Parque Jurásico (50 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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Pero Arnold nunca había tenido antes la ocasión de cortar el suministro principal de corriente. Y cuando las luces y pantallas se volvieron a encender en la sala de control, no se le ocurrió que la corriente principal no se hubiera restaurado también.

Pero no era así y durante todo el tiempo transcurrido desde entonces, mientras buscaban al rex, y hacían una cosa y otra, el parque había estado funcionando con corriente auxiliar. Y eso no era buena idea. De hecho, las consecuencias sólo empezaban a hacérsele evidentes.

—¿Qué quiere decir esta línea? —preguntó Muldoon, señalando la lista:

05:14:57
Advert.: Estado Cerca [NB]
Operativo-C. Aux.
[-AV09]

—Quiere decir que se envió a los monitores de la sala de control una advertencia sobre el estado del sistema en relación con las cercas.

—¿Vio esa advertencia?

—No. Debía de estar hablando con usted en el campo. De todos modos, no, no la vi.

—¿Qué quiere decir «Advert: Estado Cerca»?

—Bueno, no lo supe en el momento, pero estábamos funcionando con corriente auxiliar. Y la corriente auxiliar no genera suficiente intensidad como para activar las cercas electrificadas, así que, en forma automática, siguieron desconectadas.

Muldoon le miró con el entrecejo fruncido:

—¿Las cercas electrificadas estaban apagadas?

—Sí.

—¿Todas ellas? ¿Desde las cinco de esta mañana? ¿Durante las cinco últimas horas?

—Sí.

—¿Incluidas las cercas de los velocirraptores?

—Sí —suspiró Arnold.

—¡Dios santo! Cinco horas. Esos animales podrían haberse escapado.

Entonces, desde algún sitio a la distancia, oyeron un alarido. Muldoon empezó a hablar muy deprisa. Recorrió la sala, repartiendo las radios portátiles.

—El señor Arnold va al cobertizo de mantenimiento para encender la corriente principal. Doctor Wu, quédese en la sala de control: usted es la otra única persona que puede operar con los ordenadores. Señor Hammond, vuelva al pabellón. No discuta conmigo. Vaya ahora. Eche el cerrojo a los portones y quédese detrás hasta que vuelva a hablar conmigo. Ayudaré a Arnold a lidiar con los raptores.

Se volvió hacia Gennaro:

—¿Le agrada la idea de volver a vivir peligrosamente?

—En verdad, no —confesó Gennaro. Estaba muy pálido.

—Muy bien. Entonces, vaya con los demás al pabellón. —Muldoon se alejó—. Eso es todo, ya han oído. Ahora, muévanse.

—¿Pero qué les va a hacer a mis animales? —gimoteó Hammond.

—Ésa no es la pregunta adecuada a decir verdad, señor Hammond —observó Muldoon—. La pregunta es: ¿qué nos van a hacer ellos a nosotros?

Pasó por la puerta y marchó presuroso por el recibidor, en dirección a su oficina. Gennaro se puso a caminar a su lado, con el mismo ritmo de marcha.

—¿Ha cambiado de opinión? —gruñó Muldoon.

—Usted necesitará ayuda —dijo Gennaro.

—Podría ser.

Muldoon entró en la sala rotulada
SUPERVISOR ANIMALES
, tomó el lanzacohetes gris portátil y abrió un panel de la pared situada detrás de su escritorio: contenía seis cilindros y seis cartuchos.

—Lo malo de estos malditos dinos —dijo Muldoon— es que tienen sistemas nerviosos distribuidos: no mueren deprisa, ni siquiera con un impacto directo en el cerebro. Y están construidos con solidez: costillas gruesas, que hacen que un disparo al corazón dependa de la suerte, y resulta difícil dejarlos incapacitados hiriéndolos en las patas o en los cuartos traseros. Como se desangran con lentitud, mueren con lentitud.

Abría los cilindros uno después de otro, y colocaba los cartuchos. Le arrojó un grueso cinturón tejido a Gennaro:

—Póngaselo.

Gennaro se ajustó el cinturón y Muldoon le pasó las municiones:

—Casi todo lo que podemos esperar es volarlos en pedazos. Por desgracia, sólo tenemos seis proyectiles: hay ocho raptores en ese complejo rodeado de cercas. Vamos. Manténgase junto a mí: usted tiene los proyectiles.

Muldoon salió y corrió por el pasillo, mirando por el balcón al sendero que llevaba al cobertizo de mantenimiento. Gennaro resoplaba a su lado. Llegaron a la planta baja y pasaron por las puertas de vidrio. Muldoon se detuvo.

Arnold estaba de pie, dándole la espalda al cobertizo de mantenimiento. Tres raptores se le aproximaban. Arnold había recogido un palo y lo blandía ante los animales, gritando. Los raptores se abrían en abanico a medida que se acercaban; uno de ellos se mantenía en el centro y los otros dos se desplazaban por los flancos. Coordinados. Tranquilos. Gennaro se estremeció:

Pauta de conducta de una jauría depredadora.

Muldoon ya se estaba poniendo en cuclillas, acomodando el lanzador sobre el hombro.

—Cargue —indicó.

Gennaro deslizó el proyectil en la parte trasera del lanzador. Hubo un chisporroteo. Nada ocurrió.

—¡Demonios, lo ha metido del revés! —dijo Muldoon, inclinando el cañón para que el proyectil cayera en las manos de Gennaro, que lo volvió a cargar. Los velocirraptores le estaban gruñendo y mostrando los dientes a Arnold, cuando el animal de la izquierda sencillamente estalló: la parte superior del torso voló por el aire y su sangre se esparció como un tomate que estalla contra una pared. La parte inferior se desplomó en el suelo, con las patas agitándose en el aire y la cola batiendo por todos lados.

—Eso les espabilará —dijo Muldoon.

Arnold corrió hacia la puerta del cobertizo de mantenimiento. Los velocirraptores se volvieron y empezaron a avanzar hacia Muldoon y Gennaro. Se abrían a medida que se aproximaban. A la distancia, en alguna parte próxima al pabellón, oyeron alaridos.

—Esto podría ser un desastre —dijo Gennaro.

—Cargue —ordenó Muldoon.

Henry Wu oyó las explosiones y miró hacia la puerta de la sala de control. Caminó en círculos alrededor de las consolas; después se detuvo: quería salir, pero sabía que debía permanecer en la sala. Si Arnold lograba que la corriente circulara otra vez, aunque sólo fuera por un minuto, entonces él volvería a encender el generador principal.

Tenía que seguir en la sala.

Oyó gritar a alguien. La voz parecía la de Muldoon.

Muldoon sintió un dolor agudísimo en el tobillo, resbaló por un terraplén, cayó al suelo y volvió a correr. Al mirar atrás vio a Gennaro que corría en la otra dirección, hacia el bosque. Los velocirraptores pasaban por alto a Gennaro, pero perseguían a Muldoon. Ahora estaban a menos de veinte metros. Muldoon gritaba a voz en cuello mientras corría preguntándose, vagamente, a dónde diablos podría ir. Porque sabía que tenía diez segundos, quizás, antes de que lo alcanzaran.

Diez segundos.

Quizá menos.

Ellie tuvo que ayudar a Malcolm a darse la vuelta mientras Harding clavaba la aguja e inyectaba morfina. Malcolm suspiró y se desplomó de espaldas. Parecía que se debilitaba a medida que transcurrían los minutos. Por la radio oían gritos agudos y explosiones amortiguadas que provenían del centro de visitantes.

Hammond entró en la habitación y preguntó:

—¿Cómo está?

—Se mantiene —contestó Harding—. Está delirando un poco.

—Nada de eso, en absoluto —terció Malcolm—. Estoy absolutamente consciente. —Prestaron atención a la radio y añadió—: Parece como si hubiera una guerra ahí fuera.

—Los velocirraptores han escapado —le informó Hammond.

—¿De veras? —preguntó Malcolm, respirando en forma entrecortada—. ¿Cómo es posible?

—Fue un estúpido, incompetente en el manejo del sistema: Arnold no se había dado cuenta de que la energía auxiliar estaba encendida y que las cercas no tenían corriente:

—¿De veras?

—¡Váyase al demonio, pedazo de hijo de puta arrogante!

—Si recuerdo bien —dijo Malcolm—, predije que todas las cercas fallarían.

Hammond suspiró, y se dejó caer en una silla:

—Maldita sea —dijo, sacudiendo la cabeza—. Seguramente no habrá escapado a su percepción que, en el fondo, lo que aquí estamos intentando es una idea extremadamente simple: mis colegas y yo determinamos, hace varios años, que era posible hacer clones del ADN de un animal extinguido, y de desarrollar ese animal. Eso nos pareció una magnífica idea: era una especie de viaje por el tiempo, el único viaje por el tiempo de todo el mundo. Traer a esos animales de vuelta, vivos, por así decir. Y, puesto que era tan emocionante, y puesto que era posible hacerlo, decidimos seguir adelante. Conseguimos esta isla… Avanzamos… Todo era muy simple.

—¿Simple? —dijo Malcolm. De alguna forma había encontrado energía para sentarse en la cama—: ¿Simple? Es usted más estúpido de lo que suponía. Y ya opinaba que era un estúpido de gran magnitud.

—Doctor Malcolm —intervino Ellie.

Y trató de ponerle en una posición más cómoda de espaldas. Pero Malcolm no estaba dispuesto a cejar: señaló la radio, los gritos y los alaridos.

—¿Qué es eso que está pasando ahí afuera? —inquirió—. Ésa es su idea simple. Simple: usted crea nuevas formas de vida, de las cuales no sabe nada en absoluto. Su doctor Wu ni siquiera conoce el nombre de las cosas que está creando; no se le puede molestar con detalles tales como
cómo se llama la cosa
, y menos aún qué es. Usted crea muchas en un plazo muy corto, nunca aprende cosa alguna sobre ellas y, sin embargo, espera que hagan lo que usted quiere porque usted las fabricó y piensa, en consecuencia, que es su dueño; se olvida de que están vivas, de que tienen inteligencia propia, y de que pueden no obedecer lo que usted quiere que hagan; y se olvida de cuán poco sabe usted sobre ellas, de cuán incompetente es para hacer las cosas que, con tanta frivolidad, denomina
simples
… Dios bendito…

Volvió a acostarse, tosiendo.

—¿Sabe qué es lo que tiene de malo el poder de la ciencia? —prosiguió—. Que es una forma de riqueza heredada. Y ya sabe usted cuan imbécil es la gente congénitamente rica. Nunca falla.

—¿De qué está hablando? —preguntó Hammond.

Harding hizo un gesto, indicando delirio. Malcolm le lanzó una mirada.

—Le diré de qué estoy hablando —contestó—: La mayor parte de las distintas clases de poder exigen un gran sacrificio por parte de quien quiera tener ese poder. Hay un aprendizaje, una disciplina que dura años. Cualquiera que sea la clase de poder que se busque. Presidente de la compañía. Cinturón negro de karate. Gurú espiritual. Atleta profesional. Sea lo que sea lo que se persiga, hay que ponerlo en el tiempo, en la práctica, en el esfuerzo, hay que sacrificar muchas cosas para lograrlo. Tiene que ser muy importante para uno. Y, una vez que se alcanza, es el poder de uno mismo; no se puede delegar: reside en uno. Es, literalmente, resultado de nuestra disciplina.

»Ahora bien: lo interesante de este proceso es que, en el momento en que alguien adquirió la capacidad de matar con sus manos, también maduró hasta el punto en que sabía cómo utilizar ese poder. No lo utilizaría de manera imprudente. Así que esa clase de poder lleva una especie de control incorporado: la disciplina de conseguir el poder cambia a la persona, de manera que esa persona no hace mal uso de su poder.

»Pero el poder científico es como la riqueza heredada: se obtiene sin disciplina. Una persona lee lo que otras hicieron, y da el paso siguiente. Puede darlo siendo muy joven. Se puede progresar muy deprisa. No hay una disciplina que dure muchas décadas. No hay enseñanza impartida por unos maestros: se pasa por alto a los viejos científicos. No hay humildad ante la Naturaleza. Sólo existe la filosofía de hacerse-rico-pronto, hacerse-un-hombre-rápido. Engañar, mentir, falsificar, no importa. Ni para uno ni para sus colegas. Nadie nos critica: nadie tiene pautas. Todos intentan hacer lo mismo: hacer algo grande, y hacerlo rápido.

»Y, como uno se puede levantar sobre los hombros de los gigantes, se puede lograr algo con rapidez. Uno ni siquiera sabe con exactitud qué ha hecho, pero ya informó sobre ello, lo patentó y lo vendió. Y el comprador tendrá aún menos disciplina que el científico: el comprador simplemente adquiere el poder, como si fuera cualquier bien de consumo. El comprador ni siquiera concibe que pueda ser necesaria disciplina alguna.

—¿Saben de qué está hablando? —se inquietó Hammond.

Ellie asintió con la cabeza.

—Yo no tengo ni idea —dijo Hammond.

—Lo expresaré en forma sencilla —dijo Malcolm—. Un maestro de karate no mata gente con las manos desnudas; no pierde los estribos y mata a su esposa. La persona que mata es la que no tiene disciplina, no tiene restricciones, y que salió y adquirió su poder como una dosis de droga. Y ésa es la clase de poder que la ciencia fomenta y permite. Y ésa es la razón por la que usted cree que construir un lugar como este es simple.

—Era simple —insistió Hammond.

—Entonces, ¿por qué ha salido mal?

Aturdido por la tensión, John Arnold abrió de golpe la puerta que daba al cobertizo de mantenimiento y entró en la oscuridad interior. ¡Jesús, qué negro estaba! Debió de haber supuesto que la luz estaría apagada. Sintió el aire frío y las cavernosas dimensiones del espacio que se extendía dos pisos por debajo de él. Tenía que encontrar una pasarela. Tenía que ser cuidadoso, o se rompería el cuello.

La pasarela.

Caminaba a tientas, como un ciego, hasta que se dio cuenta de que era inútil. Tenía que conseguir luz dentro del cobertizo. Volvió hasta la puerta y la entreabrió nada más que unos diez centímetros: eso dio suficiente luz. Pero no había manera de mantener la puerta abierta. Con celeridad se quitó un zapato y lo colocó en la abertura.

Vio la pasarela y fue hacia ella. Caminó sobre el metal oyendo la diferencia de sonido que producían sus pies, uno fuerte, otro suave. Pero, por lo menos, podía ver. Más adelante estaba la escalera que conducía hacia los generadores, situados abajo. Otros nueve metros.

Oscuridad. Ya no había luz.

Miró hacia atrás, a la puerta, y vio que la luz estaba bloqueada por el cuerpo de un velocirraptor. El animal se inclinó y, cuidadosamente, olfateó el zapato.

Henry Wu paseaba preocupado. Deslizaba las manos sobre las consolas del ordenador. Tocaba las pantallas. Estaba en constante movimiento. Estaba casi frenético por la tensión.

Repasó los pasos que habría de dar: tenía que proceder con rapidez; la primera pantalla se encendería, y él apretaría…

—¡Wu! —dijo la radio.

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