron bajo sus poderosos hombros protectores. Algo, no obstante, liberó a la giganta de su pesada carga. Unas grandes garras de dragón, que apartaban afanosamente los escombros que habían caído sobre ellos. Las sacerdotisas lanzaron exclamaciones de alegría al ver a Jack y sus acompañantes. Pero, por encima de ellas, sonó el grito de horror de Zaisei, al ver a Shail yaciendo sobre el suelo mojado, pálido y cubierto de sangre.
Las tres lunas estaban ya muy altas cuando el grupo regresó al campamento. Tal vez hubieran deseado una llegada más discreta, pero no fue posible; el mago llevaba un bulto entre sus brazos, y el bulto lloraba con toda la fuerza de los pulmones. Pronto, todos los szish estuvieron en pie.
Assher corrió fuera de su tienda, antes de que su maestro pudiera detenerlo. Cuando llegó frente al árbol de Gerde, se encontró con una escena que le resultó extraña, tierna y siniestra a la vez.
Yaren se inclinaba ante Gerde y le tendía el bulto llorón, envuelto en cálidas mantas. Los szish, arremolinados en torno a ellos, contemplaron cómo Gerde tomaba al bebé entre sus brazos y lo contemplaba con una leve sonrisa en los labios. Su sonrisa, sin embargo, se congeló en su rostro. Los szish se miraron unos a otros, inquietos.
—Shur-Ikaili —dijo Yaren, en un susurro—. Como ordenaste.
—Ya veo. —Parecía molesta y divertida a la vez—. ¿Lo has hecho a propósito, Yaren? Me has traído una niña.
Yaren la miró, perplejo.
—Yo... no me había dado cuenta, mi señora. Perdona mi estúpido error. La devolveré y...
—No —cortó ella; de nuevo sonreía—. Una niña... sí, ¿por qué no? —Dejó escapar una breve carcajada—. ¿Y dices que no te diste cuenta? —le preguntó a Yaren—. ¿Acaso no la has cambiado en todo el viaje? Oh, pobrecilla. Con razón huele tan mal. Conozco el olor de los bárbaros y, aunque es desagradable, no suele llegar a estos extremos.
Acunó al bebé, arrullándolo, y los llantos cesaron. Gerde sonrió, satisfecha. Alzó la cabeza y vio a Assher, que contemplaba la escena en silencio. Lo llamó a su lado.
—Mírala —lo invitó, mostrándole a la niña—. ¿No es preciosa?
Assher no había visto nada tan feo en su vida. Una carita redonda, sin escamas, enrojecida por el llanto. Un único mechón de pelo rubio cayendo sobre su frente. Unos bracitos que manoteaban en el aire, brazos de piel pálida, con listas pardas.
Un bebé humano, de la raza shur-ikaili, los bárbaros de las praderas.
—¿No es preciosa? —repitió Gerde—. Lo será más cuando la haya aseado un poco. —Calló un momento y la contempló, con los ojos brillantes—. Voy a llamarla Saissh —añadió.
Los szish se miraron unos a otros, inquietos. «Saissh» era la palabra que utilizaban las serpientes para referirse al número siete.
No había en el Oráculo un solo rincón seco, por lo que todas las sacerdotisas se despojaron de sus capas y formaron con ellas un lecho improvisado para el mago. Zaisei lo estrechaba entre sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas, mientras las sacerdotisas de Wina, cuyos conocimientos médicos superaban a los de todas las demás, le lavaban y le vendaban la herida.
—Se pondrá bien —le aseguró Karale a Zaisei—. Sólo necesita descansar.
Zaisei sabía que mentía, porque estaba demasiado preocupada como para estar tratando una herida leve. Sabía que Shail podía morir desangrado.
Jack, de pie junto a ellos, contemplaba el rostro del mago, con seriedad.
—Puedo tratar de cauterizar la herida —dijo—. Con Domivat.
Como ellas no entendían lo que quería decir, Jack sacó la espada de la vaina.
«Esa cosa es peligrosa, Yandrak», lo reconvino Gaedalu. «Podría hacer que el mago ardiese como una antorcha».
Pero Zaisei alzó la cabeza, decidida.
—Hazlo, Jack.
Las curanderas se miraron unas a otras. Parecieron estar de acuerdo, porque retiraron el paño, empapado de sangre, con el que estaban tratando de detener la hemorragia.
Todas las sacerdotisas miraron hacia otro lado, excepto Zaisei, que mantuvo los ojos abiertos, arrasados en lágrimas.
Jack pasó apenas el filo de Domivat por el muñón sangrante de Shail. Se oyó un siseo, y un fuerte olor a carne quemada inundó la habitación. Se apresuraron a mojar la herida con agua, para que no prendiera.
—Menos mal que está inconsciente —murmuró Jack, impresionado.
Zaisei abrazó a Shail y hundió la cabeza en su hombro, sollozando.
—Ahora sí —dijo Karale—, debe descansar y recuperar fuerzas.
—Pero, ¿dónde? —se preguntó otra de las sacerdotisas—. El Oráculo está destrozado...
Jack no les prestaba atención. Se había dado cuenta de que Domivat vibraba de forma extraña. Volvió la cabeza hacia la única de las paredes de la habitación que no había sido arrasada por el agua.
—¿Qué hay ahí detrás?
«La Sala de los Oyentes», respondió Gaedalu.
—Tengo que entrar —dijo él súbitamente.
«Hace mucho que nadie entra allí», repuso la Madre. «Es peligroso».
Jack no respondió. Gaedalu lo ponía de mal humor, y no sabía por qué. Había algo en ella que le resultaba desagradable. Más que la última vez que se habían visto.
—Me da igual —dijo, envainando la espada—. Voy a entrar.
No lo dijo simplemente para molestarla. Era cierto que sentía que algo lo llamaba; además, al descender sobre el Oráculo había visto que la ola no había destruido la cúpula de aquella estancia, que sólo presentaba una grieta superficial. Y, por añadidura, hacía tiempo que estaba interesado en la Sala de los Oyentes. Esa era la razón por la cual había tenido tanto interés en viajar hasta el Oráculo: si las voces de los dioses se oían en aquella habitación, Jack tenía intención de escucharlas.
Zaisei alzó la cabeza hacia él.
—No me iré muy lejos —la tranquilizó—. Estaré aquí al lado.
Una de las sacerdotisas, la mujer yan, se apresuró a decir:
—Perolasvocesqueseoyenenlasalanosonbuenasparanadie. Podríasquedartesordooperderlarazón.
—Correré el riesgo —dijo Jack.
«Tengo que saber», pensó para sí mismo, «qué están diciendo los dioses. Tengo que saber qué pretenden».
Nadie trató de detenerlo cuando salió de la estancia y, sorteando charcos y escombros, llegó hasta la puerta de la Sala de los Oyentes. Las aguas habían arrastrado los colchones que cubrían la entrada, y un sonido sordo, como el retumbar de un trueno, se escuchaba al otro lado. Jack respiró hondo y abrió la puerta.
Al principio no oyó nada, salvo un profundo silencio. Ladeó la cabeza, desconcertado, buscando señales de las voces atronadoras que hacían enloquecer a la gente. A su espalda, Domivat pesaba tanto que parecía haberse vuelto de plomo. Y seguía vibrando, de un modo que Jack no se sentía capaz de definir, porque aquella vibración no parecía sonar en sus oídos, sino en su corazón.
De cualquier modo, algo extraño estaba ocurriendo.
Alzó la cabeza. La enorme cúpula de la Sala de los Oyentes mostraba una larga grieta producida por la presión del agua, pero, aun así, seguía siendo imponente. Era de un material que tenía cierto tono metálico, pero su color era de un violáceo oscuro y profundo. Jack tuvo la sensación de que sobre él no había techo, sino que aquel violeta continuaba sobre su cabeza indefinidamente, hasta llegar al infinito. Aquel techo no parecía ser sólido y, no obstante, lo era. Pero, si lo miraba fijamente, tampoco parecía etéreo. La textura de aquel material fluía, como si fuera líquido... o tal vez se tratase solo un efecto óptico.
Jack sacudió la cabeza y miró a su alrededor. En contraste con el techo, las paredes resultaban decepcionantes, desnudas, sin ventanas ni adornos. Las baldosas del suelo también eran blancas y lisas. Solo la iluminación, suaves luces de colores cambiantes, animaba un poco la estancia. Por lo demás, allí no había nada qué mirar, y Jack comprendió que era intencionado. Los Oyentes no debían tener distracciones.
Había seis escritorios, cada uno junto a una pared. Jack se preguntó si en algún momento de su historia los Oráculos habían llegado a disponer de seis Oyentes. Tal vez fuesen previsiones muy optimistas porque, por lo que él sabía, en cada Oráculo no solía haber más de cuatro.
Se preguntó por qué los llamarían «Oyentes». Era una definición demasiado simplista, porque casi cualquier persona podía «oír»; pero no era tan fácil «escuchar», y esto era lo que ellos hacían. Tal vez en tiempos remotos sí se había creído que había personas que nacían con el don de «oír» el mensaje divino. Pero Jack tenía la sensación de que la voz de los dioses, recogida y amplificada por aquella inmensa cúpula, debía de sonar igual para todo el mundo. Simplemente, algunas personas sabían «escuchar».
Alzó la cabeza, intrigado. ¿Era cuestión de prestar atención, entonces? Trató de concentrarse; cerró los ojos y aguzó el oído.
Y sí, allí estaba. Un murmullo apenas audible, un eco tan lejano que no entendía las palabras que lo conformaban. ¿Esto eran las ensordecedoras voces de los dioses? Jack se sintió un poco desilusionado... hasta que se dio cuenta de que lo que estaba escuchando era la vibración de su espada, Domivat.
Abrió los ojos y la desenvainó, sorprendido. La llama de Domivat iluminó su rostro. Parecía arder con más fuerza que nunca.
—¿Qué...? —murmuró el joven, perplejo.
Por un momento, el fuego de la espada fue tan intenso que lo deslumbró. Giró la cabeza bruscamente y cerró los ojos; lanzó una exclamación de sorpresa cuando notó que la empuñadura ardía también, y la soltó, sobresaltado, retrocediendo un paso. Pero resbaló en un charco y cayó hacia atrás. Por fortuna, el golpe no fue muy fuerte. Jack se quedó sentado en el suelo, mirando a Domivat, que seguía en llamas, tiznando de negro las blancas baldosas.
Le pareció entonces que otro sonido acallaba la extraña vibración de la espada. Jack prestó atención. Sonaba débil y lejano, pero fue haciéndose cada vez más intenso, hasta que el muchacho captó en él una especie de risa, una risa seca y profunda, con un cierto tono sardónico.
No parecía una risa divina, pero nunca se sabía.
—¿Hola? —se atrevió a preguntar, inseguro.
La risa cesó. Jack contuvo el aliento, y oyó entonces una voz, una voz poderosa, que podría haber hecho que los más nobles reyes se postraran ante su dueño, si no fuese por su tono desenfadado: