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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (7 page)

BOOK: Paz interminable
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Belda Magyar suele acudir. Es una tía rara pero obviamente del círculo interno. Se sienta y escucha con expresión dura y desaprobadora, con un solo vaso de vino en la mano. Una o dos veces por noche hace una observación jocosa, sin cambiar de expresión. Es la más vieja, más de noventa, profesora emérita del departamento de arte. Dice que recuerda haber conocido a Richard Nixon, cuando era muy pequeña. Era grande y aterrador, y le dio una caja de cerillas, sin duda un
souvenir
de la Casa Blanca, que su madre le quitó.

Me gustaba Reza Pak, un tímido químico de cuarenta y pocos años, el único además de Amelia con quien yo me relacionaba fuera del club. Nos veíamos ocasionalmente para nadar o jugar al tenis. Él nunca mencionaba a Amelia y yo nunca mencionaba al novio que siempre aparecía para recogerlo, siempre a la hora exacta.

Reza, que también vivía en el campus, normalmente nos llevaba a Amelia y a mí al club, pero este viernes ya estaba en el centro, así que llamamos un taxi (como la mayoría de la gente, Amelia no tiene coche, y yo nunca he conducido, excepto en Entrenamiento Básico, y sólo conectado con alguien que sabía hacerlo). Podíamos ir en bici a Hidalgo de día, pero regresar después de oscurecer habría sido un suicidio.

De todas formas, empezó a lloviznar con la puesta de sol, y para cuando llegamos al club era ya una tormenta en toda regla, con alerta de tornados y todo. El club tenía un porche, pero la lluvia era casi horizontal. Nos empapamos entre el taxi y la puerta.

Reza y Belda ya estaban allí, en nuestra mesa de costumbre, en la sección de la brillantina. Hablamos de trasladarnos a la sala Club, donde chisporroteaba una chimenea falsa pero cálida.

Otro semirregular, Ray Booker, entró cuando estábamos recolocándonos, también empapado. Ray era un ingeniero que trabajaba con Marty Larrin en la tecnología de los soldaditos, y un buen músico de
country
que tocaba el banjo por todo el estado, durante el verano.

—Julián, tendrías que haber visto al Diez hoy. —Ray tenía una ligera vena de chico bélico dentro—. La transmisión en diferido de un ataque anfibio a Punta Patuca. Llegamos, vimos, pateamos culos. —Le tendió el impermeable mojado y el sombrero al ruedas que le había seguido—. Casi sin bajas.

—¿Qué es eso de «casi»? —dijo Amelia.

—Bueno, se toparon con un arrasador. —Se sentó pesadamente—. Tres unidades perdieron ambas piernas. Pero logramos evacuarlas antes de que los carroñeros pudieran alcanzarlas. Un psychop, una chica en su segunda misión.

—Espera —dije yo—. ¿Utilizaron un arrasador dentro de una ciudad?

—Vaya que sí. Se cargaron todo un bloque de suburbios, renovación urbana. Naturalmente, dijeron que lo hicimos nosotros.

—¿Cuántos muertos?

—Deben de ser cientos. —Ray sacudió la cabeza—. Eso es lo que se llevó a la chica, tal vez. Estaba en el centro, inmovilizada sin las dos piernas. Se opuso al grupo de rescate; quería que evacuaran a los civiles. Tuvieron que apagarla para sacarla de allí.

Pidió a la mesa un escocés y soda y los demás introdujimos nuestras órdenes. Nada de camareros sucios en esta sección.

—Tal vez se ponga bien. Una de esas cosas con las que hay que aprender a vivir.

—Nosotros no lo hicimos —dijo Reza.

—¿Por qué íbamos a hacerlo? Ninguna ventaja militar, mala prensa. La arrasadora es un arma de terror dentro de una ciudad.

—Me sorprende que sobreviviera alguien —dije yo.

—Nadie en tierra, todos convertidos en chorizo instantáneo. Pero eran edificios de cuatro y cinco plantas. La gente de los pisos superiores tuvo que sobrevivir al colapso.

»El Diez señaló el perímetro con marcadores ONU y lo convirtió en zona de alto el fuego, bajas colaterales, una vez que sacamos de allí a todos nuestros soldaditos. Llegó un reptador médico de la Cruz Roja y siguió avanzando.

»La arrasadora era su única arma técnica real. El resto fueron tácticas anticuadas de aislamiento y concentración, que no funcionan con un grupo tan bien integrado como el Diez. Buena coordinación de pelotón. Julián, te habría gustado. Desde el aire era como una coreografía.

—Tal vez lo vea luego.

No lo haría. Nunca lo hacía, a menos que conociera a alguien en la batalla.

—Cuando quieras —dijo Ray—. Tengo dos cristales, uno conectado a través de Emily Vail, la coordinadora de la compañía. El otro es la red comercial.

No mostraban las batallas cuando estaban teniendo lugar, naturalmente, ya que el enemigo podía conectar. La red comercial se montaba para conseguir el máximo dramatismo y la mínima exposición. La gente normal no podía conseguir las imágenes sin editar de cada mecánico; montones de chicos bélicos matarían alegremente por una. Ray tenía acceso Top Secret y un conector sin filtrar. Si un civil o un espía se apoderaban del cristal de Emily Vail, verían y sentirían un montón de cosas que no aparecían en la versión comercial, pero percepciones y pensamientos seleccionados quedarían fuera a menos que tuvieras un conector como el de Ray.

Un camarero vivo con un esmoquin limpio trajo nuestras bebidas. Yo compartía una jarra de tinto de la casa con Reza.

Ray alzó un vaso.

—Por la paz —dijo, sin ironía—. Bienvenido, Julián.

Amelia tocó mi rodilla con la suya bajo la mesa.

El vino era bastante bueno, lo bastante fuerte para que te plantearas tomarte otro un poco más caro.

—Semana tranquila esta vez. —dije yo, y Ray asintió. Siempre me da la razón.

Otro par de miembros aparecieron, y acabamos manteniendo las habituales charlas por separado. Amelia se cambió para sentarse con Belda y otro hombre de bellas artes, para hablar de libros. Normalmente nos separábamos cuando parecía natural.

Yo me quedé con Reza y Ray; cuando entró Marty le dio un beso a Amelia y se unió a nosotros tres. No había ningún amor perdido entre Belda y él.

Marty estaba realmente empapado; el largo cabello blanco le caía en lacios mechones.

—He tenido que aparcar manzana abajo —dijo, dejando caer su abrigo mojado en el ruedas.

—Creía que trabajabas hasta tarde —dijo Ray.

—¿Y no es tarde? —Ordenó café y un bocadillo—. Voy a volver después, y tú también. Tómate un par de escoceses más.

—¿Qué pasa? —Apartó su escocés un simbólico centímetro.

—No hablemos de tonterías. Tenemos toda la noche. Pero es esa chica que dijiste que habías visto en el cristal de Vail.

—¿La que se rompió? —pregunté.

—Aja. ¿Por qué no te rompes tú, Julián? Consigue una baja. Nos gusta tu compañía.

—A tu pelotón también —bromeó Ray—. Bonito grupo.

—¿Cómo encaja ella en tus estudios de interconexión? —pregunté—. Difícilmente puede haber estado conectada toda la noche.

—Un nuevo acuerdo que iniciamos cuando tú estabas fuera —dijo Ray—. Conseguimos un contrato para estudiar los fallos empáticos. La gente que se rompe por simpatía con el enemigo.

—Podrías conseguir a Julián —dijo Reza—. Le encantan los pedros.

—No tiene mucha relación con la política —comentó Marty—. Y suelen ser gente en el primer o segundo año. Con más frecuencia mujeres que hombres. Julián no es buen candidato.

Llegó el café y él cogió la taza y la sopló.

—¿Qué os parece el tiempo? Fresco y despejado, según han dicho.

—Les encantan las chorradas —dije yo.

Reza asintió.

—La raíz cuadrada de menos uno.

No habría más charla de fallos empáticos esa noche.

Julián no sabía lo selectivo que era en realidad el reclutamiento cuando se buscaba gente para cubrir las necesidades específicas de los mecánicos. Había unos cuantos pelotones de cazadores-matadores, pero solían ser difíciles de controlar, en más de un sentido. Como pelotón, obedecían mal las órdenes, y no se integraban bien «horizontalmente» con otros pelotones de la compañía. Los mecánicos de pelotón cazador-matador tendían a no relacionarse con fuerza entre sí.

Nada de esto era sorprendente. Estaban compuestos del mismo tipo de gente que en los ejércitos de antes se ocupaba del «trabajo sucio». Era de esperar que fueran independientes y algo salvajes.

Como había observado Julián, en casi todos los pelotones había al menos una persona que parecía un candidato realmente inadecuado. En su grupo era Candi, horrorizada por la guerra y nunca dispuesta a dañar al enemigo. Los llamaban estabilizadores.

Julián sospechaba que ella actuaba como una especie de conciencia del pelotón, pero habría sido más adecuado llamarla reguladora, como el regulador de un motor. Los pelotones que carecían de un miembro como Candi tenían tendencia a escapar al control, a volverse «salvajes». Sucedía a veces con los cazadores-matadores, cuyos estabilizadores no podían ser demasiado pacifistas, y era tácticamente un desastre. La guerra es, según Von Clausewitz, el uso controlado de la fuerza para conseguir fines políticos. La fuerza incontrolada es probable que perjudique tanto como beneficia.

(Existía la falacia, una observación de sentido común, de que los episodios de salvajismo surtían a la larga un efecto positivo, porque aumentaban el miedo de los Ngumi a los soldaditos. En realidad, sucedía todo lo contrario, según la gente que estudiaba la psicología del enemigo. Los soldaditos eran más temibles cuando actuaban como máquinas de verdad, controladas desde la distancia. Cuando se enfadaban o se volvían locos, y actuaban como hombres vestidos de robot, parecían vencibles.)

Más de la mitad de los estabilizadores se rompían antes de que acabara su servicio. En la mayoría de los casos no era un proceso repentino, sino que venía precedido de un período de falta de atención e indecisión. Marty y Ray revisaban la actuación de los estabilizadores antes de su fallo, para ver si había algún síntoma invariable que advirtiera a los comandantes de que era hora de un reemplazo o una modificación.

El infranqueable seguro del conector servía supuestamente para impedir que la gente se hiciera daño a sí misma o a los demás, aunque todo el mundo sabía que era sólo para mantener el monopolio del gobierno. Como un montón de cosas que sabe todo el mundo, no era cierto. Tampoco era del todo cierto que no se pudiera modificar un conector emplazado, aunque los cambios se limitaban a la memoria: normalmente cuando un soldado veía algo que el gobierno quería que olvidara. Sólo dos miembros del grupo del sábado por la noche lo sabían.

A veces borraban algún acontecimiento de la memoria de un soldado por motivos de seguridad; con menos frecuencia, por motivos humanitarios.

Casi todo el trabajo que Marty llevaba a cabo en aquel momento tenía que ver con los militares, cosa que le incomodaba bastante. Cuando empezó en el tema, treinta años antes, los conectores eran burdos, caros y raros, y se utilizaban para la investigación científica y médica.

La mayoría de la gente todavía trabajaba entonces para vivir. Una década después, al menos en el Primer Mundo, la mayoría de los empleos que tenían relación con la producción y distribución de bienes eran obsoletos o extraños. La nanotecnología nos ha proporcionado la nanofragua: pídele una casa, y luego colócala cerca de un suministro de arena y agua. Vuelve mañana con la furgoneta de mudanzas. Pídele un coche, un libro, un archivador. Al cabo de poco tiempo, naturalmente, no había que pedirle nada: sabía lo que quería la gente, y cuánta gente había.

Naturalmente, también podía construir otras nanofraguas. Pero no para cualquiera. Sólo para el gobierno. No te podías arremangar y construir una, tampoco, ya que el gobierno también poseía el secreto de la fusión en caliente, y sin la abundante energía gratis que surgía de ese proceso la nanofragua no podía existir.

Su desarrollo había costado millares de vidas y creado un enorme cráter en Dakota del Norte, pero para cuando Julián entró en el colegio, el gobierno estaba en condiciones de darle a todo el mundo cualquier cosa material. Por supuesto, no podía darte todo lo que querías: el alcohol y otras drogas se controlaban de modo estricto, igual que las cosas peligrosas como los coches y las armas. Pero si eras un buen ciudadano, podías vivir una vida de comodidad y seguridad sin alzar un dedo para trabajar, a menos que quisieras hacerlo. Excepto durante los tres años de reclutamiento.

La mayoría de la gente pasaba esos tres años trabajando de uniforme unas cuantas horas al día en Manejo de Recursos, que se dedicaba a asegurarse de que las nanofraguas tenían acceso a todos los elementos que necesitaban. Aproximadamente un cinco por ciento de los reclutados se ponían un uniforme azul y se convertía en cuidadores: aquellos cuyas pruebas indicaban que serían buenos trabajando con enfermos y ancianos. Otro cinco por ciento se ponía un uniforme verde y se convertía en soldados. Una pequeña parte de éstos demostraban en los tests ser listos y rápidos, y se convertían en mecánicos.

Se permitía que los miembros del Servicio Nacional se reengancharan, y muchos lo hacían. Algunos de ellos no querían enfrentarse a toda una vida de total libertad, quizá de inutilidad. A algunos les gustaba todo cuanto acompañaba al uniforme: dinero para aficiones o hábitos, un cierto prestigio, la comodidad de tener a otra gente diciéndote qué hacer, la cartilla de racionamiento que te permitía alcohol sin límites estando fuera de servicio.

A alguno incluso le gustaba que le permitieran llevar un arma.

Los soldados que no tenían relación con los soldaditos, los marineros o los aviadores (los mecánicos los llamaban «zapatos») conseguían todo eso, pero siempre corrían el riesgo de que les ordenaran salir y plantarse en un trozo de terreno en disputa. Normalmente no tenían que pelear, ya que los soldaditos eran mejores en eso y no se los podía matar, pero no había duda de que los zapatos cumplían una valiosa función militar: eran rehenes. Tal vez incluso cebos, chivos expiatorios para las armas de largo alcance de los Ngumi. Eso no favorecía que apreciaran a los mecánicos, ya que con frecuencia les debían la vida. Si un soldadito volaba en pedazos, el mecánico se metía en uno nuevo. O eso pensaban. No sabían lo que se sentía.

Me gustaba dormir dentro del soldadito. Alguna gente pensaba que era extraño, una inconsciencia tan completa que parecía la muerte. La mitad del pelotón monta guardia mientras la otra mitad se desconecta durante dos horas. Te quedas dormido como una luz que se apaga y te despiertas igual, desorientado pero tan descansado como lo estarías después de ocho horas de sueño normal. Si consigues las dos horas completas, claro está.

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