Peluche (31 page)

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Authors: Juan Ernesto Artuñedo

BOOK: Peluche
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—¿Llevan fuego? —nos pregunta

—Tome —le ofrezco

Enciende una faria. Me tiemblan las manos. Me las sujeta fuerte. Traga humo. Nos dirige la palabra.

—...desde las cuatro de la mañana sin poder encenderme un cigarro, si ya le dije al teniente que no me lo pusiera de compañero que acabaríamos mal

—Ya —decimos

—Hasta la semana pasada tenía yo una compañera muy maja que los dos nos levantábamos muy de mañana y éramos los primeros en ponernos la placa...

—Sí

—...y la han destinado a Guadalajara que se ve que faltan efectivos

—Sí —asentimos

—Además de simpática tenía unas piernas tan largas que corría como las liebres cuando alguno se escapaba y me dejaba atrás, ¿queréis una faria?

—No, gracias —dice el Volao

—Yo tomaré una —le digo con voz entrecortada

Mete los dedos en el bolsillo y la saca. Abro las manos como si de una ostia se tratara y la llevo a los labios. Enciendo. El policía continúa hablando. Yo me concentro en la faria. Su faria. Me dejo atrapar en sus dedos. Me pega una calada. Me suelta y sigue hablando. Otra vez para dentro. Sus labios por mi cuerpo. Me quemo. Ahora soy humo en su garganta. Tobogán hasta dentro. Se ve todo. Transparente. Pechos, barriga y un par de huevos al fondo. Subo rápido. Salgo por la nariz. Tropiezo con los pelos. De nuevo el ruido exterior. Me duele la mano. Mi dedo se quema. Suelto la faria y cae al suelo de la furgoneta. La recojo. El policía está cantando acompañado a la guitarra por el Volao. La canción se interrumpe por un golpe seco en la puerta del maletero. Nos giramos. Parece enfadado.

—No tiene sangre ni salero —nos dice el policía

—¿Usted lleva mucho en el cuerpo? —le pregunta el Volao

—En este cuerpo serrano desde que me parió mi madre. Con la placa siete meses

—¿Antes qué era?

—Carnicero, ¿ves que me falta un dedo?

—No me había dado cuenta

—Es que lo escondo detrás de la faria, pero no dejes de tocar la guitarra que lo haces muy bien

—Sigo, sigo

Miro por el retrovisor. No veo ni a Pepi ni al policía.

—...de enchufe —dice el policía—, como casi todo en la vida. Enchufe y un buen cable, que si no te mueres de hambre

Para. Suspira. Da una calada a la faria.

—La chica que hacía la ronda conmigo —continúa—, ella sí que se ganó su plaza. Pasó la teórica, las pruebas físicas, pero yo que tengo que pasar, yo paso de todo. Ella es que quería trabajar en criminología y para eso tiene que empezar desde abajo...

Vuelve a fumar.

—...como tiene estudios y sabe de letras, ah, me parece que nos vamos ya

Miro por el retrovisor. Juan y el policía salen de unos matorrales. El policía subiéndose los pantalones y el Pepi cerrándose la bragueta. Sube a la furgoneta. Nos despedimos. Deja la documentación en la guantera. Arranca. Les seguimos hasta que los perdemos de vista. El de mi derecha parece que no se ha dado ni cuenta. Conectan la radio. Vuelvo a pensar. Me dejo llevar. Viene a mi mente la melodía que cantaba el policía. No recuerdo la letra. El reloj marca las cinco y media. El Pepi acelera. Llevo puesto el cinturón. El Volao duerme apoyado en la puerta. Cojo la guitarra de sus piernas y la echo atrás. El Pepi conduce tarareando una canción. Vuelvo a encontrar paz. Su cuello sigue estando tan apetitoso o más que antes. Ahora la sudor lo hace brillar. Nos desviamos.

—¿Puedo? —me pregunta el Pepi con la mano en el paquete de cigarros

—Yo se lo enciendo

—Deja, que lo hago yo

Le doy fuego. Fumamos. El Volao roncando. Me quedo sin palabras. Espero que el Pepi diga algo. Seguimos fumando.

—Yo —digo

—Eh —dice al mismo tiempo

—Usted primero

—No me llames de usted que no soy tan viejo

—¿Está casado?

—¿Dónde ves tú el anillo?

—No sé, como está trabajando, se lo puede haber quitado

—Casado uno está aunque esté

—¿Esté?

—Esté

—Follando —le suelto

Se ríe.

—No quería decir eso —me dice

—Pero el Volao es su sobrino

—El hijo de mi hermana mayor

—Ah, sí, perdone, es que el tema de parentesco lo llevo

—La mayor de doce hermanos

—¿Doce?

—La docena

—Tendrá más sobrinos

—Ya he perdido la cuenta

Entramos en la provincia de Burgos.

—¿Viven todos en Madrid? —pregunto

—Por toda España, una gran parte en Lavapiés y, ya te digo, el resto

—Perdidos

—Más o menos

—¿Algún mercadero más en la familia?

—Alguno hay, y panadero, el Santi. Toni abogado, la Paqui que limpia casas y la Antonia es profesora del instituto donde debería estar el Volao estudiando. Eh, despierta, Volao, que ya hemos llegado

—Ay, que no quiero desayunar

—Venga para arriba

Bajamos de la furgoneta. En la plaza otros comerciantes montan sus puestos. Entramos en un bar. Nos sentamos. Se acerca una camarera con grandes pechos. Pedimos dos cafés con leche y para mí un poleo. Entro en el aseo. Un señor mayor que iba a salir me ve y entra para dentro a lavarse las manos. Entro en el baño y dejo la puerta entreabierta. El señor me mira de reojo a través del espejo. Me bajo la cremallera. Su respiración se acelera. No soy capaz de mear. Se queda inmóvil con el agua chorreando en sus manos. Me crece el pene. Golpeo la puerta para dentro con el pie y le dejo ver. No sabe qué hacer. Me masturbo. Traga saliva. Pienso que podría acercarse y bajarse los pantalones. Cerrar el pestillo. Acariciar su enorme culo y clavársela. Sigo masturbándome. La sangre golpea fuerte el glande. Sigo pensando que cuando le haya penetrado le abriré las nalgas para seguir perforando. Gemirá. Me enseñará su mujer. Le agarraré de los hombros por debajo de los sobacos y lo partiré en dos. Seguiré masturbándome como ahora. El señor se acerca y cuando me toca expulso un chorro de semen sobre la baldosa. Me arrodillo. Bajo su cremallera y le como la polla. Le abro el culo y le incrusto el mango de la puerta. Se corre dentro. Otra vez. Mi garganta de semen. Trago. Dos veces. Nos arreglamos. Sale. Limpio la corrida de la pared. Salgo. El señor de dentro habla con su mujer. Me la enseña. Le pido a la camarera que me traiga un café con leche. Me siento. El poleo en la mesa. Bebo. Está frío. Echo azúcar. El Volao mira la televisión con los codos clavados en las rodillas y aguantándose la cabeza con las manos. Sus dedos jugueteando con la barba. El Pepinillo, un poco más despejado, da palmadas en su barriga. Me están esperando. Llega el café con leche. Pago la cuenta. Abro las dos bolsitas de azúcar y las vierto al mismo tiempo. Remuevo. Bebo. Ardiendo. Por lo menos la leche espumosa como le gusta a Gisela. El FIB. Estamos a miércoles. Tengo que llamarla hoy sin falta. Pienso pagarle la entrada. No querrá. Insistiré. No aceptará. El Pepinillo me está mirando. Bebo de un trago. Mi lengua se vengará.

—¿Qué cuentan en el periódico? —pregunto al Pepi

—Estoy leyendo el horóscopo

—¿Y qué dicen?

—Chorradas, qué van a decir. Aries, dos puntos, el amor te persigue pero tú corres más

Al Volao le entra la risa. A mí me hace pensar. Salimos. Me quedo sin cigarrillo de después. Abrimos la puerta de la furgoneta. Volao y yo esperando con los brazos levantados. El fardo no cae. Tiene cojones, ahora no sale. Abrimos la otra puerta y nos caen encima. Sacamos tablas, hierros, herramientas. Empezamos con la estructura. A nuestro lado una pareja hace lo mismo. Van más adelantados. Al otro lado un servicio público. Me quedo mirando cómo el Pepi y el Volao ensamblan los hierros. Les ayudo. El Pepi coge una llave inglesa de la caja de herramientas y el Volao y yo sujetamos mientras aprieta. Están sudando.

—¡Ei, Pepi —le grita la chica de la tienda de al lado—, sí que vas bien acompañao!

—¡Ea, para que veas, que hay que ir mejorando el negocio! ¿Y tú, dónde te has dejao los churumbeles!

—¡Con la suegra se han quedao!

—¡Ahí están bien!

—¡Candela —le dice el marido—, que estás poniendo la tela al revés!

Se me van las fuerzas por la entrepierna. No puedo apartar la mirada del marido. La mujer le increpa. Él contesta tranquilo mientras se rasca la barriga. No lleva camisa. Ella le manda a la mierda. Él comprende que la tela no está al revés sino que simplemente se ha doblado. Se tranquilizan. Al momento hablan como si no pasara nada. El Pepi se pone debajo de mí. Aprieta. Sube olor a hombre. Levanto la vista. Candela saca un par de pantalones cortos y los extiende cuidadosamente. Un pecho del Volao me roza el brazo. Tengo su barriga en mi costado. Seguimos aguantando el hierro mientras el Pepi aprieta. El marido se mete en la furgoneta. Ella coge una hilera de cajas de plástico y las echa detrás de la tienda. Él no aparece por ningún lado. Ella ordena camisetas. Vuelvo a mirar a la furgoneta. Me está mirando. Bajo la cabeza al mismo tiempo que el Pepi la sube y me golpea en la nariz. No sangro. Espera. Sí. Me aparto.

—Vaya, sí que empezamos bien el día —dice el Pepi

—No es nada

—¡Candela, ven a ver al chico! —le grita el Pepi

—¿Te duele? —me pregunta el Volao

—No, sólo ha sido...

—A ver —irrumpe Candela—, apartaos de aquí, dejarme ver. Ah, eso no es nada, aguanta el papel

—¿Así?

—Fuerte, hombre, que no te va a morder

—Gracias

—Ven, siéntate aquí y déjales acabar a ellos que son muy brutos

—Gracias. ¿Pongo la cabeza hacia atrás?

—Si te echas atrás te tragas la sangre y si te echas para adelante no vas a parar de chorrear, así que ponte normal

—¿Así?

—Tú mismo

—Toma papel —me dice una voz grave desde lo alto

Levanto la cabeza. Es el marido de Candela aguantando un trozo de papel higiénico. Trago sangre. Qué bien me sabe. El sol le asoma por el cuello. Apenas la silueta de un hombre grande.

—Gracias —le digo

Vuelvo a tragar. Da media vuelta y regresa a la tienda.

—Ala, ahí te quedas —me dice Candela—, si no para, me avisas

—Muchas gracias

Vaya mierda, pienso, todos a la faena y yo aquí. Cojo el rollo con las dos manos. Está caliente. Lo refriego por el pecho disimulando. Creo que no se han dado cuenta. Me da igual. Está suave. Como el pelo de su barriga. Como el de su espalda. Como el de sus axilas. Lo sigo acariciando.

—¿Estás mejor? —me pregunta el Volao

—Sí, ya casi...

Me giro. Se ha quitado la camiseta.

—...no sangra

—No te levantes

—Estoy bien

—Pues ayúdame

Me levanto. El pelo por en medio del pecho. Pezones grandes. Rosados. Sobre una masa de carne en pirámide. Cogemos cada uno de la punta de un fardo. A la de tres lo dejamos caer sobre la madera de la tienda. Volvemos a por otro. Antes cambio el papel de mi nariz. Rojo. Blanco. Otro fardo y hemos terminado.

—¿Puedes con el nudo? —me pregunta

—Sí, ya está

—Coge de las dos puntas

—Ya

—¡Media vuelta!

Cada uno por un lado y la mitad de la ropa al suelo. El Pepi nos mira de reojo mientras ultima la tienda. No ha dicho nada pero creo que se la guarda. En el siguiente ponemos más cuidado. Camisas y camisetas se deslizan por la montaña de tela que ha quedado. Separamos las prendas unas de otras. Tampoco las planchamos, sólo les damos mejor aspecto para que la gente se anime a buscar, a meter las manos. Terminamos. Un último retoque a la tela que nos protegerá del sol y ya estamos el Pepi y yo sentados en las hamacas. Volao echando una mano a los de al lado, que pese a empezar antes no han terminado porque la estructura de su tienda es más compleja. Yo en la hamaca del medio, como el jueves. El Pepi se quita las zapatillas y se fuma un cigarro recostado a la sombra. Todavía es pronto, no se ve gente. Me relajo. Miro al marido de Candela. Hombre tranquilo. Maneja las herramientas con destreza. Bebe en bota de vino. Yo me mareo por él. Se me nubla la vista. Cojo un trozo de papel higiénico que me ha ofrecido y lo huelo. Frío, como mis sentimientos. Aséptico, como mis adentros. Quito el tapón de mi nariz. Rojo. Por lo menos tengo color dentro. Me veo empapelado con el rollo, como una momia. Es cuando llega él y me folla.

—¡Lucas!

—¿Qué? —pregunto al Pepi

—Que estás sangrando, muchacho

Tengo las manos rojas. Y la cara. De vergüenza. Me levanto de un salto y entro en los servicios de al lado. Creo que estoy en el de chicas. Me lavo la cara y las manos. Levanto la cabeza y me miro al espejo. No me veo guapo. La nariz deja de sangrar. No hay para secarse. Utilizo la camiseta. En el aseo de chicos movimiento. Entra el Volao. Nos miramos a través del espejo.

—El Pepi me había asustado —me dice

—No es nada, gracias

Respira entrecortado.

—¿Sabes que has entrado en el de las chicas? —me pregunta

—Sí

—¿No te importa?

—¿Debería?

—¿Y si te ve algún chico?

—Tú me estás viendo

—Ya, pero porque sé lo que te pasa

—¿Qué me pasa?

—Que estás sangrando

—Ya no

—Pues vamos

Le miro. Revelo hasta el último fotograma de su cuerpo expuesto ante mi cámara Nikon. Desaparece. Yo frente al espejo. El recuerdo frente a mí. Salgo a la calle. Un par de mujeres buscan entre la ropa. El Volao se ha puesto la camiseta. Me acerco. El marido de Candela arranca la furgoneta y se va.

—¡Ven aquí, mi alma! —me llama Candela

Acudo.

—Siéntate a mi vera que te voy a recitar un poema

Escucho.

—¡Venga niñas! ¡A seis euros! ¡Rebajas! ¡Que no se diga! ¡Hoy tiro la casa por el balcón, por la terraza, y por la ventana también!

—¿Ya está?

—¿Ves qué pronto te has curado de la nariz?, un chico tan guapo como tú se ha de cuidar más

—¿Son de algodón? —le pregunto por los calcetines

—De hilo, que estamos en verano y hace calor, niño

—¡Mira la Candela! —grita una señora que se acerca—, qué bien acompañada que está

—Es que una se relaciona

—No has hecho mal cambio, no

—Hola —le digo a la señora

—Dolores, para servirle

—Lucas

—Mucho gusto. Candela, ¿no tendrás dos de cinco que ha venido uno y no tengo para devolverle?

—Déjame ver

Busco en mi cartera. Sólo llevo uno. Rebusco. Encuentro otro.

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