Parque Jurásico (46 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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—Bueno, ocurrió que, mientras terminábamos el pabellón, pusimos los dáctilos en el sector de aves, para que se aclimataran. Pero eso fue un gran error: resulta ser que nuestros cazadores de peces son territoriales.

—¿Territoriales?

—Ferozmente territoriales. Pelean entre sí por el territorio… y atacan a otro animal que penetre en la zona que delimitaron.

—¿Atacan?

—Es impresionante: los dáctilos planean hasta la parte superior de la cúpula, pliegan las alas y se lanzan en picado. Un animal de catorce kilos cae sobre un hombre que esté en tierra como si fuera una tonelada de ladrillos. Los dáctilos golpeaban a los trabajadores, dejándoles inconscientes y produciéndoles cortaduras sumamente serias.

—¿Eso no lesiona a los dáctilos?

—No hasta ahora.

—De modo que si esos chicos están en el sector de aves…

—No lo están… Al menos, tengo la esperanza de que no estén.

—¿Es ése el pabellón? —preguntó Lex—. ¡Qué basura!

Por debajo de la cúpula del sector de aves, el Pabellón Pteratops estaba construido muy por encima del suelo, sobre grandes pilares de madera, en medio de un bosquecillo de abetos. Pero el edificio no había sido terminado y permanecía sin pintar con las ventanas cegadas con tablas. Los árboles y el pabellón estaban salpicados de anchas franjas blancas.

—Creo que no lo terminaron por alguna razón —dijo Grant, ocultando su decepción. Miró el reloj—: Vamos, volvamos al bote.

El sol salió mientras caminaban, haciendo que la mañana se hiciese más alegre. Grant miró las sombras en forma de enrejado que había en el suelo, provenientes de la cúpula que se cernía sobre ellos. Advirtió que el suelo y la vegetación estaban salpicados con anchas listas de la misma sustancia blanca gredosa que habían visto en el edificio. Y había un olor agrio, característico, en el aire matinal.

—Huele mal —declaró Lex—. ¿Qué es toda esa cosa blanca?

—Parece como excrementos de reptil. Es probable que sea de los pájaros.

—¿Cómo es que no terminaron el pabellón?

—No lo sé.

Entraron en un claro de hierba baja, punteado por flores silvestres. Oyeron un silbido prolongado y de tono bajo. Después, otro de respuesta, proveniente del otro lado del bosque.

—¿Qué es eso?

—No lo sé.

Entonces, Grant vio la sombra oscura de una nube, proyectada sobre el campo de hierbas que tenían delante. La sombra se desplazaba con rapidez: en pocos instantes pasó sobre ellos en vuelo rasante. Grant miró hacia arriba y vio una enorme sombra negra que planeaba sobre ellos, cubriendo el sol.

—¡Oh! —gritó Lex—. ¿Es un pterodáctilo?

—Sí —dijo Tim.

Grant no respondió: estaba fascinado por la visión del enorme ser volador. En lo alto del cielo, el pterodáctilo emitió un silbido grave e hizo un giro lleno de gracia, regresando hacia ellos.

—¿Cómo es que no están incluidos en la gira? —preguntó Tim.

Grant se estaba preguntando lo mismo: los dinosaurios voladores eran tan hermosos, tan airosos, cuando se desplazaban por el cielo. Mientras observaba, vio un segundo pterodáctilo aparecer en el cielo, seguido por un tercero, y un cuarto.

—Quizá porque no terminaron el pabellón —supuso Lex.

Grant estaba pensando que ésos no eran pterodáctilos comunes.

Eran demasiado grandes. Tenían que ser cearadáctilos, grandes reptiles voladores de comienzos del cretáceo. Cuando estaban muy altos, parecían pequeños aeroplanos; cuando descendieron más, pudo ver que tenían una envergadura de casi cinco metros, con cuerpos cubiertos de pelambre y cabeza como de cocodrilo. Comían peces, según recordó. Sudamérica y México.

Lex se hizo sombra en los ojos con la mano y alzó la vista hacia el cielo:

—¿Nos pueden hacer daño?

—No lo creo. Comen peces.

Uno de los dáctilos descendió en espiral, una veloz sombra oscura que pasó como una exhalación junto a ellos, produciendo una corriente de aire caliente y dejando atrás un persistente olor agrio.

—¡Uau! —exclamó Lex—. Son verdaderamente grandes. —Y después preguntó—: ¿Está seguro de que no nos pueden hacer daño?

—Muy seguro.

Un segundo dáctilo se abalanzó sobre ellos, desplazándose más rápido que el primero. Llegó desde atrás, pasando como un relámpago sobre sus cabezas. Grant tuvo una fugaz visión de su pico dentado y del cuerpo peludo. Parecía un enorme murciélago, pensó. Pero quedó impresionado por el aspecto frágil de los animales: sus alas inmensas, de delicadas membranas rosadas, resultaban traslúcidas; todo reforzaba la imagen de delicadeza de los dáctilos.

—¡Ay! —gritó Lex, apretándose el cabello—. ¡Me ha mordido!

—¿Te qué? —Se sorprendió Grant.

—¡Me ha mordido! ¡Me ha mordido! —Cuando retiró la mano tenía sangre en los dedos.

En lo alto del cielo, dos dáctilos más plegaron las alas, desplomándose como pequeñas formas oscuras que caían hacia el suelo. Mientras se abalanzaban a tierra, producían una especie de alarido.

—¡Vamos! —exclamó Grant, aferrando la mano de los chicos.

Corrieron a través de la pradera, oyendo el alarido que se aproximaba, y se arrojó al suelo en el último momento, arrastrando a los chicos con él, mientras los dos dáctilos silbaban y chillaban al pasar sobre ellos, batiendo las alas. Grant sintió garras que le cortaban la camisa a lo largo de la espalda.

Después se puso en pie, tirando de Lex para que hiciera lo mismo y corrieron con Tim algunos metros hacia delante, mientras, en lo alto, dos pájaros más giraban y se lanzaban sobre ellos en picado, aullando. En el último instante, Grant tiró de los niños para que cayeran al suelo, y las enormes sombras pasaron sobre ellos aleteando.

—¡Puaj! —exclamó Lex, con repugnancia. Grant vio que estaba sucia con una veta producida por los excrementos blancos de los pájaros.

Logró ponerse de pie:

—¡Vamos!

Estaba a punto de correr, cuando Lex lanzó un alarido de terror.

Grant se volvió y vio que uno de los dáctilos la había apresado por los hombros, utilizando sus garras traseras. Las enormes alas coriáceas del animal, traslúcidas a la luz del sol, batían intensamente a ambos lados de la niña. El dáctilo estaba tratando de elevarse, pero Lex era demasiado pesada y, mientras pugnaba por levantarla, le propinaba repetidos golpes en la cabeza con su larga mandíbula puntiaguda.

Lex gritaba, agitando los brazos con desesperación. Grant hizo lo único que se le ocurrió en el momento: corrió hacia delante y saltó hacia arriba, lanzándose contra el cuerpo del dáctilo. Lo derribó, haciendo que el animal cayera de lomo contra el suelo, y él cayó encima del peludo cuerpo. El animal chilló y lanzó mordiscos como tijeretazos; Grant movió la cabeza para esquivar las mandíbulas y se apoyó en el animal para alejarse, mientras las gigantescas alas batían alrededor de su cuerpo. Era como estar en una tienda durante un vendaval: no podía ver; no podía oír; no había otra cosa más que el aleteo, los chillidos y las membranas coriáceas. Las patas armadas de garras le arañaban frenéticamente el pecho. Lex gritaba, Grant se desprendió del dáctilo, que chillaba mientras batía las alas y pugnaba por girar sobre sí mismo, para enderezarse. Por fin consiguió apoyarse en las alas, como un murciélago, y rodó sobre sí mismo; se irguió sobre las pequeñas garras de las alas y empezó a caminar de esa manera. Grant vaciló un momento, atónito: ¡el animal podía caminar sobre sus alas! ¡La especulación de Lederer era correcta! Pero, en ese momento, los demás dáctilos se les venían en picado y Grant estaba atontado, sin haber recuperado el equilibrio y, horrorizado, vio a Lex correr con los brazos sobre la cabeza… Tim gritaba a voz en cuello…

El primero de los animales se abalanzó; la niña le tiró algo y, de repente, el dáctilo silbó y volvió a elevarse. Los demás dáctilos hicieron lo mismo y siguieron al primero por el cielo. El cuarto dáctilo aleteó desmañadamente en el aire, para unirse a los otros. Grant miró hacia arriba, entornando los ojos, para ver qué había pasado: los tres dáctilos perseguían al primero, chillando con furia.

Habían quedado solos en el campo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Grant.

—Tienen mi guante —contestó Lex—. Mi «Darril Strawberry» especial.

Empezaron a caminar de nuevo.

Tim puso el brazo alrededor de los hombros de su hermana:

—¿Estás bien?

—¡Claro, que sí, estúpido! —respondió Lex, sacudiéndoselo de encima. Miró hacia arriba—: Espero que se atraganten y se mueran.

—Sí —dijo Tim—. Yo también.

Allá adelante vieron el bote en la orilla. Grant miró su reloj: eran las ocho y treinta. Tenían dos horas y media para regresar.

Lex vitoreó cuando se deslizaron por el río, alejándose más allá de la cúpula plateada del sector de aves prehistóricas. Después, las orillas del río se estrecharon a ambos lados y los árboles se reunieron por encima de ellos una vez más. El río era más angosto que nunca, en algunos puntos no medía más que tres metros de ancho, y la corriente fluía con más rapidez. Lex extendía la mano para tocar las ramas cuando pasaban frente a ellas.

Grant se retrepó en la balsa y escuchó el gorgoteo del agua a través de la tibia goma. Ahora se desplazaban más deprisa, las ramas que tenían por encima se deslizaban con mayor celeridad. Era agradable. Producía un poco de brisa en los cálidos confines de las ramas que se adoselaban sobre ellos. Y eso quería decir que regresarían mucho más deprisa.

Grant conjeturó que habían llegado, pero que tenían que estar a muchos kilómetros, por lo menos, del edificio de los saurópodos en el que habían pasado la noche. Quizás a seis u ocho kilómetros; quizá, todavía más. Eso significaba que podrían hallarse a nada más que una hora de caminata del hotel, una vez que abandonaran la balsa. Pero, después de lo del sector de aves prehistóricas, Grant no tenía el menor interés por volver a dejar el río. Por el momento, estaban viajando a buena velocidad.

—Me pregunto cómo estará Ralph —dijo Lex—. Probablemente está muerto, o algo así.

—Estoy seguro de que está bien.

—Me pregunto si me dejaría montarlo. —La niña suspiró, amodorrada por el sol—. Eso sería bonito, montar a Ralph.

Tim le dijo a Grant:

—¿Recuerda cuando estábamos con el estegosaurio? ¿Anoche?

—Sí.

—¿Cómo es que usted les preguntó lo del ADN de rana?

—Por lo de la procreación. No se pueden explicar por qué los dinosaurios están procreando, ya que los someten a irradiación, y dado que todos son hembras.

—Exacto.

—Bueno, la irradiación es tristemente célebre por no ser de fiar, y probablemente no funciona. Creo que eso, con el tiempo, se demostrará aquí. Pero todavía queda el problema de que los dinosaurios son hembras: ¿cómo se pueden reproducir cuando todas son hembras?

—Eso es —asintió Tim.

—Bueno, pues por todo el reino animal la reproducción sexual existe con extraordinaria diversidad.

—Tim está muy interesado por el sexo —dijo Lex.

Ambos pasaron por alto ese comentario.

—Por ejemplo —prosiguió Grant—, muchos animales tienen reproducción sexual sin siquiera mantener lo que llamaríamos relaciones sexuales: el macho libera un espermatóforo, que contiene el esperma, y la hembra lo recoge más tarde. Esta clase de intercambio no requiere que haya tanta diferenciación física entre macho y hembra como solemos creer con frecuencia. Los machos y las hembras son más parecidos en algunos animales que en los seres humanos.

—¿Pero qué pasa con las ranas?

Grant oyó chillidos repentinos que venían de las ramas que tenían por encima, cuando los microceratópsidos salieron corriendo en todas direcciones, alarmados, sacudiendo las ramas. La cabezota del dinosaurio asomó de repente a través del follaje, desde la izquierda; las mandíbulas tirando dentelladas a la balsa. Lex aulló de terror, y Grant remó hacia la ribera opuesta, pero en esa parte el río sólo tenía tres metros de ancho. El tiranosaurio se había atascado en la densa vegetación. Empujaba con la cabeza hacia delante, la torcía, y rugía. Después, la zafó echándose atrás.

A través de los árboles que tapizaban la ribera del río, vieron la enorme forma oscura del tiranosaurio que se desplazaba hacia el norte, en busca de un hueco entre los árboles que cubrían las orillas. Todos los microceratópsidos habían pasado a la ribera opuesta, donde chillaban, correteaban y saltaban arriba y abajo. En la balsa, Grant, Tim y Lex contemplaban, indefensos, cómo el tiranosaurio intentaba irrumpir otra vez entre la vegetación. Pero ésta era demasiado densa a lo largo de las riberas del río. Una vez más, el tiranosaurio se desplazó aguas abajo, adelantándose a la balsa, y volvió a intentarlo, sacudiendo las ramas con furia.

Pero, una vez más, fracasó.

Después se alejó, dirigiéndose aguas abajo, pero más lejos.

—Lo odio —dijo Lex.

Grant se reclinó en el bote, sumamente perturbado. Si el tiranosaurio hubiera logrado pasar a través de la espesura, Grant no hubiera podido hacer nada para salvarlos. El río era muy angosto, apenas más ancho que la balsa. Era como viajar por un túnel. A menudo, la borda de goma raspaba el barro, cuando al bote lo arrastraba la veloz corriente.

Grant echó un vistazo al reloj: casi las nueve. La balsa proseguía su deriva aguas abajo.

—¡Eh! —dijo Lex—. ¡Escuchad!

Grant oyó gruñidos, entre los que se intercalaba un chillido ululante repetido. Los chillidos provenían de una curva, que estaba más adelante, aguas abajo. Grant prestó atención, y volvió a oír el ulular.

—¿Qué es? —preguntó Lex.

—No sé —dijo Grant—. Pero hay más de uno. —Con los remos, llevó el bote hasta la orilla opuesta y se aferró a una rama para detener la balsa. El gruñido se repitió. Después, más gritos.

—Suena como si fuera una bandada de búhos —dijo Tim.

—¿Todavía no es hora de darme más morfina? —gimió Malcolm.

—Todavía no —contestó Ellie.

Malcolm suspiró:

—¿Cuánta agua tenemos aquí?

—No sé, hay abundante agua corriente que sale del grifo…

—No. Me refiero a cuánta hay en el depósito. ¿Hay algo?

Ellie se encogió de hombros:

—Nada.

—Vaya a las habitaciones de este piso —dijo Malcolm—, y llene la bañera con agua.

Ellie frunció el entrecejo.

—Además —prosiguió Malcolm—, ¿tenemos receptores-trasmisores móviles personales? ¿Linternas? ¿Fósforos? ¿Calentadores de supervivencia? ¿Cosas como ésas?

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