Como les ocurre a las almas grandes, quiso deberlo todo a su propio mérito. Pero su alma era eminentemente meridional; en el momento de la ejecución, sus determinaciones debían, pues, verse afectadas por aquellas vacilaciones que se adueñan de los jóvenes cuando se encuentran en alta mar, sin saber a qué lado dirigir sus fuerzas, ni hacia qué ángulo hinchar sus velas. Si de momento quiso lanzarse enteramente al trabajo, seducido pronto por la necesidad de crearse relaciones, observó hasta qué punto tienen influencia las mujeres en la vida social y pensó en seguida en obtener protectoras: ¿debían faltar éstas a un joven fogoso e inteligente, cuya inteligencia y ardor estaban realzados por unas maneras elegantes y por una especie de belleza nerviosa que tanto cautiva a las mujeres? Estas ideas le asaltaron hallándose en medio de los campos, durante los paseos que antaño hacía con sus hermanas, que le encontraron muy cambiado. Su tía, la señora de Marcillac, presentada en otro tiempo en la Corte, había conocido en ella a las máximas figuras de la aristocracia. De pronto, el joven ambicioso reconoció, en los recuerdos tan a menudo acariciados por su tía, los elementos de varias conquistas sociales, por lo menos tan importantes como las que emprendía en la Escuela de Derecho; la interrogó acerca de los lazos de parentesco que podían aún renovarse. Después de haber sacudido las ramas del árbol genealógico, la anciana señora consideró que todas las personas que podían servir a su sobrino entre la gente egoísta de los parientes ricos, la menos recalcitrante sería la señora vizcondesa de Beauséant. Escribió a esta joven una carta en el antiguo estilo, y la entregó a Eugenio, diciéndole que, si tenía éxito cerca de la vizcondesa, ella le haría encontrar a sus otros parientes. Unos días después de la llegada, Rastignac envió la carta de su tía a la señora de Beauséant. La vizcondesa respondió con una invitación al baile del día siguiente.
Tal era la situación general de la pensión de la señora Vauquer a fines del mes de Noviembre de 1819. Unos días más tarde, después de haber ido al baile de la señora de Beauséant, regresó hacia las dos de la madrugada. Con objeto de recuperar el tiempo perdido, el animoso estudiante habíase prometido, mientras bailaba, trabajar hasta que amaneciera. Iba a pasar la noche por primera vez en medio de aquel silencioso barrio, porque se había puesto bajo la fascinación de una falsa energía al ver los esplendores del mundo. No había comido en casa de la señora Vauquer. Los huéspedes pudieron, pues, creer que no regresaría del baile hasta el día siguiente por la mañana, al clarear, como hacía a veces cuando volvía de las fiestas del Prado o de los bailes del Odeón. Antes de echar el cerrojo a la puerta, Cristóbal la abrió para mirar a la calle. Rastignac se presentó en aquel momento, y pudo subir a su habitación sin hacer ruido, seguido de Cristóbal, que hacía mucho. Eugenio se desnudó, se puso las zapatillas, tomó una mala levita, encendió su lumbre de conglomerados de turba y preparóse diligente a trabajar, de suerte que Cristóbal cubrió aún con el ruido de sus grandes zapatos los preparativos poco ruidosos del joven estudiante. Eugenio permaneció pensativo durante algunos momentos antes de sumergirse en sus libros de derecho. Acababa de reconocer en la señora vizcondesa de Beauséant a una de las reinas de la moda en París, y cuya casa pasaba por ser la más agradable del barrio de San Germán. Por otra parte, tanto por su apellido como por su fortuna, esta mujer era considerada como una de las figuras más conspicuas del mundo aristocrático. Gracias a su tía De Marcillac, el pobre estudiante había sido bien acogido en esta casa, sin conocer la extensión de tal favor. Ser admitido en aquellos dorados salones equivalía a un título de alta nobleza. Al parecer en aquella sociedad, la más exclusiva de todas, había conquistado el derecho de ir a todas partes.
Deslumbrado por aquella brillante concurrencia, habiendo cambiado apenas unas palabras con la vizcondesa, Eugenio habíase contentado con distinguir, entre la multitud de las deidades parisienses que se apretujaban en aquella casa, a una de aquellas mujeres a las que en seguida debe adorar todo joven. La condesa Anastasia de Restaud, alta y bien proporcionada, era considerada como una de las mujeres más elegantes de París. Imaginad unos grandes ojos negros, una mano magnífica, un pie torneado, fuego en los movimientos, una mujer a la que el marqués de Ronquerolles llamaba un caballo de pura sangre. Esta fogosidad no le arrebataba ninguna ventaja; tenía llenas y redondeadas las formas, sin que pudiera ser acusada de gordura.
Caballo de pura sangre, mujer de raza
, estas locuciones comenzaban a sustituir a los ángeles del cielo, a las figuras osiánicas, a toda la antigua mitología amorosa rechazada por el dandismo. Pero para Rastignac, la señora Anastasia de Restaud fue la mujer codiciable. Habíase procurado dos turnos en la lista de los galanes escrita en el abanico, había podido hablarle durante la primera contradanza.
—¿Dónde podré encontraros de ahora en adelante? —le había dicho de pronto, con esa fuerza de pasión que tanto agrada a las mujeres.
—Pues —dijo ella— en el Bosque de Bolonia, en los
Bouffons
, en mi casa, en todas partes.
Y el aventurero meridional habíase apresurado a trabar relaciones con aquella deliciosa condesa, tanto como le es dado hacer a un joven con una mujer durante una contradanza y un vals. Diciéndose primo de la señora de Beauséant, fue invitado por esta mujer, a la que tomó por una gran dama, y tuvo entrada en su casa. A la última sonrisa que ella le dirigió, Rastignac creyó necesaria su visita.
Había tenido la suerte de encontrar a un hombre que no se había burlado de su ignorancia, defecto mortal en medio de los ilustres impertinentes de la época, tales como Molincourt, Ronquerolles, Máximos de Trailles, De Marsay, Ajuda-Pinto y Vandenesse, que estaban allí en la gloria de su fatuidad y mezclados con las mujeres más elegantes, lady Brandon, duquesa de Langeais, condesa de Kergarouët, señora de Sérizy, duquesa de Cariliano, condesa Ferraud, señora de Lanty, marquesa de Aiglemont, señora Firmiani, marquesa de Listomère y marquesa d'Espard, duquesa de Maufrigneuse y las Grandlieu. Afortunadamente, pues, el ingenuo estudiante fue a dar con el marqués de Montriveau, amante de la duquesa de Langeais, un general inocente como un niño, el cual le dijo que la condesa de Restaud vivía en la calle de Helder. Ser joven, tener sed de mundo, hambre de una mujer y ver que se le abrían a uno dos casas; poner el pie en el barrio de San Germán, en casa de la vizcondesa de Beauséant, y la rodilla en la Chaussée d'Antin, en casa de la condesa de Restaud; penetrar con una mirada en los salones de París y creerse un joven lo bastante apuesto como para encontrar en ellos ayuda y protección en un corazón femenino; sentirse lo suficientemente ambicioso para dar un soberbio puntapié a la cuerda sobre la cual es preciso caminar con la seguridad del saltador que no caerá, y haber encontrado en una mujer encantadora el mejor de los balancines. Con tales pensamientos y delante de esta mujer que se erguía sublime junto a una lumbre de conglomerados de turba, entre el Código y la miseria, ¿quién, como Eugenio, no habría sondeado el porvenir por medio de una meditación, quién no lo habría adornado con el éxito? Su pensamiento vagabundo meditaba en sus futuros goces, y se creía al lado de la señora de Restaud, cuando un suspiro turbó el silencio de la noche y resonó en el corazón del joven, de suerte que éste creyó que se trataba del estertor de un moribundo. Abrió suavemente la puerta, y cuando estuvo en el pasillo vio una línea de luz debajo de la puerta de papá Goriot.
Eugenio temió que su vecino se hallara indispuesto, acercóse al ojo de la cerradura, miró al interior de la habitación y vio al anciano ocupado en trabajos, que le parecieron criminales para que no creyera prestar un servicio a la sociedad examinando bien lo que por la noche maquinaba el supuesto fabricante de fideos. Papá Goriot, que sin duda había atado a la barra de una mesa puesta al revés un plato y una especie de sopera de plata sobredorada, hacía girar una especie de alfiler alrededor de estos objetos ricamente esculpidos, apretándolos con tanta fuerza que los retorcía probablemente para convertirlos en lingotes. «¡Demonio, qué hombre!», se dijo Rastignac viendo el nervudo brazo del anciano que, con ayuda de aquella cuerda, amasaba sin hacer ruido la plata dorada, como una pasta. ¿Pero se trataría de un ladrón o de un encubridor que, para entregarse con mayor seguridad a su comercio, se hacía pasar por tonto y vivía como un mendigo?, díjose Eugenio, incorporándose un instante. El estudiante aplicó de nuevo el ojo a la cerradura. Papá Goriot, que había desenrollado su cable, tomó la masa de plata, la puso encima de la mesa después de haber extendido sobre ella su colcha y la hizo rodar para convertirla en barra, operación que realizó con facilidad asombrosa. Papá Goriot miró con tristeza su obra, sus ojos se llenaron de lágrimas, apagó el estadal a cuya luz había retorcido la plata sobredorada, y Eugenio oyó cómo se acostaba dando un suspiro. «Está loco», pensó el estudiante.
—¡Pobre criatura! —dijo en voz alta papá Goriot.
Al oír estas palabras, Rastignac juzgó prudente guardar silencio sobre este acontecimiento y no condenar inconsideradamente a su vecino. Disponíase a volver a su habitación, cuando advirtió de pronto un ruido bastante difícil de expresar y que debía ser producido por unos hombres calzados con escarpines que subían la escalera. Eugenio prestó oído y reconoció, en efecto, el sonido alternativo de la respiración de dos hombres.
Sin haber oído el chirrido de la puerta ni los pasos de los hombres, vio de pronto una débil claridad en el segundo piso, en casa del señor Vautrin. «¡He ahí muchos misterios en una pensión!», se dijo. Bajó unos peldaños, se puso a escuchar y el sonido del oro hirió su oído. Pronto se apagó la luz y las dos respiraciones se dejaron oír sin que la puerta hubiese chirriado. Luego, a medida que los dos hombres descendieron, el ruido fue debilitándose.
—¿Quién va? —gritó la señora Vauquer abriendo la ventana de su habitación.
—Soy yo, que vuelvo, mamá Vauquer —dijo Vautrin con su voz gruesa.
«Es curioso —pensó Eugenio al entrar de nuevo en su aposento—: Cristóbal había echado los cerrojos». Hay que estar despierto para observar lo que sucede alrededor de uno en París. Desviado por estos pequeños acontecimientos de su meditación ambiciosamente amorosa, púsose a trabajar. Distraído por las sospechas que cruzaban por su mente acerca de papá Goriot, más distraído aún por la figura de la señora Restaud, que de vez en cuando aparecía ante él como la mensajera de un brillante destino, acabó acostándose y durmiendo a pierna suelta. De cada diez noches prometidas al trabajo por los jóvenes, dan siete de ellas al sueño. Hay que tener más de veinte años para velar.
El día siguiente por la mañana reinaba en París una de esas nieblas espesas que envuelven la ciudad de un modo que aun las personas más puntuales se equivocan con relación a la hora. La gente falta a sus citas de negocios. Todo el mundo cree que son las ocho cuando dan las doce del mediodía. Eran las nueve y media y la señora Vauquer no se había levantado aún de la cama. Cristóbal y la gruesa Silvia, que también se habían atrasado, tomaban tranquilamente su café, preparado con las capas superiores de la leche destinada a los huéspedes, y que Silvia hacía hervir mucho rato, con objeto de que la señora Vauquer no se diera cuenta de este diezmo ilegalmente cobrado.
—Silvia —dijo Cristóbal mojando su primera tostada—, el señor Vautrin, que es un buen hombre, también ha visto dos personas esta noche. Si la señora se inquietara por ello, no habría que decirle nada.
—¿Os ha dado algo Vautrin?
—Me ha dado cien sueldos, como diciéndome: «Calla».
—Salvo él y la señora Couture, los otros quisieran quitarnos con la mano izquierda lo que nos dan con la derecha —dijo Silvia.
—¡Y lo que dan! —dijo Cristóbal—. He aquí que desde hace dos años papá Goriot se limpia él mismo los zapatos. Poiret prescinde del lustre, y antes lo bebería que ponerlo en sus zapatos. En cuanto al estudiante, me da cuarenta sueldos. Cuarenta sueldos no pagan mis cepillos.
—¡Bah! —dijo Silvia, bebiendo a pequeños sorbos su café—. Nuestros puestos son todavía los mejores del barrio. Vivimos bien. Pero, a propósito de Vautrin, Cristóbal, ¿os ha dicho alguien algo de él?
—Sí, encontré hace unos días a un señor en la calle y me preguntó: «¿No vive en vuestra casa un señor grueso que lleva las patillas teñidas?». Yo le contesté: «No, señor, no se las tiñe. Un hombre como él no tiene tiempo para eso». Le he dicho, pues, esto al señor Vautrin, el cual me ha contestado: «Has hecho muy bien, muchacho. Responde siempre así. Nada hay más desagradable que dejar que conozcan nuestros defectos. Esto puede hacerle perder a uno la oportunidad de una buena boda».
—Pues a mí, en el mercado, han querido engatusarme para hacerme decir si le veía ponerse la camisa. Bueno —dijo interrumpiéndose—, he aquí que en Val-de-Grâce dan las diez menos cuarto y nadie se mueve.
—¡Bah!, todos han salido. La señora Couture y su joven compañera han ido a comulgar a San Esteban, desde las ocho. Papá Goriot ha salido con un paquete. El estudiante no volverá hasta después de las clases, a las diez. Les he visto salir mientras estaba haciendo mis escaleras; por cierto que papá Goriot me ha dado un golpe con lo que llevaba, y era duro como el hierro. ¿Qué estará haciendo ese buen hombre? Los otros le hacen girar como una peonza, pero es una buena persona que vale más que todos ellos. No es mucho lo que me da; pero las damas a las que él me manda, a veces me dan magníficas propinas.
—Las damas a las que él llama sus hijas, ¿no? Hay una docena de ellas.
—Yo sólo he ido a la casa de dos de ellas, las mismas que vinieron aquí.
—He aquí que la señora se mueve y va a hacer su acostumbrado escándalo; tengo que ir. Vigilad la leche, Cristóbal; cuidado con el gato.
Silvia subió al apartamento de su dueña.
—¡Cómo, Silvia! He aquí que son las diez menos cuarto, y me habéis dejado dormir como una marmota. Nunca me había sucedido nada parecido.
—Es la niebla, que puede cortarse con cuchillo.
—Pero ¿y el desayuno?
—Vuestros huéspedes ya han desayunado. La Michonneau y el Poiret no se han movido. No hay más que ellos en la casa, y duermen como leños, que es lo que son.
—Pero, Silvia, tú los pones a los dos juntos como si…