—Mira que la vida da vueltas —dijo al fin el Flaco Carlos y observó otra vez a su amigo—, tú buscando a Rafael Morín.
—No da tantas vueltas, Flaco, no te creas. El mismo siguió siendo igualito, un cabrón oportunista que habrá hecho ni se sabe cuántas canalladas para llegar donde llegó.
—Oye, la cosa no es así, tú —replicó el Flaco después de encender su cigarro—. Rafael sabía bien lo que quería y fue directo para eso, y tenía madera para hacerlo, no por gusto fue el mejor expediente del Pre y luego de ingeniería industrial. Cuando yo entré en civil ya se hablaba del tipo como si fuera un fenómeno de circo. Qué bárbaro, casi cinco de promedio desde primer año.
—¿Lo vas a defender ahora? —preguntó el Conde tratando de parecer incrédulo.
—Mira, tú, yo no sé qué pasó ahora y ni tú mismo, que eres el policía, lo sabes. Pero las cosas no son así, mi viejo, es que de verdad Rafael era bueno en la escuela y, mira, yo sí creo que él no necesitaba los exámenes cuando el escándalo Waterpre.
El Conde se pasó la mano por el pelo y no pudo evitar una sonrisa.
—Manda carajo, Flaco, el Waterpre. Y yo que pensé que nadie se acordaba de eso.
—Mira, si no hablo creo que se me olvida —dijo el Flaco, y se sirvió más ron en su vaso—. Ya me calentaste el pico. Oye, por la tarde pasó Miki por aquí. Vino a verme porque va a Alemania y quería saber si me hacía falta algo y de paso me pidió diez pesos prestados. Pero le hablé del lío de Rafael y dice que no dejes de verlo.
—¿Por qué, sabe algo?
—No, se enteró cuando yo se lo conté y entonces me dijo eso, que lo vieras. Tú sabes que Miki siempre ha sido medio misterioso.
—¿Y Rafael salió limpio del Waterpre?
—Vaya, date otro trago a ver si piensas mejor. Sí, él no tuvo líos porque cuando se le dio el escache al director él ya estaba en la universidad, y el que por poco paga las cuentas fue Armandito Fonseca, el que era presidente de la FEEM aquel año, ¿no?
—Claro, claro, la mierda le pasó cerca pero no lo embarró. ¿No te lo digo?
El Flaco movió la cabeza, tratando de expresar No tienes remedio, tú, pero dijo:
—Está bueno ya, Conde, tú no sabes si él estuvo en eso o no y el caso es que no lo acusaron de arreglar notas ni de sacar exámenes ni nada de eso. A ti lo que siempre te jodió es que se templara a Tamara mientras tú te hacías pajas a costa de ella.
—¿Y a ti de qué se te pelaban las manos, de chapear el patio?
—Y también te jodía muchísimo, porque me lo dijiste un día, que no pudiéramos estudiar más en la biblioteca del viejo Valdemira porque Rafael se la había cogido para él…
El Conde se puso de pie y avanzó hacia el Flaco Carlos. Estiró el dedo índice y lo apoyó entre las cejas de su amigo.
—Oye, ¿tú estás con los indios o con los
cowboys
? Fíjate, no me cago en tu madre porque me está haciendo la comida. Pero en ti me cago facilito, facilito. ¿Desde cuándo te dieron el carnet de Pepe Grillo?, ¿eh?
—Vaya a que le den por donde le duele —dijo el Flaco, le dio un manotazo al brazo de Conde y empezó a reír. Era una risa total, que salía del estómago y removía todo su cuerpo enorme y fláccido y casi inútil, una risa profunda y visceral que amenazaba de muerte a la silla de ruedas y que podía tumbar paredes y salir a la calle, doblar esquinas y abrir puertas y hacer que el teniente Mario Conde también se riera y cayera sentado de culo en la cama y necesitara otro trago de ron para calmar el acceso de tos. Se reían como si en ese mismo instante hubieran aprendido qué cosa era reír, y Josefina, atraída por la algarabía, los miraba desde la puerta del cuarto y en su cara, detrás de la breve sonrisa, había una profunda melancolía: hubiera dado cualquier cosa, su propia vida, su misma salud que empezaba a romperse, porque nada hubiera sucedido y aquellos dos hombres que se reían fueran todavía los muchachos que siempre se reían así, aunque no tuvieran motivos, aunque sólo fuera por el placer de reír.
—Bueno, está bueno ya —dijo y entró en el cuarto—. Vamos a comer que casi son las nueve.
—Sí, viejuca, que estoy herido de muerte —dijo el Conde y caminó hasta la silla de ruedas del Flaco.
—Espérate, espérate, tú —pidió Carlos cuando se interrumpió el musical de la televisión y apareció el rostro demasiado sonriente de la locutora.
—Estimados televidentes —dijo la mujer, que quería parecer entusiasmada, muy feliz por lo que iba a decir—, ya prácticamente están listas las condiciones en el estadio Latinoamericano para dar inicio al primer juego de la subserie Industriales-Vegueros. Mientras esperamos el inicio del interesante partido, continuamos ofreciendo musicales.
Terminó, se instaló la sonrisa de careta y la sostuvo con estoicismo hasta que el vídeo de otra canción, de otro cantante que nadie se interesaba por oír, ocupó la brevedad de la pantalla.
—Dale, vamos —dijo entonces el Flaco y su amigo empujó la silla de ruedas hacia el comedor—. ¿Tú crees que los Industriales puedan hacer algo?
—¿Sin Marquetti y sin Medina y con Javier Méndez lesionado? No, bestia, los veo muy jodidos —opinó el Conde y su amigo movió la cabeza, desconsoladamente. Sufría antes y después de cada juego, incluso cuando ganaban los Industriales, pues ya pensaba que si ganaban ése, había más posibilidades de que perdieran el siguiente, y era el sufrimiento de nunca acabar, a pesar de todas las promesas de ser menos fanático y mandar la pelota al carajo, ya no era como antes, decía, cuando Capiró, Chávez, Changa Mederos y esa gente. Pero los dos sabían que ninguno tenía remedio y el más contagiado seguía siendo el Flaco Carlos.
Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las ofertas de Josefina: los frijoles negros, clásicos, espesos; los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos, como pedía la regla de oro del escalope; el arroz desgranándose en la fuente, blanquísimo y tierno como una novia virginal; la ensalada de verduras, montada con arte y combinación esmerada de los colores verdes, rojos y el dorado de los tomates pintones; y los plátanos verdes a puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella de vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones.
—Jose, por tu madre, ¿qué cosa es esto? —dijo el Conde mientras mordía un plátano frito y rompía la armonía de la ensalada robándose una rodaja de tomate—. Le cae la peste al que hable de trabajo ahora —advirtió y empezó a formar una montaña de comida sobre su plato, decidido a hacer, de un solo golpe, el desayuno, el almuerzo y la comida de aquel día con trazas de nunca acabarse—, o de cualquier cosa —y tragó.
Mario Conde nació en un barrio bullanguero y polvoriento que según la crónica familiar había sido fundado por su tatarabuelo paterno, un isleño frenético que prefirió aquella tierra estéril, alejada del mar y de los ríos, para levantar su casa, crear su familia y esperar la muerte lejos de la justicia que aún lo buscaba en Madrid, Las Palmas y Sevilla. El barrio de los Condes nunca conoció la prosperidad ni la elegancia, y sin embargo creció al ritmo geométrico de la estirpe del canario estafador y absolutamente plebeyo que tanto se entusiasmó con su nuevo apellido y su mujer cubana de la que tuvo dieciocho hijos a los que hizo jurar, a cada uno en su momento, que tendrían a su vez no menos de diez hijos y que incluso las hembras les pondrían a sus vástagos como primer apellido aquel Conde que los haría distintos en el barrio. Cuando Mario cumplió los tres años y su abuelo Rufino el Conde le contó por primera vez las aventuras de abuelito Teodoro y sus ansias de fundador, el niño aprendió también que el centro del universo puede ser una valla de gallos. El béisbol fue entonces un vicio adquirido, por puro contacto barriotero, mientras los gallos fueron un placer endémico. Su abuelo Rufino, criador, entrenador y jugador voraz de gallos de lidia, lo paseó por todas las vallas y corrales de la zona y le enseñó el arte de alistar un gallo para que nunca pierda: primero preparándolo con el más legal y deportivo de los esmeros que se podrían dispensar a un boxeador, y luego untándolo con aceite en el momento justo de salir al serrín de la valla para hacerse incapturable por el contrario. La filosofía del abuelo Rufino, nunca juegues si no estás seguro de que vas a ganar, le proporcionó al muchacho la satisfacción de ver aquel gallo que había conocido siendo todavía un huevo como otro cualquiera, sólo moría de viejo después de ganar treinta y dos combates y cubrir a un número incontable de gallinas tan o más finas que él. En aquellos tiempos leves de escuela en la mañana y trabajo con los gallos por las tardes, Mario Conde aprendió además el sentido de la palabra amor: amó a su abuelo y se enfermó de tristeza cuando el viejo Rufino el Conde murió, tres años después de la prohibición oficial del juego de gallos.
Ya satisfecha la urgencia de agua fría que casi lo sacó de la cama, el Conde inició aquella mañana de domingo disfrutando el recuerdo de su abuelo. Los domingos eran días de combate en vallas de buena concurrencia, y por cosas así le gustaban las mañanas de domingo. No las tardes, se hacían interminables y vacías después de una siesta y se sentía cansado y todavía soñoliento hasta el anochecer; tampoco las noches, cualquier lugar estaba lleno y el refugio de siempre era la casa del Flaco, pero había algo que hacía densas y tediosas las noches de domingo, no había juego de pelota siquiera y abrazarse a una botella de ron era tortuoso con la amenaza palpable del lunes. Las mañanas no: las mañanas de domingo el barrio amanecía bullicioso y callejero como en aquel cuento que escribió cuando estaba en el Preuniversitario, y era posible hablar con todo el mundo, y los amigos y parientes que vivían fuera siempre venían a ver a la familia y hasta podían organizar un piquete de pelota a la mano para terminar con los dedos hinchados y llegar jadeando a la primera base, armar un partido de dominó o simplemente conversar en la esquina, hasta que el sol los espantara. Mario Conde, por un sentimiento ancestral que escapaba a su razón y por la cantidad de domingos que gastó con su abuelo Rufino o con su pandilla de mataperros peloteros, disfrutaba como ninguno de sus amigos aquel ocio dominguero en el barrio, y después de tomarse un café, salía a comprar el pan y el periódico y generalmente no regresaba hasta la hora tardía del almuerzo dominical. Sus mujeres nunca habían entendido aquel rito inquebrantable y aburrido, si casi ningún domingo puedes estar en la casa, protestaban, con la cantidad de cosas que hay que hacer, pero los domingos son para el barrio, les decía sin dejar margen a la discusión, cuando ya algún amigo preguntaba: ¿Y el Conde, salió?
Y aquel domingo se levantó con sed de dragón recién apagado y con el recuerdo de su abuelo en la cabeza, y salió al portal después de dejar la cafetera en el fogón. Llevaba aún el pantalón del pijama y un viejo abrigo enguatado y observaba las calles más tranquilas que otros domingos a causa del frío. El cielo se había despejado durante la noche, pero corría una brisa molesta y cortante y calculó que estarían a menos de dieciséis grados, y sería quizás la mañana más fría de aquel invierno. Como siempre, lamentaba tener que trabajar un domingo, había pensado ver ese día al Conejo y después almorzar en la casa de su hermana, recordó, y saludó con la mano a Cuco, el carnicero, ¿Cómo te lleva la vida, Condesito?, también él tenía trabajo ese domingo por la mañana.
El café surgía como lava del estómago de la cafetera y el Conde preparó una jarra con cuatro cucharaditas de azúcar. Esperó a que la cafetera filtrara todo el líquido, lo vertió en la jarra y lo batió lentamente, para disfrutar su perfume amargo y caliente. Después lo devolvió a la cafetera y finalmente depositó el café en el termo y se sirvió una taza grande de desayuno. Se sentó en el pequeño comedor y encendió un cigarro, el primero del día. Se sintió aterradoramente solo, decidió sustituir las penas y comenzó a pensar en lo que haría con la lista de los invitados a la fiesta de fin de año del viceministro. Presentía que lo esperaban algunas entrevistas inevitables y delicadas, de las que prefería no hacer. Zoilita seguía sin aparecer, pues no la habían llamado de la Central, y eran cuatro días, igual que Rafael. Hasta la mañana siguiente no podría trabajar en la Empresa, y eso le vedaba un camino que ya quería transitar. De las provincias no debía de haber llegado nada para él, ni tampoco de guardafronteras, que también lo hubieran localizado, y seguían entonces sin rastros de aquel hombre atomizado. ¿Y el gallego Dapena? Nada que dé pena: bien, en Cayo Largo detrás de unas tetas… Pero había trabajo para ese domingo y el teniente Mario Conde, mientras bebía la taza de café que despertaba su paladar y su inteligencia, decidió darse más tiempo para pensar: quería pensar como Rafael Morín, aunque jamás en su vida imaginó que tal posibilidad fuera ni remotamente plausible, debía sentir lo que sentiría una persona como él, querer lo que él querría, esto era más fácil, para tener al menos una idea sobre aquella insólita desaparición, pero no pudo. Rafael no era uno de los delincuentes con los que trabajaba todos los días, y eso lo bloqueaba. Prefería a los bisneros criollos, a los traficantes de cualquier cosa, a los distribuidores de lo insospechado y los receptadores de las más extravagantes mercancías, los conocía y sabía que siempre existía una lógica para orientar la investigación. Ahora no: ahora estoy perdido en el llano, se dijo, aplastó la colilla en el cenicero y decidió que ya era tiempo para llamar a Manolo y salir a la calle, aquel domingo que parecía inmejorable para conversar en la esquina y coger un poquito de sol y oír los viejos cuentos de sus viejos amigos, una y otra vez.
Se sirvió una segunda taza de café, menos abundante, agradeció a su estómago que aún no lo hubiera castigado con una úlcera, encendió otro cigarro y caminó hacia el cuarto congratulándose por la calidad de sus pulmones. Se sentó en la cama, junto al teléfono, y observó la danza solitaria y circular de
Rufino
, su pez peleador. Miró entonces su cuarto vacío y sintió que él también daba vueltas, tratando de buscar la tangente que lo sacara de aquel infinito círculo angustioso.
—Qué jodidos estamos,
Rufino
—dijo y marcó el número de Manolo y escuchó el timbre—. Oigo —dijo una voz de mujer cuando levantaron el auricular.
—¿Alina? Soy yo, el Conde, ¿cómo está usted? —preguntó temeroso, conocía muy bien las ansias comunicativas de la mujer y antes de que pudiera responder se adelantó—: ¿Ya se levantó su hijo? Póngalo al teléfono, dígale que estoy apurado.