—Y esa antena, ¿de dónde la sacaste?
—El que tiene un amigo… —Levantó los hombros y sonrió. Encendió el radio del automóvil y buscó una emisora con música. Probó dos o tres y por fin se decidió por una canción de Benny Moré. «Oh, vida», cantaba el Benny con su voz pura, en un programa seguramente dedicado a su música.
—Me parece que estás exagerando, Conde —comentó Manolo cuando oían
Hoy como ayer
, a la altura de la Plaza de la Revolución—. Aunque no nos guste, éste es un caso como otro cualquiera y no puedes pasarte el día de un encabronamiento en otro.
—Manolo, decía mi abuelo que el que nace burro muere caballo… Y eso si progresa bastante.
—Teniente, dice el mayor que fuera a verlo en cuanto llegara. Está allá arriba —le dijo el oficial de guardia, y el Conde le devolvió el saludo.
Las mañanas de domingo la placidez de la calle también envolvía a la Central. Todos los casos de rutina, los que se habían alargado demasiado y ya no ofrecían expectativas, los que seguían un proceso normal y sin trasfondos, recesaban ese día y los investigadores desaparecían, dejando en la Central una tranquilidad artificial. También las secretarias, los oficinistas y los especialistas en información, identificación y el laboratorio tomaban su día libre y la Central perdía por veinticuatro horas el ritmo desenfrenado y tormentoso de los otros días de la semana. Sólo las guardias permanentes y los que continuaban una investigación inaplazable trabajaban en el edificio, que parecía más grande, más oscuro, menos humano aquellas mañanas de domingo, en que era posible escuchar, incluso, el susurro de unas fichas de dominó que trataban de aliviar el aburrimiento de los condenados a guardia. Sólo el Viejo trabajaba cada domingo, desde hacía quince años: el mayor Rangel necesitaba que todos los hilos de las tramas que tejían sus subordinados pasaran por sus manos y le seguía la pista a cada investigación con la vehemencia de un poseído, de lunes a domingo. El Conde sabía que el aviso del oficial de guardia era, más que una orden, una necesidad de su jefe, y le pidió a Manolo que buscara los informes y lo esperara en la incubadora en treinta minutos.
La paz que respiraba el edificio lo convenció de que debía esperar el elevador, las luces indicaban que bajaba, cuarto, tercero, segundo y la puerta del aparato se abrió como el telón que siempre imaginaba el Conde, que casi choca con el hombre que salía.
—Maestro, ¿no piensa descansar hoy domingo?
El capitán Jorrín sonrió y lo palmeó en el hombro.
—¿Y tú, Conde? ¿Quieres ganarte un refrigerador? —le preguntó mientras lo tomaba del brazo y lo obligaba a caminar hacia el Departamento de Información. El Conde pensó explicarle que el Viejo lo esperaba, pero se dijo que el mayor podía esperar.
—¿Cómo va su caso, capitán?
—Creo que bien, Conde, creo que bien —y casi hasta sonríe el veterano Jorrín—. Apareció un testigo que a lo mejor puede identificar a uno de los que mató al muchacho. Ya sabemos por lo menos que eran tres y según el testigo son bastante jóvenes. Ahora vamos a hacer el retrato.
—Usted ve, maestro, siempre hay una luz, ¿no?
—Sí, siempre, pero eso no resuelve todo el problema… Te imaginas que al fin agarramos a los asesinos y resulta que tienen menos de dieciocho años y ya son eso, asesinos. Este es el verdadero problema, ya no es sólo un niño muerto a golpes, sino que también hay otros tres que van a parar a la cárcel por unos cuantos años y ya nunca serán las personas que debieron ser. Mataron.
El Conde estudió las arrugas que iban cuarteando la cara del capitán Jorrín, mientras sentía en su brazo la presión desesperada de la mano de aquel hombre que había vivido la mitad de su vida cazando criminales.
—Yo pensé al principio que a nosotros debía pasarnos algo parecido a los médicos —dijo entonces, mirándolo a los ojos—. Que después de un tiempo nos acostumbraríamos a la sangre.
—No, ojalá que no nos pase nunca. A uno tienen que dolerle estas cosas, Conde. Y si un día no te duelen, entonces vete.
—Que tenga suerte, maestro —dijo, frente al Departamento de Información, y se lanzó en busca de la escalera.
La mesa de Maruchi también gozaba del embrujo del domingo: estaba completamente limpia, parecía abandonada y triste, sin la flor que cada día traía la muchacha. Junto a la puerta del despacho oyó la voz del mayor, tocó levemente, y lo escuchó decir:
—Dale, entra.
El Viejo estaba tras el buró, vestido de civil, con un pullover a rayas blancas y grises que resaltaban el volumen de sus pectorales y dejaban ver la fuerza de su cuello. El mayor le indicó con los ojos un asiento y continuó hablando por teléfono. Hablaba con su hija, algo había sucedido, le decía, no te preocupes por eso, Mirna, después de todo… Y, bueno, sí, llama a tu madre y dile que yo la recojo para ir a almorzar contigo, sí, agregó, dale un beso al niño, ¿eh?, sí, sí, claro, y colgó. Todo el tiempo empleó una voz dulce y cálida, sin discusión la más agradable que el Conde le conocía en su amplio repertorio de voces.
—Qué lío, chico —dijo el mayor después de recuperar su tabaco, uno de aquellos Davidoff 5000, recién prendido—. Otro desaparecido: mi yerno. Pero de ése se sabe el paradero. Anda con una virulilla de diecinueve años. Y la zonza de mi hija que sigue enamorada de él. ¿Tú entiendes algo? No, si por eso creo que no me voy a retirar nunca. Uno tiene mil líos aquí, problemas con la gente, llamadas de arriba, casos que se las traen, pero prefiero este manicomio a meterme en la casa y tener que mediar en todos los rollos que hay por allá. Mi otra hija, Mirta, ¿tú sabes lo que quiere? No, qué carajos te vas a imaginar… Conoció en la universidad a un austriaco con unos pelos por aquí abajo, que anda dando vueltas por el mundo con que si se abrió un hueco en la capa de ozono y que si el mar se está pudriendo, y dice que se va a casar con él, que es el hombre más sensible del mundo y que se va con él para donde sea. ¿Tú sabes lo que quiere decir eso? Vaya, si no quiero ni pensarlo, pero te lo juro, Conde, de que no se casa no se casa. Y ahora esta salación con mi yerno.
—Yo creía que los austriacos ya no existían. ¿Tú habías visto alguna vez a un austríaco?
El mayor observó su tabaco.
—No, la verdad, antes de ver a éste creo que a ninguno.
El Conde sonrió, y aunque no sabía bien si debía hacerlo, se atrevió:
—Mira, dile a tus hijas que aquí se oferta un teniente, soltero y sin compromisos, buen mozo, inteligente y responsable, que busca pareja y mejor si es la hija del jefe.
—Bueno —dijo el mayor, que no sonrió—, eso sí es lo único que me faltaba… Oye, ¿hace frío?, ¿no?
—Quién te manda a hacerte el bárbaro y andar en pullover.
—Es que dejé el abrigo en el carro, no creí que fuera para tanto. ¿Y cómo anda lo tuyo?
—Regular.
—¿Qué pasa?
—No sé bien todavía. Tenemos varios indicios, pero hay uno solo que me parece sólido: no sabemos dónde estuvo Rafael Morín toda la tarde del 31. Le dijo a la mujer que iba para la casa de la madre y a la madre que iba para la Empresa, y la secretaria dice que el 30 fue el último día que trabajaron. También investigamos a una tal Zoila que él conocía y que no se sabe dónde está desde el día primero. Y lo otro es que parece que Rafael tenía algo con su secretaria.
—Si dijo una mentira para cubrir el mediodía del 31 es porque estaba en algo, aunque a lo mejor ese algo no tiene que ver con la desaparición.
—Anjá. Pero ahora lo que quiero es hablar con Alberto Fernández-Lorea, el viceministro. Si es posible hoy mismo. La fiesta tampoco se me quita de la cabeza y me hace falta que tú lo llames.
—Hazlo tú, ¿no?
—Prefiero que seas tú. Acuérdate que soy un triste policía, como me dijeron ayer, y él un viceministro.
El mayor se recostó en su silla y empezó a balancearse. Fumó de su puro y exhaló el humo azul y encrespado. Disfrutaba. Mario Conde, mientras tanto, acercó a su lado del buró uno de los teléfonos del mayor y comenzó a marcar un número.
—Agarra, da timbre en casa de Fernández —dijo, y le extendió el auricular. El mayor resopló y aceptó lo inevitable.
—Creo que no hay nadie. —Renunció, y cuando comenzaba a devolver el auricular a la horquilla detuvo el movimiento y dijo—: Sí, oigo, ¿es la casa del compañero Fernández-Lorea? —y recibió una respuesta afirmativa, pues le explicó que necesitaban entrevistarlo—, sí, hoy mismo si no es molestia para usted… Claro… ¿En una hora?… OK, sí, hasta luego y muchas gracias. El teniente Mario Conde. Sí, y colgó.
—¿Complacido?
—Dale mi recado a tus hijas —dijo el Conde, y se levantó mientras se acomodaba la pistola.
—Llámame esta noche a la casa y me dices qué hay de nuevo —le pidió el mayor y sonó decididamente autoritario—. Que tengas suerte —agregó y volvió a mirar la ceniza admirablemente pura de su Davidoff.
El Conde bajó hasta el segundo piso y entró en su cubículo. El sargento Manuel Palacios lo esperaba, sentado en su silla y tras su buró.
—Nada por las desapariciones, Conde. Todos son locos o ancianos, maridos y mujeres fugados, muchachos escondidos de su familia, niños robados por padres divorciados y sólo un caso en octubre de una mujer secuestrada a la fuerza por un enamorado no correspondido. Y hay una sola desaparición abierta: un muchacho de veintitrés años perdido desde abril del año pasado, aunque se sospecha que trató de irse del país con medios bastante rústicos —explicó Manolo y el tedio asomaba en su voz y su mirada—. Hablé también con el jefe de Protección Física de la Empresa y por suerte fue su mujer, que también trabaja allí, la que estuvo de guardia en el turno de doce a ocho de la noche, y Rafael Morín no estuvo por allí, aunque sí tuvo otra visita. René Maciques.
—El amigo Maciques… ¿Y de Zoilita?
—Eso sí es harina de otro costal. Por lo que averiguaron el Greco y Crespo parece que la niña es un bomboncito y sabe que a la gente le gusta el chocolate. Todavía no se sabe dónde coño está metida, pero no es un punto fácil, vaya, que es tremenda guaricandilla y tiene ficha de jinetera, pero sin expediente. Nada, que lo mismo anda con un mexicano que engancha a un búlgaro, que vive una temporada en el Focsa o se pasa quince días en el Internacional de Varadero, pero todos sus novios tienen carro, plata y buena posición. Ya tú sabes. Y cuando está aburrida hace platos de cerámica y otros adornos y por lo visto los hace bien. El día que salió no la vio nadie y tampoco se sabe qué hizo el fin de año. No está registrada en ningún hotel ni su hermano sabe nada de ella.
El Conde escuchó las aventuras y aficiones de Zoilita y pensó que le gustaría mucho hablar con ella. Se puso de pie y caminó hasta la ventana.
—Hace falta encontrarla. No sé, me da el palpito que la ninfa tiene mucho que ver con Rafael Morín.
—¿La circulamos?
—Sí, que la saquen de abajo de la tierra o de abajo de un tipo o de donde coño esté —pidió el Conde, y otra vez volvió a pensar en Tamara. Al carajo Tamara, se dijo y recordó que en algún momento del día debía hablar con Miki Cara de Jeva. Desde la ventana veía el cielo limpio y azul, y por fin le dijo a Manolo—: Dale, da la orden de circularla y nos vemos allá abajo. Un viceministro espera por nosotros.
Vivía en Séptima y 38, en un edificio de tres plantas con fachada de ladrillos rojos y grandes balcones que se asomaban a la avenida. Un camino de lozas empotradas en la tierra, que atravesaban la lana verde de un césped bien podado, conducía al edificio, elegante y moderno a pesar de sus treinta años, y además modesto en comparación con las mansiones que lo rodeaban. El Conde y Manolo subieron en silencio las escaleras y tocaron el timbre del apartamento que ocupaba toda la segunda planta: las primeras notas de la marcha nupcial de Mendelsson, aflautadas y rítmicas, se escucharon más allá de la puerta. Manolo sonrió y movió la cabeza.
—Pasen, por favor, los estaba esperando —dijo el anfitrión cuando abrió la puerta, y el Conde pensó: yo lo conozco. Alberto Fernández-Lorea era un hombre que se acercaba a los cincuenta años, pero sin duda alguna seguía siendo bien parecido. Seguro no fuma y es de los que corre en el Parque Martí, pensó el Conde mientras trataba de recordar dónde lo había visto. El cuerpo atlético del viceministro, el pelo abundante y lacio que se abría en el medio de la cabeza y su estatura de muchacho en pleno desarrollo le hubieran sugerido al Escribidor de Vargas Llosa que estaba en la flor de la edad, y en este caso podía ser cierto.
El viceministro los invitó a sentarse y se disculpó un momento, «por favor, si no es molestia», y se encaminó hacia la mampara de madera sin barnizar que dividía la sala de lo que podía ser la cocina-comedor. La sala de estar era amplia, tal vez desproporcionada para lo que el Conde concebía como el espacio de un apartamento, y recordó que allí había bailado y comido, hablado y reído, Rafael Morín en la que podía haber sido su última comparecencia pública. Resultaba un lugar decididamente agradable y por los cristales del balcón se veían las ramas altas de un flamboyán desnudo, y el Conde calculó que en verano, con sus flores anaranjadas cubriendo cada rama, sería una fiesta para la vista.
Fernández-Lorea regresó y el Conde tuvo la certeza indubitable de que su rostro le era más que familiar, pero, ¿de dónde lo conozco, de dónde?, se martirizó, pues tal vez aquella información suplementaria podía serle útil.
—Bueno, ustedes dirán —se ofreció el viceministro y su voz sonó algunos decibelios por encima de lo que requería aquella reunión. Se había acomodado en un sillón de cordones plásticos y se balanceaba suavemente—. A todos nos tiene muy preocupados el problema del compañero Morín.
El Conde observó los ojos lánguidos del hombre y sintió que no podía hablar: pensaba, en ese instante, cómo debía dirigirse a él. Compañero viceministro le resultaba huero, pedante y bastante adulón; Fernández a secas, sencillamente impersonal; Alberto, ni pensarlo, síntoma de una confianza que no tenía, y deseó terminar cuanto antes con aquella entrevista que empezaba con tantas dudas.
—Compañero viceministro Fernández —dijo al fin, y sólo de oírse sintió deseos de autoflagelarse—, mire, éste es un caso bastante insólito, las desapariciones como tal apenas existen en Cuba, y eso nos obliga a buscar en todas las direcciones posibles. Hemos descartado por ahora la idea de un secuestro y también una salida ilegal del país…
—No, no, imposible imaginar eso. No con Rafael. Yo estoy seguro de que tiene que haberle pasado algo, un accidente —propuso el viceministro y ensayó un gesto de disculpa por la interrupción. Tiene la palabra.