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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (5 page)

BOOK: Paz interminable
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Lo que solía costar dinero ahora costaba tiempo. Los investigadores de la Tierra esperaban mientras diez, cien, mil elementos eran lanzados a la órbita. Después de seis años había cinco mil, suficientes para empezar a calentar la enorme máquina.

El tiempo estaba relacionado de otro modo, en una medida teórica. Tenía que ver con el principio del universo, el principio del tiempo. Un instante después de la Diáspora (antes llamada Big Bang), el universo era una pequeña nube de partículas altamente energéticas que se arremolinaba a una velocidad cercana a la de la luz. Un instante después, fueron un remolino distinto, y lo mismo al cabo de un segundo, diez segundos, y así sucesivamente. Cuanta más energía lanzabas a un acelerador de partículas, más cerca estarías de duplicar las condiciones que se obtuvieron poco después de la Diáspora, el principio del tiempo.

Durante más de un siglo había habido un diálogo de toma y daca entre los científicos de partículas y los cosmólogos. Los cosmólogos escribían sus ecuaciones, tratando de calcular qué partículas daban vueltas en qué momento del desarrollo del universo, y sus resultados sugerían experimentos. Así que los físicos encendieron sus aceleradores y o bien verificaban las ecuaciones de los cosmólogos o los enviaban de vuelta a las pizarras.

También se da el proceso contrario. Una cosa en la que la mayoría de nosotros está de acuerdo es en que el universo existe (la gente que niega eso normalmente se decanta por un campo distinto al de la ciencia). Así que, si alguna interacción teórica de partículas pudiera llevar al final a la no-existencia del universo, entonces es que puedes ahorrarte un montón de electricidad si no tratas de demostrarlo.

Así fue la cosa, de un lado a otro, hasta el proyecto Júpiter. El Anillo Johnson había podido llevarnos a las condiciones que se obtuvieron cuando el universo tenía una edad de una décima de segundo. Para entonces, tenía unas cuatro veces el tamaño que ahora tiene la Tierra, al haberse expandido desde un punto sin dimensión a ritmo acelerado.

El proyecto Júpiter, si funcionaba, nos llevaría a un tiempo en que el universo era más pequeño que un guisante, y estaba lleno de exóticas partículas que ya no existen. Pero sería la máquina más grande jamás construida, con varios órdenes de magnitud, y estaba siendo construida por robots automáticos sin ninguna supervisión directa. Cuando el grupo Júpiter enviaba una orden a Io, llegaba entre quince y veinticuatro minutos más tarde, y por supuesto la respuesta tardaba otro tanto. En cuarenta y ocho minutos pueden pasar muchas cosas; dos veces el proyecto había tenido que ser detenido y reprogramado… pero en realidad no se podía «detener», no todo a la vez, porque las submáquinas que construían las partes que irían a la órbita seguirían trabajando durante cuarenta y ocho minutos más no importaba cuánto tiempo tardaras en reprogramarlas.

En la mesa del director del proyecto Júpiter había un fotograma de una película de un siglo de antigüedad: Mickey Mouse, en el papel de aprendiz de brujo, contemplaba anonadado la interminable fila de escobas sin cerebro que salían por la puerta.

Dormí un par de horas y desperté de repente, cubierto de sudor y con sensación de pánico. No recordaba qué había soñado, pero me había quedado con una extraña sensación de vértigo, de caída. Ya me había sucedido un par de veces, el primer o segundo día fuera de servicio.

Algunos acababan sin poder dormir a menos que estuvieran conectados. Dormir de esa forma te proporciona una negrura total, una total falta de sensación o pensamiento. Ensayos para la muerte. Pero relajante.

Me quedé allí tendido, contemplando la luz acuosa durante otra media hora y decidí dejar de intentarlo. Entré en la cocina y tomé un poco más de café. Tendría que haberme puesto a trabajar, pero no tendría ningún periódico hasta el martes, y la investigación podía esperar hasta la reunión de la mañana siguiente.

Me puse al día con el mundo. Me había mantenido aparte adrede en Cambridge. Conecté la mesa de Amelia y descodifiqué un hilo de mi módulo de noticias.

Me complace y pone primero el material ligero. Leí veinte páginas de cómics y las tres columnas que sabía que eran inmunes a la política. En una de ellas hacía una sátira sobre Centroamérica, de todas formas.

Centroamérica y América del Sur ocupaban la mayor parte de la sección de noticias del mundo, cosa que no era de extrañar. El frente africano estaba tranquilo, todavía conmocionado un año después de nuestro bombardeo nuclear de Mandellaville. Quizá se reagrupaban, y calculaban cuál de nuestras cuidades sería la próxima.

Nuestra pequeña salida ni siquiera aparecía mencionada. Dos pelotones de soldaditos tomaron las ciudades de Piedra Sola e Igatimí, en Uruguay y Paraguay; supuestamente eran plazas fuertes rebeldes. Lo hicimos con el conocimiento y permiso de sus gobiernos, por supuesto… y no hubo ninguna baja civil, por supuesto también. Una vez muertos, son rebeldes. «La muerte a todos iguala», dicen. Eso, además de ser un sarcasmo sobre nuestro recuento de cuerpos, es literalmente cierto. Hemos matado a un cuarto de millón de personas en las Américas y Dios sabe cuántas en África. Si yo viviera en otro lugar sería un «rebelde».

Había un informe sobre las conversaciones de Ginebra, como de costumbre. Los enemigos están tan divididos que nunca se pondrán de acuerdo, y estoy seguro de que algunos de los líderes rebeldes son topos, marionetas con órdenes para mantenerlo todo bien confundido.

Llegaron a un acuerdo sobre las armas nucleares: ningún bando las emplearía excepto como desquite, a partir de ahora; aunque los Ngumi siguen sin aceptar la responsabilidad de lo de Atlanta. Lo que realmente necesitamos es un acuerdo sobre acuerdos: «Si prometemos algo, no romperemos la promesa durante al menos treinta días.» Ningún bando se ponía de acuerdo en eso. Apagué la máquina y le eché un vistazo al frigorífico de Amelia. No había cerveza. Bueno, eso era responsabilidad mía. Un poco de aire fresco no me vendría mal, en cualquier caso; así que salí y pedaleé hacia la puerta del campus.

El sargento encargado de seguridad miró mis documentos de identidad y me hizo esperar mientras telefoneaba pidiendo verificación. Los dos soldados que le acompañaban se apoyaron en sus armas y sonrieron burlones. Algunos chusqueros tienen algo contra los mecánicos, ya que no peleamos «de verdad». Olvidan que tenemos que estar disponibles y que nuestra tasa de defunciones es más elevada. Olvidan que nosotros impedimos que ellos tengan que hacer el trabajo verdaderamente peligroso.

Naturalmente, eso es exactamente lo que les molesta a algunos: también impedimos que se conviertan en héroes. «Es necesario todo tipo de gente para hacer un mundo mejor», dice siempre mi madre. Menos gente para formar un ejército. El sargento finalmente admitió que yo era quien era.

—¿Lleva armas? —preguntó, mientras rellenaba el pase.

—No —dije—. No durante el día.

—Será su funeral.

Dobló el pase exactamente en dos y me lo tendió. De hecho, sí que llevaba armas, una navaja y un pequeño láser de hebilla Beretta. Podría ser su propio funeral algún día si no era capaz de distinguir si un hombre iba o no armado. Saludé a los soldados con un dedo derecho entre los ojos, el gesto tradicional de los reclutados, y entré en el zoo.

Había una docena de putas alrededor de la puerta, una de ellas una jill con la cabeza afeitada. Era lo bastante mayor para ser una ex mecánica. Nunca se sabe.

Naturalmente, se fijó en mí.

—¡Hey, Jack! —Salió al camino y yo detuve la bici—. Tengo algo que puedes montar.

—Tal vez luego —contesté—. Tienes buena pinta.

En realidad, era todo lo contrario. Su cara y su postura denotaban mucha ansiedad; el rosa delator de sus ojos la definía como consumidora de cerezabomba.

—A mitad de precio para ti, encanto.

Sacudí la cabeza. Ella se agarró a los manillares.

—A un cuarto del precio. ¡Hace tanto tiempo que no lo hago conectada!

—Yo no podría hacerlo conectado. —Algo me impulsó a ser sincero, o algo así—. No con una desconocida.

—¿Y cuánto tiempo sería yo una desconocida? —No pudo ocultar una nota de súplica.

—Lo siento. —Pase al césped. Si no me largaba rápido, acabaría por ofrecerse a pagarme.

Las otras busconas habían contemplado la conversación con diversas actitudes: curiosidad, pena, desprecio. Como si ellas mismas no fueran todas adictas de un tipo u otro. Nadie tenía que follar para vivir en el Estado del Bienestar Universal. Nadie tenía que hacer nada más que mantenerse apartado de los problemas. Funciona muy bien.

Legalizaron la prostitución en Florida durante unos cuantos años, cuando yo era un chaval. Pero acabó como los grandes casinos antes de que fuera lo bastante mayor para interesarme.

La prostitución es un delito en Texas, pero me parece que tienes que convertirte en una verdadera molestia antes de que te encierren. Los dos polis que presenciaron la proposición de la jill no le pusieron las esposas. Tal vez lo hiciesen luego… si tenían dinero.

Las jills normalmente tienen trabajo de sobra. Saben lo que se siente siendo un hombre.

Pedaleé hasta dejar atrás las tiendas de la zona universitaria, con sus precios académicos, y llegué a la ciudad. Houston Sur no es exactamente plácido, pero yo iba armado. Además, supuse que los tipos malos trabajarían hasta tarde, y que estarían todavía en la cama. Uno no.

Apoyé la bici contra la barra situada ante la licorería y estaba luchando con el candado, que se suponía que debía aceptar mi tarjeta.

—Eh, chico —dijo una profunda voz de bajo a mi espalda—. ¿Tienes diez dólares para mí? ¿Quizá veinte?

Me di la vuelta muy despacio. Era una cabeza más alto que yo, tal vez de unos cuarenta años, esbelto, musculoso. Botas brillantes hasta las rodillas y la coleta trenzada de un terminador: Dios la utilizaría para enviarlo al cielo. Pronto, esperaba.

—Creía que vosotros no necesitabais dinero.

—Yo sí. Lo necesito ahora.

—¿Cuál es tu vicio? —Apoyé la mano derecha en mi cadera. No era natural ni cómodo, pero estaba cerca de la navaja—. Tal vez tenga algo.

—No tienes lo que necesito. Tengo que comprarlo. —Se sacó de la bota un largo cuchillo con una hoja fina y curva.

—Guárdalo. Tengo los diez. —La tonta daga no era rival para una navaja, pero no quería realizar una disección en medio de la acera.

—Oh, tienes los diez. Tal vez tengas cincuenta.

Dio un paso hacia mí.

Saqué la navaja y la encendí. Zumbó y vibró.

—Acabas de perder diez. ¿Cuánto más quieres perder?

El contempló la hoja vibrante. La bruma titilante del tercio superior estaba tan caliente como la superficie del sol.

—Eres del Ejército. Un mecánico.

—O bien soy un mecánico o maté a uno y le quité su cuchillo. Sea como fuere, ¿quieres joder conmigo?

—Los mecánicos no son tan duros. Estuve en el Ejército.

—Entonces ya lo sabes todo. —Dio medio paso hacia la derecha; consideré una finta. No me moví—. ¿No quieres esperar tu Arrebato? ¿Quieres morir ahora mismo?

Me miró durante un segundo interminable. No había nada en sus ojos.

—Oh, que te den por el culo de todas formas. —Devolvió el cuchillo a su bota, se giró y se marchó sin mirar atrás.

Desconecté la navaja y la soplé. Cuando estuvo lo bastante fría, la guardé y entré en la tienda de licores.

El dependiente tenía un spray aéreo de cromo Remington.

—Puñetero terminata. Yo me lo habría cargado.

—Gracias —dije; también habría acabado conmigo, con un spray aéreo—. ¿Tiene seis Dixies?

—Claro. —Abrió la caja que tenía detrás—. ¿Tarjeta de racionamiento?

—Ejército —dije. No me molesté en enseñarle la identificación.

—Lo suponía. —Rebuscó—. ¿Sabe que tienen una ley que me obliga a dejar que los jodidos terminatas entren en la tienda? Nunca compran nada.

—¿Por qué iban a hacerlo? El mundo terminará envuelto en humo mañana, tal vez pasado.

—Cierto. Y mientras tanto te despluman a placer. Sólo tengo latas.

—Lo que sea.

Empezaba a temblar un poco.

Entre el terminador y aquel dependiente de gatillo fácil probablemente estaba más cerca de la muerte que en Portobello.

Colocó el paquete de seis delante de mí.

—¿No quiere vender ese cuchillo?

—No, lo necesito a menudo. Abro el correo de los fans con él.

Cometí un error al decir eso.

—Yo no lo he reconocido. Sigo más que nada al Cuatro y al Dieciséis.

—Yo estoy en el Noveno. No es tan excitante.

—Disuasión —dijo él, asintiendo. El Cuatro y el Dieciséis son pelotones de cazadores-matadores, así que tienen un montón de seguidores. Llamamos a sus fans «chicos bélicos».

Estaba un tanto entusiasmado, aunque yo sólo era de Disuasión. Y psychops.

—No vería al Cuatro el miércoles pasado, ¿no?

—Eh, ni siquiera sigo a mi propio pelotón. Estaba en la jaula entonces.

Él se detuvo un instante con mi tarjeta en la mano, desconcertado por la idea de que una persona pudiera vivir nueve días seguidos dentro de un soldadito y luego no saltara directamente al cubo y siguiera la guerra.

Algunos lo hacen, claro. Me encontré a Scoville cuando estaba fuera de la jaula una vez, aquí en Houston, para una «asamblea» de chicos bélicos. Se celebra una todas las semanas en algún lugar de Texas: tienen suficiente bebida y comida y drogas para mantenerse colocados durante todo un fin de semana, y pagan a un par de mecánicos para que vayan y les digan cómo es de verdad de verdad. Estar encerrado dentro de una jaula y verte asesinar a la gente por control remoto. Ponen cintas de grandes batallas y discuten de estrategia.

La única a la que he asistido tenía un «día del guerrero». Ese día donde todos los asistentes (todos menos nosotros los extraños) se disfrazaban de guerreros del pasado. Daba un poco de miedo. Supuse que las metralletas y los fusiles de chispas no funcionaban; ni siquiera los criminales se arriesgaban con eso. Pero las espadas y las lanzas y los arcos parecían bastante reales, y estaban en manos de gente que había demostrado sobradamente, a mí al menos, que no merecía que se le confiara ni siquiera un palillo afilado.

—¿Iba a matar a ese tipo? —me preguntó el dependiente, tan tranquilo.

—No había motivo. Siempre se echan atrás.

Como si yo lo supiera.

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