Negro sobre negro se detuvo, luego se deslizó a través de la jungla como un pesado reptil silencioso. Un hombre podría plantarse a dos metros y no verlo. En infrarrojo no estaba allí. El radar resbalaría por su piel.
Olió carne humana y se detuvo. La presa tal vez estuviera a unos treinta metros, a sotavento: un macho que apestaba a sudor rancio, con ajo en el aliento. Olor a arma engrasada y a residuo de pólvora sin humo. Comprobó la dirección del viento y retrocedió, dio la vuelta. El hombre estaría vigilando el camino, así que entró en el bosque.
Agarró el cuello del hombre desde atrás y le arrancó la cabeza como si fuera una flor marchita. El cuerpo se estremeció y borboteó y se cagó. Depositó el cadáver en el suelo y le colocó la cabeza entre las piernas.
Bonito detalle
. Gracias.
Cogió el rifle del hombre y dobló el cañón en ángulo recto. Soltó el arma con cuidado y permaneció en silencio durante varios minutos.
Entonces otras tres sombras surgieron de la maleza; todas convergieron en una pequeña choza de madera. Las paredes eran latas de aluminio abolladas atadas a tablones; el techo era de plástico barato pegado.
Arrancó la puerta y una alarma sonó impertinente mientras conectaba un reflector más brillante que el sol. Seis personas en jergones; retrocedieron.
—No se resistan —tronó en español—. Son prisioneros de guerra y serán tratados según los términos de la Convención de Ginebra.
—
Mierda
. —Un hombre cogió una granada y la lanzó hacia la luz. El sonido de papel al rasgarse fue más suave que el del cuerpo del hombre al estallar. Una décima de segundo más tarde, aplastó la bomba como un insecto y la explosión voló la pared frontal del edificio y alcanzó a todos los ocupantes.
La negra figura estudió su mano izquierda. Sólo el pulgar y el índice funcionaban, y la muñeca hacía ruidos al rotar.
Buenos reflejos
. Oh, cállate.
Las otras tres formas conectaron las luces y arrancaron el techo del edificio y derribaron las paredes restantes.
La gente de dentro, ensangrentada e inmóvil, parecía muerta. Pero las máquinas empezaron a comprobar su estado, y de repente una joven se dio la vuelta y alzó el rifle láser que ocultaba. Apuntó a la figura de la mano rota y consiguió arrancar una vaharada de humo de su pecho antes de ser destrozada.
La máquina que comprobaba los cuerpos ni siquiera había alzado la cabeza.
—No hay nada que hacer —dijo—. Todos muertos. No hay túneles. No encuentro armas exóticas.
—Bien, tenemos material para la Unidad Ocho.
Desconectaron las luces y se marcharon simultáneamente a toda velocidad, en cuatro direcciones distintas.
El de la mano rota avanzó casi medio kilómetro y se detuvo a inspeccionar los daños con una luz infrarroja. Se golpeó la mano contra el costado varias veces. Sólo dos dedos le funcionaban.
Maravilloso. Tendremos que entregarla.
¿Y qué habrías hecho?
¿Quién se queja? Gastaré parte de mis diez en el campamento base.
Los cuatro tomaron cuatro rutas distintas hasta la cima de una colina pelada. Permanecieron en fila unos cuantos segundos, los brazos alzados, y un helicóptero de carga llegó rozando las copas y se los llevó.
¿Quién causó la segunda muerte?
, pensó el de la mano rota.
Una voz apareció en las cuatro cabezas.
—Berryman inició la respuesta. Pero Hogarth empezó a abrir fuego antes de que la víctima estuviera muerta sin ninguna duda. Así que, según las reglas, ambos comparten la muerte.
El helicóptero con los cuatro soldaditos colgando remontó la colina y tronó a través de la noche a la altura de la copa de los árboles, en total oscuridad, dirigiéndose al este, hacia el amistoso Panamá.
No me gustaba que Scoville usara el soldadito antes que yo. Hay que observar al mecánico que le precede durante veinticuatro horas antes de tomarle el relevo, para calentarte y adaptarte a la forma en que el soldadito puede haber cambiado desde tu último turno. Puede haber perdido el uso de tres dedos, por ejemplo.
Cuando estás en el asiento de calentamiento sólo observas; no estás conectado al resto del pelotón, cosa que resultaría enormemente confusa. Vamos por turno estricto, así que los otros nueve soldaditos del pelotón también tienen reemplazos respirando sobre el hombro de sus mecánicos.
Uno oye hablar de emergencias en las que el reemplazo tiene que ocupar de pronto el puesto del mecánico. No cuesta creerlo. El último día sería el peor incluso sin la tensión añadida de ser observado. Si vas a venirte abajo o a sufrir un ataque al corazón o un colapso, suele ser en el décimo día.
Los mecánicos no corren ningún peligro físico, dentro del bunker de operaciones de Portobello. Pero nuestra tasa de fallecimientos e incapacitaciones es más alta que la de la infantería regular. No son las balas las que nos alcanzan: son nuestros cerebros y nuestras venas.
Pero sería duro para mí o cualquiera de mis mecánicos sustituir a la gente del pelotón de Scoville. Son un grupo cazador-matador, y nosotros somos de acoso y disuasión, A&D; a veces hacemos de psychops. No solemos matar. No nos seleccionaron por esa aptitud.
Nuestros diez soldaditos llegaron al garaje en cuestión de un par de minutos. Los mecánicos se desconectaron y los caparazones de los exoesqueletos se abrieron con facilidad. Los de Scoville salieron como si fueran viejecitos, aunque sus cuerpos habían sido ejercitados constantemente y ajustados a los venenos de la fatiga. Uno no podía evitar sentir que llevaba sentado nueve días en el mismo sitio.
Me desenchufé. Mi conexión con Scoville era superficial, no como la cuasi telepatía que enlaza a los diez mecánicos del pelotón. Con todo, era desorientador tener mi cerebro para mí solo.
Estábamos en una gran habitación blanca con diez de los caparazones mecánicos y diez asientos de calentamiento como bonitas sillas de barbero. Tras ellas, la pared. Era un enorme mapa iluminado de Costa Rica; luces de diversos colores señalaban dónde operaban unidades de soldaditos y aviadores. Las otras paredes estaban cubiertas de monitores y lecturas digitales con etiquetas en jerga especializada. Gente vestida de blanco repasaba los números.
Scoville se desperezó y bostezó y se me acercó.
—Lamento que pensaras que ese último arrebato de violencia era innecesario. Consideré que la situación requería acción directa.
Dios, Scoville y sus aires académicos. Doctorado en Artes y Oficios.
—Sueles hacerlo. Si los hubieras advertido desde fuera, habrían tenido tiempo de calibrar la situación. De rendirse.
—Sí, claro. Como hicieron en Ascensión.
—Eso fue una vez. —Habíamos perdido diez soldaditos y un aviador por culpa de una trampa nuclear.
—Bueno, la segunda vez no será en mi turno. Seis pedros menos en el mundo. — Se encogió de hombros—. Iré a encender una vela.
—Diez minutos para el calibrado —anunció el altavoz. Era el tiempo justo para que un caparazón se enfriara. Seguí a Scoville al vestuario. Se dirigió a un extremo para vestirse de civil; yo me fui al otro para unirme a mi pelotón.
Sara ya casi se había desnudado del todo.
—Julián. ¿Quieres hacerme un favor?
Sí, como la mayoría de nuestros hombres y una de las mujeres, sí que quería, como ella bien sabía, pero no se refería a eso. Se quitó la peluca y me tendió una maquinilla. Tenía un hermoso cabello rubio de tres semanas. Le afeité con cuidado la zona que rodeaba el implante de la base de su cráneo.
—Ese último fue brutal —dijo ella—. Supongo que Scoville necesitaba el cupo de cuerpos.
—Lo tuvo en cuenta. Le faltan once para conseguir un E-8. Menos mal que no se toparon con un orfanato.
—Habría llegado a capitán directamente.
Terminé y ella comprobó mi cabeza, pasando el pulgar por la conexión.
—Suave —dijo.
Yo me afeitaba la cabeza aun cuando estaba de servicio, a pesar de que no es lo habitual entre los negros del campus.
No me importa llevar el pelo largo, pero no me gusta tanto como para ir por ahí todo el día sudando bajo una peluca.
Louis se acercó.
—Hola, Julián. Dame una pasada, Sara.
Ella estiró la mano (él medía uno noventa y Sara era pequeña) y Louis dio un respingo cuando apoyó la maquinilla.
—Déjame ver eso —dije. Su piel estaba un poco inflamada a un lado del implante—. Lou, esto va a ser un problema. Tendrías que haberte afeitado antes del calentamiento.
—Tal vez. Hay que elegir.
Una vez en la jaula, permanecías allí nueve días. Los mecánicos de piel sensible y a quienes el cabello les crecía rápido, como Sara y Lou, solían afeitarse una sola vez, entre el calentamiento y el turno.
—No es la primera vez —dijo—. Pediré un poco de crema a los médicos.
Los miembros del Pelotón Bravo se llevaban bastante bien. Eso se debía en parte a la suerte, ya que éramos seleccionados entre los candidatos adecuados por nuestra forma y tamaño, para encajar en las jaulas del pelotón y el perfil de actitud para A&D. Cinco de nosotros éramos supervivientes de la leva original: Candi y Mel, además de Lou, Sara y yo mismo. Llevamos cuatro años haciendo esto, trabajando diez días y librando veinte. Parece muchísimo más.
Candi es consejera matrimonial en la vida real; los demás somos académicos de algún tipo. Lou y yo somos de ciencias, Sara es especialista en política americana y Mel es cocinero. «La ciencia nutritiva», como él dice, pero un cocinero cojonudo. Salimos juntos un par de veces al año para celebrar un banquete en su casa de St. Louis.
Regresamos juntos a la zona de las jaulas.
—Vale, escuchad —dijo el altavoz—. Tenemos daños en las unidades uno y siete, así que no calibraremos la mano izquierda y la pierna derecha en esta ocasión.
—¿Entonces necesitaremos las chuponas? —preguntó Lou.
—No, no instalaremos los extractores. Si podéis aguantar durante cuarenta y cinco minutos.
—Desde luego lo intentaré, señor.
—Haremos calibraciones parciales y luego estaréis libres durante noventa minutos, puede que dos horas, mientras colocamos la nueva mano y los módulos de la pierna en las máquinas de Julián y Candi. Luego terminaremos el calibrado, engancharemos los ortóticos y os marcharéis a la zona de ensayo.
—Siempre en mi corazón —murmuró Sara.
Nos tumbamos en las jaulas, metimos brazos y piernas en las estrechas mangas, y los técnicos nos conectaron. Para el calibrado nos reducían a un diez por ciento de una conexión de combate, así que no oí hablar a nadie más que a Lou: un «Hola, qué tal» que sonaba como un grito poco audible a un kilómetro de distancia. Me concentré y grité a mi vez.
El calibrado fue casi automático para aquellos de nosotros que llevamos años haciéndolo, pero tuvimos que parar y recomenzar dos veces por Ralph, un neo que se nos había unido dos turnos antes cuando a Richard le dio un pasmo. Sólo era cuestión de que los tres moviéramos un músculo grupal a la vez, hasta que el termómetro rojo igualara al azul en los indicadores. Pero hasta que te acostumbras, tiendes a apretar demasiado fuerte y a disparar en sobrecarga.
Después de una hora abrieron la jaula y nos desconectaron. Podíamos matar noventa minutos en el vestíbulo. Apenas merecía la pena perder el tiempo vistiéndonos, pero lo hicimos. Era un gesto. Estábamos a punto de vivir en el cuerpo de todos los demás durante nueve días, y eso era más que suficiente.
La familiaridad se contagia, como dicen. Algunos mecánicos se convierten en amantes, y a veces funciona. Lo intenté con Carolyn, que murió hace tres años, pero nunca pudimos sortear el abismo entre las conexiones de combate y la vida civil. Tratamos de resolverlo con un consejero, pero él nunca se había conectado, así que bien podíamos haberle hablado en sánscrito.
No sé cómo sería el «amor» con Sara, pero no hay nada que hacer. En realidad ella no se siente atraída por mí, y por supuesto no puede ocultar sus sentimientos, o su carencia de ellos. En un sentido físico estamos más cerca de lo que podría estarlo ninguna pareja de civiles, ya que en pleno combate somos una criatura con veinte brazos y piernas, con diez cerebros, con cinco vaginas y cinco penes.
Algunos dicen que da la sensación de ser un dios, y pienso que ha habido dioses de constitución similar. El de mi infancia era un viejo caucasiano de barba blanca sin una sola vagina.
Ya habíamos estudiado el plan de batalla, naturalmente, y nuestras órdenes específicas para los nueve días, íbamos a continuar en la zona de Scoville, pero haciendo A&D, dificultando las cosas en el bosque nuboso de Costa Rica. No era una misión particularmente peligrosa pero sí desagradable, como hacer de matón, ya que los rebeldes no tenían nada que se pareciera ni de lejos a los soldaditos.
Ralph expresó su incomodidad. Nos habíamos sentado ante la mesa del comedor con té y café.
—Esta matanza me pone malo —dijo—. Esas dos del árbol, la última vez.
—Feo —comentó Sara.
—Ah, las hijas de puta se suicidaron —dijo Mel. Tomó un sorbo de café y lo miró frunciendo el ceño—. Probablemente no habríamos reparado en ellas si nos hubieran atacado.
—¿Te molesta que fueran crías? —le pregunté a Ralph.
—Bueno, sí, ¿a ti no? —Se frotó la barbilla—. Niñas pequeñas.
—Niñas pequeñas con metralletas —puntualizó Karen, y Claude asintió con énfasis. Habían venido juntos hacía cosa de un año, y eran amantes.
—Lo he estado pensando —dije yo—. ¿Y si hubiéramos sabido que eran niñas pequeñas?
Tenían unos diez años, y se escondían en la casa del árbol.
—¿Antes o después de que empezaran a disparar? —preguntó Mel.
—Incluso si hubiese sido después —dijo Candi—. ¿Cuánto daño pueden hacer con una ametralladora?
—¡Me dañaron a mí de forma bastante efectiva! —dijo Mel. Había perdido un ojo y los receptores olfativos—. Sabían exactamente a qué apuntar.
—No fue gran cosa —repuso Candi—. Recibiste recambios de campo.
—A mí me lo pareció.
—Lo sé; estaba allí.
No sientes exactamente dolor cuando pierdes un sensor. Es algo tan fuerte como el dolor, pero no hay palabra para definirlo.
—No creo que hubiésemos tenido que matarlas si hubieran estado al descubierto —dijo Claude—. Si hubiéramos podido ver que eran sólo niñas y no demasiado armadas. Pero, demonios, por lo que sabíamos podrían haber sido FO preparando una nucle.