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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (10 page)

BOOK: Paz interminable
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La maquinaria propagandística resaltaría el aspecto suicida del tema: pedros lunáticos que no conceden ningún valor a la vida humana. Como si acabaran de volverse locos y barrido a doce hombres y mujeres jóvenes. La realidad era aterradora, y no sólo por su éxito a la hora de infiltrarse y atacar, sino también por la osadía y la desesperada entrega que el ataque implicaba.

No habíamos contratado a aquellos dos tipos en la calle. Todo el mundo que trabajaba en el complejo tenía que pasar una exhaustiva investigación de su pasado, y pruebas psicológicas que demostraran que eran seguros. ¿Cuántas otras bombas de tiempo caminaban por Portobello?

Candi y yo tuvimos suerte, en cierto modo, porque nuestros segundos murieron instantáneamente. Wu ni siquiera tuvo tiempo de darse la vuelta. Oyó la puerta abrirse y luego una andanada le voló la cabeza. La segunda de Candi, María, murió de la misma forma. La segunda de Rose tuvo tiempo de levantarse y darse la vuelta, y le dispararon en el pecho y el abdomen. Vivió lo suficiente para ahogarse en sangre. El de Claude fue alcanzado en la ingle como recompensa por enfrentarse al enemigo; vivió durante dos segundos interminables acuchillado por el dolor antes de que una segunda andanada le volara la parte baja de la columna y los ríñones.

Era una conexión ligera, pero profundamente perturbadora, sobre todo para aquellos de nosotros cuyos segundos murieron con dolor. Fuimos transportados automáticamente antes de que abrieran nuestras cajas y nos llevaran a Trauma. Vi un atisbo de la carnicería que nos rodeaba. Las grandes máquinas blancas que intentaban devolver la vida a aquellos cuyos cerebros estaban intactos. Al día siguiente descubrimos que ninguna había tenido éxito. Sus cuerpos estaban demasiado destrozados.

Así que no hubo siguiente turno. Nuestros soldados permanecieron en la misma postura en sus posiciones de guardia mientras la infantería zapato, de pronto encargada de montar guardia, los rodeaba. La suposición lógica fue que el ataque a nuestros segundos iría seguido de inmediato por un ataque terrestre a la base misma, antes de que pudiera llegar otro pelotón de soldaditos. Tal vez habría sucedido si uno o dos de los cohetes hubieran dado en el blanco. Pero por esta vez todo permaneció tranquilo, y el pelotón Zorro, de la Zona, ocupó su puesto en menos de una hora.

Nos dejaron salir de Trauma al cabo de un par de horas, y al principio dijeron que no podíamos comentarle a nadie lo que había pasado. Pero por supuesto los Ngumi no se iban a estar callados.

Las cámaras automáticas habían grabado la carnicería y una copia de la escena cayó en manos Ngumi. Era una poderosa propaganda en un mundo que no podía ser sorprendido por la muerte o la violencia. Para la cámara, los diez camaradas de Julián no eran hombres y mujeres jóvenes, desnudos bajo una implacable lluvia de plomo. Eran símbolos de debilidad, la prueba triunfal de la vulnerabilidad de la Alianza ante la dedicación Ngumi.

La Alianza dijo que se trataba de un loco ataque kamikaze por parte de dos asesinos fanáticos. Era una situación que no podría reproducirse jamás. No hicieron público el hecho de que todo el personal nativo de Portobello fue despedido la semana siguiente, y sustituido por reclutas americanos.

Esto resultó duro para la economía de Portobello, ya que la base era su principal fuente de ingresos. Panamá era una «nación favorecida», pero no un miembro pleno de la Alianza, lo que en la práctica significaba que tenía un uso limitado de las nanofraguas americanas, y que no había ninguna máquina dentro de sus fronteras.

Había unas dos docenas de países pequeños en situación parecida de inestabilidad. Dos nanofraguas en Houston estaban reservadas para Panamá. El Consejo de Importación/Exportación de Panamá decidía para qué se utilizaban. Houston suministraba un «libro de los deseos», una lista de cuánto tiempo tardaba en hacer algo y de qué materias primas tenían que ser suministradas a través de la Zona del Canal. Houston podía suministrar aire, agua y tierra. Si algo requería unos gramos de platino o una mota de disprosio, Panamá tendría que sacarlos de alguna parte, como fuera.

La máquina tenía sus límites. Si le dabas un cubo de carbón podía entregarte una copia perfecta del diamante Esperanza que sirviera de pisapapeles elegante. Naturalmente, si querías una corona de oro, tendrías que suministrarle el oro. Si querías una bomba atómica, tenías que darle un par de kilogramos de plutonio. Pero las bombas de fisión no aparecían en el libro de los deseos; ni los soldaditos, ni ningún otro producto de la tecnología militar avanzada. Los aviones y tanques sí que aparecían, y se contaban entre los artículos de más éxito.

Así funcionaban las cosas: el día después de que la base de Portobello se quedara sin trabajadores nativos, el Consejo de Importación/Exportación de Panamá presentó a la Alianza un análisis detallado del impacto de la pérdida de ingresos (estaba claro que alguien había previsto la situación). Tras un par de días de discusión, la Alianza accedió a aumentar su suministro de nanofragua de cuarenta y ocho horas por día a cincuenta y cuatro, además de conceder un crédito por valor de quinientos millones de dólares en materias primas. Así que si el primer ministro quería un Rolls Royce con un sólido chasis de oro, lo tendría. Pero no sería a prueba de balas.

A la Alianza no le importaba oficialmente cómo presentaban las naciones clientes sus peticiones a la esplendidez de la máquina. En Panamá había al menos una pretensión de democracia, y el Consejo de Importación/Exportación estaba formado por miembros electos, los
compradores
, uno de cada provincia y territorio. Así que había, de vez en cuando, importaciones que beneficiaban sólo a los pobres y a las que se daba mucha publicidad.

Como Estados Unidos, técnicamente, Panamá tenía una economía semisocialista electromonetaría. El gobierno se encargaba supuestamente de las necesidades básicas, y los ciudadanos trabajaban para conseguir dinero para sus comodidades, que se pagaban o bien por medio de una transferencia de crédito electrónica o al contado.

Pero en Estados Unidos las comodidades eran sólo eso: entretenimientos o refinamientos. En la Zona del Canal había cosas como medicinas y carne que se compraban con más frecuencia al contado que con plástico.

Había mucho resentimiento, hacia el propio gobierno y hacia el Tío Rico del norte, que creaba una irónica situación común a la mayoría de los estados clientes: incidentes como la masacre de Portobello aseguraban que Panamá no tendría nanofraguas propias durante mucho tiempo, pero la inquietud que condujo a la masacre estaba directamente relacionada con su carencia del recurso de la caja mágica.

No tuvimos ni un momento de paz durante la primera semana tras la masacre. La gran maquinaria publicitaria que alimentaba la manía de los chicos bélicos, y que normalmente se centraba en los pelotones más interesantes, volcó sus energías en nosotros; los demás medios tampoco nos dejaron tranquilos. Para una cultura que vivía de las noticias, fue la historia del año: bases como la de Portobello eran atacadas constantemente, pero ésta era la primera vez que se violaba el santuario interno de los mecánicos. El hecho de que los mecánicos asesinados no estuvieran a cargo de las máquinas fue un detalle remarcado repetidamente por el gobierno e ignorado por la prensa.

Incluso entrevistaron a algunos de mis estudiantes de la UT para ver cómo lo estaba yo «aceptando»; por supuesto, ellos saltaron rápidos a defenderme diciendo que en clase todo iba como de costumbre. Lo que por supuesto demostraba lo insensible que era, o lo fuerte y resistente, o lo traumatizado que estaba, dependiendo del reportero.

De hecho, puede que fuera todo eso, o tal vez sólo que una clase práctica de física de partículas no es lugar para discutir los sentimientos personales.

Cuando trataron de meter una cámara en mi clase, llamé a un zapato y los hice expulsar. Era la primera vez en mi carrera académica que ser sargento tenía más peso que ser instructor, aunque fuese interino.

También me serví de mi graduación para ordenar a dos zapatos que mantuvieran a los periodistas a distancia cuando salía. Pero durante casi una semana tuvieron al menos a una cámara observándome, lo que me mantuvo apartado de Amelia. Por supuesto, ella podía entrar en mi edificio de apartamentos como si fuera a visitar a otra persona, pero las posibilidades de que alguien hiciera una conexión, o la viera entrar en mi propio apartamento, eran demasiadas para correr el nesgo. Todavía había algunas personas en Texas que no se habrían sentido felices de que una mujer blanca tuviera a un negro, quince años más joven, como amante. Puede que incluso hubiera gente en la universidad a la que no le hiciera gracia.

Los noticiarios parecieron perder interés hacia el viernes, pero Amelia y yo fuimos al club por separado, y dejé a mis zapatos montando guardia fuera.

Nos escapamos al cuarto de baño, y conseguimos darnos un rápido abrazo sin que nos observara nadie. Por lo demás, dirigí la mayor parte de mi aparente atención hacia Marty y Franklin.

Marty confirmó lo que yo sospechaba.

—La autopsia mostró que el conector de tu segúndo fue desconectado por la misma andanada que lo mató. Así que no hay ningún motivo para que sintiera nada distinto a lo que tú notaste; fue como si lo desenchufaran.

—Al principio, ni siquiera me di cuenta de que él no estaba —dije, no por primera vez—. Lo que recibía del resto de mi pelotón era tan fuerte, tan caótico. Aquellos cuyos segundos estaban heridos pero seguían con vida…

—Pero no tuvo que ser tan malo para ellos como estar completamente conectados con alguien que muriera —dijo Franklin—. La mayoría de vosotros ya habéis pasado por eso.

—No sé. Cuando alguien muere en la jaula, es de un ataque al corazón o un colapso. No lo destroza una ráfaga. Una conexión ligera sólo puede transmitir, digamos, un diez por ciento de esa sensación, pero es un montón de dolor. Cuando Carolyn murió… —Tuve que aclararme la garganta—. Con Carolyn fue sólo un repentino dolor de cabeza, y ella desapareció. Como ser desconectado.

—Lo siento —dijo Franklin, y llenó nuestros dos vasos. El vino era un engañoso Lafite Rosthschild del veintiocho, el vino del siglo, hasta el momento.

—Gracias. Han pasado años. —Tomé un sorbo de vino: bueno, pero presumiblemente más allá de mis poderes de discriminación—. La parte mala, una parte mala, fue que no se me ocurrió que ella hubiese muerto. Ni a nadie más del pelotón. Estábamos de pie en una colina, esperando una recogida. Lo tomé por un fallo de comunicación.

—Lo sabían a nivel de compañía —dijo Marty.

—Claro que sí. Y naturalmente no nos lo dijeron, para no arriesgarse a estropear la recogida. Pero cuando salimos, su jaula estaba vacía. Encontré a una médico que me dijo que habían hecho un análisis cerebral y no había suficiente que salvar; ya se la habían llevado a hacerle la autopsia. Marty, ya te lo he contado más de una vez. Lo siento.

Marty sacudió la cabeza, compasivo.

—No te preocupes.

—Tendrían que haberos sacado a todos, cuando estabais en vuestro sitio —dijo Ray—. Pueden recuperar a los soldaditos en frío tan fácilmente como en caliente. Entonces al menos lo habríais sabido, antes de que se la llevaran.

—No sé.

Mi recuerdo de todo el asunto es borroso. Ellos sabían que éramos amantes, desde luego, y me tranquilizaron antes de sacarme. Gran parte del tratamiento médico consistió en terapia de drogas con conversación; al cabo de cierto tiempo dejé de tomar las drogas y sustituí a Carolyn por Amelia. En algunos aspectos. Sentí un ramalazo de frustración y anhelo, en parte por Amelia después de aquella estúpida semana de alejamiento, en parte por el pasado irrecuperable. Nunca habría otra Carolyn, y no sólo porque estuviera muerta. Esa parte de mí también había muerto.

La conversación pasó a un tema menos resbaladizo: una película que todos menos Ray encontrábamos odiosa. Fingí seguirla. Mientras tanto, mi mente volvía una y otra vez al tema del suicidio.

Nunca sale a la superficie cuando estoy conectado. Tal vez el Ejército lo sabe todo al respecto, y tiene un modo de reprimirlo; sé que yo mismo lo reprimo. Incluso Candi percibe sólo un atisbo.

Pero no podré soportar todo esto durante otros cinco años… tantas muertes y asesinatos. Y la guerra no va a terminar.

Cuando me siento así no experimento tristeza. No es pérdida, sino escape… no es si, sino cuándo y cómo.

Supongo que el cuándo es después de perder a Amelia. El único cómo que me atrae es hacerlo cuando esté conectado. Tal vez me lleve a un par de generales conmigo. Puedo ahorrarme la planificación por el momento. Pero sé dónde viven los generales en Portobello, Edificio 31, y con todos mis años de conexión no me costará nada pasar una orden de comunicación a los soldaditos que protegen el edificio. Tengo formas de distraerlos durante una fracción de segundo. Trataré de no matar a ningún zapato mientras me abro paso.

—Yu-hu. ¿Julián? ¿Hay alguien en casa?

Era Reza, desde la otra mesa.

—Lo siento. Estaba pensando.

—Bueno, ven aquí y piensa. Tenemos una pregunta de física que Blaze no sabe contestarnos.

Recogí mi bebida y me acerqué.

—No es de partículas, entonces.

—No, es más sencido que eso. ¿Por qué el agua que se vacía de una bañera va en una dirección en el hemisferio norte y en otra en el sur?

Miré a Amelia y asintió seria. Ella conocía la respuesta, y probablemente también Reza. Me estaban rescatando de la conversación sobre la guerra.

—Eso es fácil. Las moléculas del agua están magnetizadas. Siempre apuntan al norte o al sur.

—Tonterías —dijo Belda—. Incluso yo lo sabría si el agua estuviera magnetizada.

—La verdad es que es un viejo cuento de comadres. Disculpa la expresión.

—Yo soy una vieja viuda —dijo Belda.

—El agua va hacia un lado o hacia el otro dependiendo del tamaño y la forma de la bañera, y de las peculiaridades de la superficie cercana al desagüe. La gente va por la vida creyendo en eso de los hemisferios sin advertir que algunos de los lavabos de su propia casa van al revés.

—Me voy a casa a comprobarlo —dijo Belda. Apuró su vaso y se levantó lentamente de la silla—. Sed buenos, chicos.

Fue a despedirse de los demás. Reza sonrió a su espalda.

—Ha creído que estabas muy solo allí.

—Triste —añadió Amelia—. Yo también. Una experiencia tan horrible, y aquí estamos dándole vueltas.

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