—A estas alturas —continuó el Conde y miró entonces a su compañero— sólo nos quedan dos posibilidades: una que hasta ahora tiene muy poca lógica, y es que Rafael esté escondido por algo, un algo que no sabemos. Y la otra es que lo hayan asesinado, por otro algo que tampoco sabemos, pero la experiencia nos dice que puede ser cualquier razón, incluso la que parezca más banal. En cualquier caso la noche antes de su desaparición él estuvo aquí con su esposa para despedir el año y quizás en la fiesta esté la punta de la madeja que nos lleve a Rafael. Por eso estamos aquí.
El viceministro miró hacia la mampara y movió un pie con cierto nerviosismo. El Conde descubrió entonces el olor indiscreto de un buen café y lo agradeció de antemano.
—Pues bien, compañeros —dijo al fin Fernández-Lorea, tribunicio y sin dejar de mecerse—, la verdad es que no sé cómo poder ayudarlos. Es verdad lo que usted dice, en Cuba no se pierde nadie y sin embargo se pierde cualquier cosa. Casi es simpático, ¿no creen? Bueno, tal vez lo que quieran es mi opinión sobre Morín y eso sí se lo puedo dar. Creo que Rafael era el mejor cuadro joven de la dirección nuestra, que es la encargada de suministrar material a las industrias y negociar la venta de algunos productos nuestros. A Rafael lo conocí hace apenas dos años, cuando me trasladaron de Comercio Exterior para el Ministerio, y voy a serles franco, desde que lo vi trabajar no dudé ni por un momento que un día ocuparía mi cargo, y yo —bajó entonces la voz al tono normal para aquella reunión de tres personas y comenzó la confidencia—, yo se lo iba a agradecer, porque no nací para esto. El cargo que ocupo ahora es más un accidente que un deseo, se lo digo sinceramente, porque prefiero la tranquilidad de una oficina donde se hacen estudios de mercado a la vorágine diaria del ministerio, que cada día es más difícil de asimilar y cada vez lo será más con las cosas que están pasando en el campo socialista, que no se sabe cómo van a terminar. Además, exige una dosis de labor diplomática que nunca me ha gustado mucho.
El viceministro se frotó las manos levemente y el teniente Mario Conde se sintió confundido y casi defraudado, porque Alberto Fernández-Lorea sonaba auténtico, a pesar del empaque físico en que venían envueltas sus palabras. Después de todo debe de haber gentes que no quieran parecerse a Rafael, pensó.
—Yo le tengo mucho miedo al fracaso y el doble al ridículo —siguió el hombre después de pasar la vista por la mampara—, y no sé si mi capacidad es suficiente para la responsabilidad que tengo, y no me gustaría terminar tronado. Sin embargo, la capacidad de trabajo de ese muchacho sí es impresionante y su carrera está en su mejor momento. ¿Qué quiero decir con esto? Que Rafael Morín era punto menos que intachable en su trabajo y tenía además algo que a mí me falta: era ambicioso, y lo digo en el buen sentido de la palabra…
Y al fin salió el café de la cocina. Venía en tres tazas, sobre una bandeja de cristal, cargada además con dos vasos de agua, y detrás caminaba una mujer, buenas tardes, dijo, un poco antes de llegar a la sala. Ella también se dirigía a los cincuenta años, pero con prisa, y los aparentaba con todo su rigor: alrededor de los ojos se le había formado un abanico de arrugas agresivas y el cuello lucía blando, colgante. Era una mujer fatigada y sin un solo reflejo del brillo caliente y deportivo de su marido.
—Laura, mi esposa —la presentó el viceministro, ellos saludaron, y él especificó—: Mario Conde y…
—Sargento Manuel Palacios —lo ayudó Manolo.
La mujer les ofreció el café y sólo el Conde tomó dos sorbos de agua para limpiarse el paladar. Era un café denso y amargo, y el teniente lo agradeció por duplicado.
—Es una mezcla de un café brasileño que me regalaron con el de la bodega. Así dura más y creo que con esa colaboración se consigue que sepa mucho mejor, ¿no? Porque al final la calidad de un café no depende sólo de su pureza, sino también de un gusto creado por los años. Hace unos meses, en Praga, me invitaron a tomar un café turco, me lo anunciaron como el mejor del mundo y por poco no puedo ni terminar la taza, y yo por tomar café me tomo hasta el cocimiento que venden frente a Coppelia —dijo, y ellos asintieron.
El Conde saboreó su café y pensó que a Manolo debía de pasarle lo que a Fernández-Lorea en Praga: prefería el café bien dulce y muy ligero, al estilo oriental que todavía practicaba su madre.
—¿Y me decía que era ambicioso?
—Sí, y le agregaba que en el mejor sentido de la palabra, teniente. Al menos ésa es mi opinión —dijo, y sacó del bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros—. ¿Quieren fumar?
—Gracias —dijo el Conde y aceptó el cigarro. Así que también fuma, pensó—. ¿Y de su vida privada, qué sabe de Rafael Morín fuera del trabajo?
—Poco, teniente, la verdad. Ya estoy bastante atormentado con el trabajo para además fijarme en eso, que por cierto nunca me ha importado, y discúlpeme.
—¿Pero ustedes eran amigos? —terció Manolo, no podía más, pensó el Conde, y lo vio tomar su postura de gato flaco al ataque.
—En cierto modo, sí. Coincidíamos en muchos lugares por problemas de trabajo y nos llevábamos bien como compañeros. Pero es una relación de apenas dos años y creada alrededor del trabajo, como le expliqué al teniente.
—¿Y el día 31? —siguió el sargento—. ¿Notó algo raro en él? ¿Usted sabía que había tenido un problema con Dapena, el comerciante español?
—Supe lo de Dapena y creía que era un asunto enterrado, no sé qué información tendrán ustedes. Y el 31, pues nada, lo vi como siempre, lo mismo hablaba de trabajo que hacía un chiste o bailaba. Es la segunda vez que despedimos el año aquí, nos ponemos de acuerdo un grupo y traemos un puerco de Pinar del Río, y yo lo hago en la barbacoa que tienen en el patio los vecinos de aquí al lado. Imagínense, que mi padre era chef de cocina y algo se me pegó. Creo que soy especialista en asar puercos.
—Entonces, ¿no parecía preocupado por algo?
—Que yo me diera cuenta, no. Incluso no tomó mucho, decía que no andaba bien del estómago.
—¿Y no tenía algún problema en la empresa, algo que quizás lo obligara a desaparecer?
El viceministro miró al Conde, buscando tal vez la intención de aquella pregunta. Sus ojos brillaban con más intensidad, como si hubiera recibido una señal de alerta. Se tomó su tiempo para decir.
—Bueno, problemas puede haber de muchas clases, pero para que alguien como Rafael Morín decida desaparecer, sólo puede ser por un tipo de problema. Que yo sepa, por supuesto, sólo hay un tipo de problema, pero de todas formas el mayor Rangel me solicitó un permiso para investigar en la Empresa y ustedes van a empezar mañana allá, ¿no? —Abrió los brazos y Manolo asintió—. Ojalá que no, porque podría ser terrible, pero esa investigación dirá la última palabra en ese sentido, así que, por favor, no me pidan ahora que meta las manos en el fuego. Hasta este mismo momento, Rafael Morín sigue siendo un excelente compañero y pensaré lo contrario cuando se diga o, mejor, se demuestre lo contrario. Vamos a esperar.
—Una última pregunta, compañero —intervino ahora el Conde para evitar otra ofensiva de Manolo. Presentía que la alarma del viceministro era demasiado tangible para que todo fuera una simple especulación. Quizás Fernández-Lorea había presentido algo, tal vez hasta sabía algo—. Es que no queremos robarle más tiempo, menos hoy, domingo. ¿Con qué fondos contaba Rafael Morín para hacer sus compras en el extranjero? Quiero decir, para hacer regalos con las cosas que traía de fuera, además de las que llevaba para su casa.
Fernández-Lorea expresó el asombro clásico: arqueó levemente las cejas, y luego movió el pie, como si esperara otro servicio de café. Sin embargo, habló con su tono mayor para reunión con más de tres factores.
—Fondos, teniente, del modo en que usted lo dice, pues ninguno. El viajaba con su dieta de director de empresa y con gastos de representación, según el tipo de negocios que fuera a cerrar o la exploración de mercado que quisiera hacer. La Empresa nuestra tenía en ese sentido cierta autonomía, pues muchas veces se trataba de comprar un producto muy específico, en ocasiones de fabricación norteamericana, por ejemplo, y no se podía recurrir a las vías tradicionales, sino a través de terceros, como a veces hicimos en Panamá, por decir un caso. Y usted sabe, en casi todo el mundo se hacen los negocios mientras se come, y hay que hacer obsequios, o no todos los días hay un carro disponible en la embajada o en alguna oficina comercial que se pueda poner a disposición de nosotros… Él manejaba ese dinero, que a veces era bastante, y aunque somos muy cuidadosos en eso, porque hay arqueos periódicos, chequeos de los estados de cuenta, liquidaciones contra gastos y dos auditorías al año, muchas veces la contabilidad no es todo lo precisa que quisiéramos, por muchas razones, y ahí debe aparecer entonces el factor confiabilidad. Y él era confiable, según todos mis informes. Por otra parte, teniente, muchos de los empresarios con que trabajamos suelen hacer regalos cuando se cierra un buen contrato. A mí mismo me regalaban un BMW en Bilbao hace apenas dos meses, y tenía el Lada mío aquí en chapistería… Bueno, y como los compañeros que trabajan a esos niveles siempre son de confianza, pues si no es algo así significativo, si es algo muy personal, pues entonces el compañero se queda con él.
—¿Y han existido problemas con algunos compañeros por este tipo de regalías?
—Sí, lamentablemente, sí.
El Conde sintió que Fernández-Lorea hablaba de un tema que palabra a palabra se le hacía desagradable y fue a darle las gracias cuando escuchó a Manolo.
—Disculpe, compañero Fernández, pero creo que su información nos puede ayudar mucho. Por ejemplo, esas dietas y gastos de representación y demás, ¿quién se las asignaba a Rafael Morín?
Preguntó Manolo y el Conde sintió que podía reírse o llorar, las dos cosas al mismo tiempo, pero que al salir de allí debía buscarse un mulo que lo pateara: Manolo había tocado la tecla que faltaba.
—Por lo general se las asignaba él mismo. En la Empresa él era su jefe —admitió Fernández-Lorea y se puso de pie.
—¿Y qué sucedió con el anterior director de la Empresa? —siguió Manolo—. Al que sustituyó Rafael Morín.
—Fue demovido por un problema más o menos así, de dietas y despilfarros internos, pero no, no puedo creer que sea el mismo caso de Rafael. Por lo menos yo no quisiera creerlo, porque no me lo iba a perdonar jamás. ¿Ustedes creen que éste sea el motivo de la desaparición?
—¡Lo cogimos, coño, yo creo que lo cogimos! —casi gritó Manolo y convirtió su júbilo en velocidad. Avanzaban en el auto por Quinta Avenida y el Conde apoyó las manos sobre la guantera del carro.
—Afloja, Manolo, viejo —le pidió al sargento y esperó a que el marcamillas bajara hasta setenta kilómetros—. Creo que ahora sí vamos a saber por qué no aparece Rafael Morín.
—Oye, y viste a Fernández, tiene la misma cara de Al Pacino.
El Conde sonrió y miró hacia el límpido paseo central de la avenida.
—Me cago en diez. Desde que llegué pensé que lo conocía de algún lado y es eso, es igualito a Al Pacino. ¿Tú viste la película en que él es corredor de carros?
—Ahora no me acuerdo de ninguna película, Conde. Dime para dónde vamos.
—Por lo pronto vamos a almorzar y luego vamos a localizar al económico de la Empresa. Hay que ver si la China Patricia puede ir con nosotros, para que sea ella la que hable con él. Lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo.
El almuerzo era la compensación y la gran ventaja de trabajar los domingos. Como se cocinaba para unas veinte personas, el almuerzo dominical de la Central deparaba sorpresas inesperadas que a veces rozaban el refinamiento de un buen restaurante. Aquel domingo habían preparado un arroz con pollo tratado con consistencia de paella, caldoso y pesado, de un amarillo leve y perfumado. Además, los plátanos maduros fritos y la ensalada de lechuga y rábanos completaban una oferta que cerraba el arroz con leche bien rociado con canela para el postre. Incluso el yogur era de sabor y había para escoger: fresa o piña.
El Conde, que había repetido del arroz con pollo, fumaba su segundo cigarro de sobremesa y miraba hacia la calle por la ventana del cubículo, pero no veía nada. Rafael Morín le hablaba desde la tribuna del Pre y él lo escuchaba, solo en el patio de la escuela, cuando entró Manolo repartiendo maldiciones.
—No te embulles, Conde, no hay económico por ahora. Salió ayer por el mediodía para la Unión Soviética con un viaje de estímulo.
—Eso es cosa de Rafael Morín, me la juego. Pero no importa, podemos esperar hasta mañana. De todas formas no esperaba que el económico de la Empresa nos dijera mucho. Vamos, salimos otra vez.
—¿Otra vez? Pero si el económico…
Intentó protestar cuando el Conde ya salía del cubículo y buscaba el parqueo sin pronunciar palabra.
—Sube por G a buscar Boyeros —ordenó el Conde cuando ocupó su asiento en el auto.
—¿Y me vas a decir adónde vamos? —pidió Manolo, incapaz de entender la actitud del teniente, aunque recordó en ese instante la primera referencia que tuvo de él: «Está medio loco, pero…».
—Vamos a ver a García, el del Sindicato, pero no te preocupes, hoy vamos a terminar temprano. Sobre todo quiero que oigas lo que pienso que García nos va a decir del gran Morín… De ahí te vas para tu casa.
Doblaron por Rancho Boyeros y se detuvieron en el semáforo de la terminal de ómnibus.
—¿Y Zoilita, qué hacemos si aparece?
—Sales a buscarme como bola por tronera, a mil. Yo voy a ver a Tamara, me hace falta hablar con ella, y después paso un momento por casa de un amigo del Pre que quiere verme, eso es a dos cuadras del Flaco, así que luego me quedo en su casa. Me localizas en cualquiera de esos lugares. Lo que hace falta es que hables de todas formas con la China y le digas que mañana temprano salimos para la Empresa.
—¿Sigo recto?, ¿no?
—No, dobla en la plaza de la Revolución. García vive en Cruz del Padre, ahí al lado del estadio —dijo el Conde, y recordó que la noche anterior los Industriales habían perdido el primer juego de la serie con Vegueros, y si esa tarde volvían a perder, su conversación de esa noche con el Flaco no sería una experiencia muy constructiva, al menos desde el punto de vista lexical. El murmullo sostenido que brotaba del terreno deportivo era una promesa de emociones que el Conde hubiera querido disfrutar. Pero también hay que trabajar los domingos.