Authors: Laura Gallego García
—Hola, Yandrak.
Jack miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Levantó entonces la cabeza y distinguió algo más arriba, una forma que parecía mezclarse con aquella cúpula fluida, o tal vez emanar de ella.
—¿Quién eres?
La figura empezó a definirse cada vez más, y Jack sintió que algo le oprimía el pecho.
Era un dragón.
—Creo que ya conoces la respuesta —dijo el dragón—. Me niego a creer que después de tanto tiempo cargándome a tu espalda todavía no me conozcas.
Descendió hasta posarse sobre el suelo, ante él. Jack lo contempló, maravillado. No parecía sólido, sino más bien una imagen etérea, una sombra de lo que había sido.
Tampoco era un dragón muy grande, al menos no tanto como algunos de los esqueletos que había visto tiempo atrás, en Awinor. Le pareció que era rojo, pero enseguida tuvo que corregir aquella impresión. Sus escamas tenían un tono más oscuro, una especie de granate intenso, como el color del vino añejo.
Pero lo más destacable de él era su tercer ojo, que lo observaba, divertido, encima de los otros dos.
—Domivat —dijo el chico, con respeto. Quiso levantarse, pero no fue capaz.
El dragón rió de nuevo, y una voluta de humo escapó de entre sus fauces.
—No exactamente. Hace mucho que estoy muerto, aunque parte de mí reside en esa espada que llevas. Así que a estas alturas ya no sé si soy una espada o el fantasma de un dragón, o ambas cosas, o ninguna.
Jack abrió la boca, pero no dijo nada. Quería preguntarle tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Domivat se dio cuenta.
—Para empezar —dijo—, no, no tengo por costumbre manifestarme de esta forma, y por eso no lo había hecho antes. No es tan sencillo. Pero este lugar... —miró a su alrededor, sobrecogido—, este lugar está impregnado de la esencia de los dioses. Y ahora más que nunca. Los dioses son las fuerzas que mueven este mundo: todos los cambios, todas las transformaciones, se ocasionan gracias a ellos, o a la energía que emana de ellos. Si había algo capaz de despertarme, era esto, y no sucederá muy a menudo, si es que vuelve a suceder. Así que aprovechemos el tiempo.
Jack asintió, todavía sin habla.
—A día de hoy —dijo Domivat—, la raza de los dragones está extinta. Tú eres el último, y puede que tus hijos, si es que los tienes, hereden algo del dragón que hay en ti. Pero esto no basta para hacer que poblemos Idhún de nuevo, Yandrak.
—Lo sé. ¿Se te ocurre alguna manera de cambiar eso?
Domivat negó con la cabeza.
—No hay vuelta atrás. Pero no te apenes por ello. Siempre supe que sucedería, y es más: siempre deseé que sucediera. Porque fuimos creados para luchar, y un mundo perfecto no necesita soldados. Por mucho que me duela admitirlo, ni los dragones ni los sheks deberíamos haber existido nunca. La guerra podría haberse prolongado hasta el final de los tiempos, pero una de las dos razas se extinguió primero. Y, créeme, no envidio a los que se quedaron. Porque ahora los dragones descansamos en paz, mientras que los sheks tendrán que seguir viviendo con un odio insatisfecho para siempre.
—Nunca lo había visto de ese modo —admitió Jack, impresionado—. En cualquier caso, los dioses de Idhún son muy crueles.
—No son crueles —respondió el dragón—. Sólo son dioses.
—Ahora están aquí. Van en busca del Séptimo, y cuando lo encuentren, lo destruirán. Esto no sería malo, si no fuese porque a este paso van a destruirnos a todos en el intento. Los sheks opinan que lo más sensato es escapar. De hecho, me parece que ya están en ello. Pero, ¿qué dirían los dragones?
Domivat se quedó pensativo un momento. O, al menos, a Jack se lo pareció, porque cerró su tercer ojo. Cuando lo abrió de nuevo, dijo:
—Supongo que nos quedaríamos a salvar el mundo, y moriríamos con él. Una opción muy noble, pero poco práctica.
—¿Y eso es todo? —dijo Jack, decepcionado.
Los tres ojos del dragón brillaron, divertidos.
—¿Crees que los dragones pueden resolver una disputa que ni los propios dioses han sabido cómo solucionar?
—¿Pero cómo es posible que se peleen? —preguntó Jack a su vez—. ¿No se supone que son seres superiores?
—El caos está en el mismo origen del universo, Yandrak. Incluso la vida lleva consigo la muerte y la destrucción. No te has topado aún con la diosa Wina, ¿verdad?
—No... —respondió Jack, y añadió para sí: «Y espero no hacerlo nunca».
Domivat rió.
—Pues lo entenderás cuando lo hagas.
Jack calló, confuso.
—¿Conoces los mitos idhunitas acerca del origen de todo?
—Vagamente. Solo sé que los Seis crearon a las razas de Idhún, y que todo lo que hay sobre el mundo viene asociado al elemento del dios que lo creó.
—Más o menos. Pero yo me refiero a lo que sucedió antes de eso. Me refiero al origen
de todo,
a la leyenda de Uno.
—No —admitió Jack—. No la conocía. ¿Es importante?
—No es más que una leyenda —sonrió Domivat, con amabilidad—. Pero no se trata de la forma, sino del fondo. Se trata de la idea que subyace bajo el disfraz del mito. ¿Quieres oírla?
Por toda respuesta, Jack cruzó las piernas, buscando una posición más cómoda. Se encontraba muy a gusto y deseaba prolongar aquella conversación lo máximo posible.
—Las leyendas más antiguas hablan de una entidad a la que se ha llamado Um. No me preguntes por qué —añadió, con una larga sonrisa—. Bien, se dice que Um era, simplemente, una conciencia, un pensamiento. No tenía cuerpo, ni existía en ningún lugar físico, puesto que entonces la materia como tal no había sido creada. Habitaba en el Vacío, convencido de que era Único. Convencido de que no existía nada más, aparte de él.
»Por tal motivo, se dedicaba a meditar y a trazar planes, como un arquitecto que proyecta una gran ciudad, hasta el más mínimo detalle. Si ese arquitecto hubiese sido Um, probablemente habría tenido planes para miríadas de grandes ciudades. Um llevaba toda la eternidad trazando planes.
»Hasta que se encontró con Erna.
»Más bien fue ella la que lo encontró a él, porque Erna era una entidad activa. Jamás había trazado planes, jamás había ideado un mundo. Ella sólo quería hacer cosas, de modo que se desplazaba por el Vacío, derrochando energía, moviéndose sin detenerse jamás, sin preguntarse de dónde venía, ni a dónde iba. Quería hacer cosas, pero no sabía qué hacer. También ella pensaba que era Única.
»Como te puedes imaginar, el choque entre ambos fue brutal.
—¿Por qué? —preguntó Jack—. Parecían destinados a forjar una alianza perfecta.
—¿Tú crees? Cuando alguien se ha creído Único durante eones, ni siquiera concibe la idea de que exista Otro. Por tanto, no lo echa de menos.
»Así, el principio de todo nació del caos. De una disputa cósmica... porque Um y Erna quisieron destruirse mutuamente en cuanto se encontraron.
»La cosa no salió como ellos esperaban. Se arrojaron el uno contra el otro, pero, dado que no tenían cuerpo, el resultado fue que ambas esencias se fusionaron en una sola. En Uno.
»Creo que allí nacieron a la vez el amor y el odio. Creo que ambas entidades descubrieron la maravilla de la Unión en mitad de su deseo de destrucción mutua. Y fue una Unión completa y perfecta porque, desde ese mismo instante, Um y Erna dejaron de existir. La Energía y la Voluntad de Erna impregnaron el Pensamiento de Um. Por tanto, Uno quería hacer cosas. Y sabía qué cosas quería hacer, y cómo hacerlas.
»Mientras las esencias de Um y Erna se disolvían lentamente en Uno, el resultado de la Unión recorrió el Vacío como un inmenso cúmulo incandescente, girando sobre sí mismo, en un frenesí cósmico del que fueron, poco a poco, desprendiéndose fragmentos que se desparramaron por doquier, dando origen al universo. Algunos fragmentos se solidificaron, otros no. En cualquier caso, había nacido la materia.
«El Big Bang», pensó Jack, con una sonrisa.
—Pero la historia no termina ahí —dijo el dragón—. Porque la existencia de Uno, como tal, fue bastante breve en comparación con la de sus antecesores. Una vez terminada la Unión, su resultado estalló en miríadas de fragmentos que fueron lanzados al universo. Podríamos decir que eran los hijos de Um y Erna, los hijos de Uno, tal vez. Entidades inmateriales, con las ideas y planes de Um, y la energía y voluntad de Erna.
—Dioses —entendió Jack.
—Dioses —asintió Domivat—. Multitud de ellos, más o menos poderosos, todos procedentes de la misma fuente, pero cada uno de ellos con una identidad distinta. La mayor parte de ellos encontraron mundos que habitar, pedazos de roca flotando en el espacio. A algunos de esos mundos llegó un dios, a otros, varios. A otros, ninguno, y esos fueron mundos muertos.
Jack se preguntó cuántos dioses habrían llegado a la Tierra. No podía saberlo, puesto que cada cultura tenía una concepción diferente y, al fin y al cabo, las grandes religiones monoteístas no habían sido las primeras. Sacudió la cabeza, y supuso que, si los humanos terrestres aún no se habían puesto de acuerdo en esa cuestión, no iba a resolverla él solo.
—Y había infinidad de proyectos que llevar a cabo —prosiguió Domivat—. Los dioses tenían dónde elegir, sin duda. Y tenían el poder de hacerlos realidad. Cada mundo vivo no es más que la materialización de uno de esos proyectos. Puede que haya varios mundos con el mismo proyecto, o puede que cada uno sea diferente. O puede que los dioses hayan alterado esos proyectos primigenios y creado otros nuevos, quién sabe.
—¿Qué fue de Um y Erna? —quiso saber Jack—. ¿Y Uno?
—Dejaron de existir. O, más bien, podría decirse que existen en cada uno de los dioses que pueblan los mundos vivos.
Jack se quedó pensativo un momento, Luego dijo:
—Me ha llamado la atención una cosa. ¿Era Um una entidad masculina, y Erna, una femenina? ¿Puede existir el concepto de sexo en algo que no tiene cuerpo?
—Hay dioses y diosas, y se supone que son inmateriales —hizo notar Domivat—. No lo sé. Puede que lo masculino y lo femenino no solo estén vinculados al cuerpo, sino también al espíritu, a la esencia. He conocido dragones machos que se sentían hembras, y al contrario. Quién sabe.
»O puede que no, y hablamos de dioses y diosas porque necesitamos imaginarlos como nosotros. Necesitamos saber si hablamos de El o de Ella, sin darnos cuenta de que eso niega la otra posibilidad. La posibilidad de que sean ambas cosas, o ninguna.
—O ninguna —asintió Jack—. El Séptimo no hace distinciones, por ejemplo. No le importa ocupar un cuerpo masculino o uno femenino. Ahora mismo es la Séptima —sonrió.
—El Séptimo es un ente extraño —asintió Domivat—. Personalmente, sí creo que tenemos tres dioses y tres diosas en Idhún. La tradición es muy clara con respecto a esto. Tal vez porque al principio ocuparon, respectivamente, cuerpos masculinos y femeninos.
—¿De verdad utilizaron cuerpos materiales alguna vez? —preguntó Jack, interesado.
—Para crear los moldes de todas las cosas, especialmente las más pequeñas. Los dioses son fuerzas poderosas. No pueden hacer filigranas. Para establecer las bases de la creación, para modelar cada ser, necesitaban cuerpos más pequeños.
—Como un pintor que utiliza un pincel muy fino para pintar los detalles más pequeños de un cuadro —asintió Jack—, porque sus propios dedos son demasiado gruesos.
—Pero creo que no les gusta verse encerrados en la materia, porque no han vuelto a hacer nada parecido, que se sepa, e incluso ahora se desplazan por Idhún sin cuerpos materiales, aun a riesgo de destruirlo todo a su paso.
—Y fueron cuerpos masculinos y femeninos.
—Eso parece, si hacemos caso de las leyendas. Puede que eso los ayudara a definirse, aunque sólo fuera por comodidad. Sinceramente, no creo que les importe demasiado.
»En cambio, lo de Um y Erna no está tan claro. Algunas leyendas hablan de Um como «Ella», y de Erna como «El». Así que puede que sí fueran un ente masculino y uno femenino; pero no tenemos claro cuál era cual. En lo que sí coinciden todas las tradiciones es en que Uno era «Ello». Una mezcla de ambas cosas.
»Pero el Séptimo, o la Séptima, no solo es un ente extraño por su curiosa indefinición en cuanto a su manifestación material. Lo es porque todas las leyendas son muy claras con respecto a una cosa: fueron Seis los dioses que llegaron a Umadhun, y después a Idhún. Seis, no Siete.
—Eso dicen. Pero siempre me pregunté si no sería esa la versión de los sangrecaliente, que han tratado de negar siempre la existencia del Séptimo dios.
El dragón rió.
—Conoces Umadhun, hablas del Séptimo dios, utilizas el término sangrecaliente y dudas de las historias sagradas acerca de los Seis —observó—. Más que un dragón, pareces un poco shek.
Jack desvió la mirada, incómodo.
—He aprendido cosas de ellos. Al fin y al cabo, los sheks eran los únicos que estaban ahí para responder a mis preguntas.
Los tres ojos de Domivat, negros como el azabache, relucieron peligrosamente.
—Cuidado, joven híbrido —le reconvino—. Está bien que aproveches tu parte humana para hacer cosas que, como dragón, habrían estado fuera de tu alcance. Pero no olvides nunca que el fuego corre por tus venas. Si lo haces, estarás perdido.
—¿Insinúas que debería reanudar la lucha contra los sheks, abandonarme a un odio ciego y sin sentido? —protestó Jack, irritado.
—Ah, pero fueron el odio, el caos y la destrucción los que dieron origen a todo lo que existe.
—No estoy de acuerdo. Es el amor lo que crea la vida. El odio solo la destruye. Además, tú mismo has dicho que en un mundo perfecto no existirían soldados.
—¿Verdad que es un contrasentido? Ahí es a donde quiero llegar, Yandrak. Esa es la raíz del problema.... porque el mismo caos que creó el universo destruyó Umadhun. Y el amor que crea la vida estuvo a punto de destruir al último unicornio, la expresión última de la magia, de la energía creadora de los dioses. Morir por amor. Vivir para odiar. Debería ser una paradoja y, sin embargo, no lo es.
—Es lo mismo —comprendió Jack—. Uno.
—Exacto. Vida y muerte, orden y caos, luz y oscuridad, amor y odio. El problema, Yandrak... es que el Séptimo fue solo muerte y caos, oscuridad y odio.
—No te creo. El Séptimo creó a los sheks, y los sheks no son malvados. O al menos, no todos ellos. Son fríos y despiadados a veces, pero no son malos. Por mucho que nos hayan hecho creer lo contrario.
—Ahí está el problema. Ese es el enigma de los dioses de Idhún, el origen de la guerra y de ambas especies. Es parte de la paradoja.