Me lleno los bolsillos y las manos de piedras y me sumerjo en el río hasta que sólo me rozan el aire la boca y la nariz, azucenas rosadas. La suciedad se disuelve de mi piel y de mi pelo, y me satisface ver cómo la gruesa nata de piojos flota como espuma sobre la superficie. Estoy de pie sobre el fondo, las botas absorbidas por el barro, la corriente deslizándose a mi alrededor como una capa en un viento líquido. No permanezco mucho tiempo sumergido. No sólo por el frío, sino porque con las orejas bajo la superficie no oigo nada. Esto me da más miedo que la oscuridad, y cuando no puedo aguantar el silencio por más tiempo, me desnudo de mi piel mojada, vuelvo al sonido.
Alguien me observa desde detrás de un árbol. Yo vigilo desde mi escondite sin moverme, hasta que se me endurecen los ojos, hasta no estar seguro ya de si me ha visto. ¿A qué está esperando? En el último instante antes de tener que echar a correr, con la luz avanzando de prisa, descubro que he sido el prisionero de un árbol durante la mitad de la noche, el tronco muerto y denso esculpido por rayos de luna.
Incluso a la luz del día, bajo una llovizna fría, la expresión vaga del árbol resulta familiar. El rostro que corona un uniforme.
El suelo del bosque está salpicado de bronce, hay azúcar caramelizada en las hojas. Las ramas parecen pintadas sobre un cielo blanco de cebolla. Una mañana veo un dedo de luz moviéndose deliberadamente hacia mí por el suelo.
Lo sé, de pronto, mi hermana está muerta. En este preciso momento Bella se convierte en tierra anegada. Una masa de agua doblegándose bajo la luna.
Un día gris de otoño. Al final de mis fuerzas, en el lugar donde la fe más se asemeja a la desesperación, salté de las calles de Biskupin; del subsuelo al aire.
Cojeé hasta él, rígido como un
golem
, la arcilla apretada detrás de las rodillas. Me detuve a unos pasos de donde él estaba cavando —después me diría que había sido como si yo hubiese dado contra una puerta de cristal, una indiscutible superficie de aire puro— «y tu máscara de barro se agrietó con tus lágrimas y supe que eras humano, sólo un niño. Llorando con el abandono de tu edad».
Me dijo que me había hablado. Pero la sordera me había vuelto salvaje. Tapones de turba en los oídos.
Tenía tanta hambre. Chillé en el silencio la única frase que conocía en más de un idioma, la chillé en polaco y en alemán y en yiddish, golpeándome el pecho con los puños: sucio judío, sucio judío, sucio judío.
El hombre que excavaba en el barro de Biskupin, el hombre que llegaría a conocer como Athos, me llevó bajo su ropa. Mis miembros eran las sombras óseas de sus piernas y de sus brazos más fuertes, mi cabeza hundida en su cuello, ambos bajo un abrigo grueso. Me estaba asfixiando, pero no podía entrar en calor. Dentro del abrigo de Athos, un río de aire frío entraba por el borde de la puerta del coche. Oía el rumor del motor y de las ruedas, de vez en cuando el sonido de un camión al pasar. Éramos una extraña pareja; la voz de Athos me abría madrigueras en la mente. Yo no le entendía, así que me lo inventaba: Está bien, es necesario que corramos…
Recorrí millas a través de la oscuridad en el asiento trasero del coche sin tener idea de dónde estábamos o adonde íbamos. Conducía otro hombre y, cuando nos indicaban que parásemos, Athos nos cubría con una manta. En un alemán correcto aunque manchado de griego, Athos se quejaba de que estaba enfermo. No sólo se quejaba. Sollozaba, gemía. Insistía en describir al detalle sus síntomas y sus tratamientos. Hasta que, asqueados y enfadados, nos dejaban ir. Cada vez que parábamos yo estaba agarrotado contra la solidez de su cuerpo, una ampolla apretada de pánico.
Me dolía la cabeza por la fiebre, podía oler cómo se me quemaba el pelo. Durante días y noches huí a toda prisa de mi padre y de mi madre. De largas tardes junto al río con mi mejor amigo, Mones. Me los arrancaron a todos del cráneo de cuajo.
Pero Bella se aferraba. Éramos muñecas rusas. Yo dentro de Athos, Bella dentro de mí.
No sé cuánto tiempo estuvimos viajando de esta manera. Una vez me desperté y vi rótulos en una caligrafía fluida que parecía hebrea. Entonces Athos dijo que habíamos llegado a casa, a Grecia. Cuando nos acercamos vi que las palabras eran extrañas; nunca había visto letras griegas. Era de noche, pero las casas cuadradas eran blancas incluso en la oscuridad, y el aire era suave. A mí el hambre y el haber pasado tanto tiempo tumbado en el coche me hacían sentir confuso.
Athos dijo: «Yo seré tu koumbaros, tu padrino, el padrino de tu boda y de la de tus hijos…».
Athos dijo: «Debemos sujetarnos el uno al otro. Si no tenemos esto, qué es lo que somos…».
En la isla de Zakynthos, Athos —científico, estudioso, regular maestro de lenguas— realizó su más asombrosa hazaña. Extrajo de sus pantalones a un refugiado de siete años, Jakob Beer.
El pasado sombrío tiene la forma de todas las cosas que nunca ocurrieron. Invisible, derrite el presente como la lluvia a través de la piedra caliza. Una biografía de la nostalgia. Nos guía como el magnetismo, un tórculo del espíritu. Así es como uno se rompe por un olor, una palabra, un lugar, la fotografía de una montaña de zapatos. Por el amor que cierra su boca antes de pronunciar un nombre.
No presencié los acontecimientos más importantes de mi vida. Mi historia más profunda debe ser contada por un ciego, un prisionero del sonido. Desde detrás de una pared, desde debajo de la tierra. Desde la esquina de una casa pequeña en una isla pequeña que sale como un hueso de la piel del mar.
En Zakynthos vivíamos cerca del cielo. Estábamos rodeados, muy abajo, por las olas inquietas. Según el mito, el mar Jónico está embrujado por un error de amor.
En el piso de arriba había dos habitaciones, y dos vistas. La ventana del dormitorio pequeño se abría al vacío y al mar. La otra habitación, el estudio de Athos, daba a la ladera de nuestra colina pedregosa y se veía a lo lejos el pueblo y el muelle. En las noches de invierno, cuando el viento era húmedo e implacable, parecía que estuviéramos sobre el puente de un barco, las contraventanas crujiendo como mástiles y aparejos; el pueblo de Zakynthos relucía, luminiscente, como si estuviera bajo las olas.
Durante los ratos más oscuros de las noches de verano, yo escalaba por la ventana del dormitorio para tumbarme sobre el tejado. De día permanecía en el dormitorio pequeño, deseando que mi piel adoptase la textura de la madera del suelo, que adoptase el estampado de la alfombra o de la colcha, para poder desaparecer simplemente quedándome muy quieto.
En la primera Semana Santa que pasamos escondidos estuve asomado a la ventana del estudio de Athos durante el clímax de la Misa de Anastasimi. Se portaban velas de procesión, una línea débil y serpenteante que iba parpadeando por las calles, recorriendo la ruta de los epitafios y dispersándose luego hacia las colinas desnudas. En las afueras del pueblo, al irse los fieles hacia sus casas, la línea se deshacía en brasas. Con la frente apoyada en el cristal, miraba y me encontraba en mi propio pueblo, en las tardes de invierno, con mi profesor encendiendo las mechas de nuestras linternas y dejándonos salir a la calle como barquitos de juguete que dieran brincos navegando por una alcantarilla inundada. Las asas de alambre tintineaban contra los globos calientes. Los olores ascendentes de nuestros abrigos húmedos. Mones balanceando los brazos, su farol rozando el suelo, su aliento blanco iluminado desde abajo. Observé la procesión de Semana Santa y coloqué cuidadosamente en órbita esta imagen paralela, como otras fantasmales evocaciones gemelas. En una estantería interior demasiado alta para poder alcanzarla. Incluso ahora, medio siglo después, mientras escribo esto en otra isla griega, miro las remotas luces del pueblo allá abajo y siento el calor de una linterna subiéndome por la manga.
Miraba a Athos leer sentado a su mesa por las tardes, y veía a mi madre cosiendo, mi padre hojeando los periódicos del día, a Bella estudiando música. Cualquier momento dado —por muy trivial que sea, por muy ordinario— posee una cierta contención, está repleto de vida boquiabierta. Ya no recuerdo sus rostros, pero imagino gestos que intentan agotar una vida entera de amor en el último segundo. Sea cual sea la edad del rostro, una vida entera de sentimiento intacto lo vuelve joven de nuevo en el momento de la muerte.
Yo era como los hombres de las historias de Athos, que escogieron sus rutas antes de la invención de la distancia y nunca supieron exactamente dónde estaban. Observaban las estrellas y sabían que se les escapaba parte de la información, la
térra nullius
erizándoles el pelo de la nuca.
En Zakynthos vivíamos sobre una roca sólida, en un lugar elevado y ventoso lleno de luz. Aprendí a tolerar las imágenes que surgían dentro de mí como moratones. Pero sumido en la expectación constante de la puerta reventada, el sabor de la sangre que me llenaba la boca de repente, muchas veces al día, no era capaz de concebir una sensación más fuerte que el miedo. ¿Qué es más fuerte que el miedo?; Athos, ¿quién es más fuerte que el miedo?
En Zakynthos cultivaba un jardín de toronjil y albahaca en un cuadrado de luz sobre el suelo. Imaginaba los pensamientos del mar. Me pasaba el día escribiéndoles mi carta a los muertos y ellos me contestaban de noche en sueños.
Athos (Athanasios Roussos) era un geólogo dedicado a una trinidad privada de turba, piedra caliza y madera arqueológica. Pero como la mayoría de los griegos, había surgido del mar. Su padre fue el último de los Roussos marineros, el que llevó a su conclusión la empresa naviera familiar, que se remontaba 1700, cuando embarcaciones rusas navegaban por los estrechos turcos desde el mar Negro al Egeo. Athos sabía que ningún barco es un objeto, que hay un espíritu que anima las jarcias y la madera, que un barco hundido se convierte en su fantasma. Sabía que masticar pescado crudo alivia la sed. Sabía que hay treinta y cuatro elementos en el agua del mar. Describía las, antiguas galeras griegas de cedro, calafateadas con betún y vestidas con velas de seda o de lino en colores vivos. Me habló de las balsas peruanas y de los botes de paja polinesios. Me explicó cómo se construían las inmensas almadías siberianas, con píceas de la taiga sobre los ríos helados, y cómo se liberaban luego cuando el hielo se derretía en primavera. A veces unían dos almadías y creaban una nave tan grande que podía transportar una casa con chimenea de piedra. Athos había heredado de su padre, quien a su vez las había recibido de capitanes e hidrógrafos, cartas de navegación que habían ido aumentando a través de las generaciones. Me dibujaba con tiza las rutas comerciales de su bisabuelo sobre un globo de aprendiz hecho de pizarra negra. Aun siendo un niño, al tiempo que se me extraía mi pasado de sangre, comprendí que se me estaba ofreciendo una segunda historia, si tenía fuerza, suficientes para aceptarla.
Compartir un escondite, físico o psicológico, es tan íntimo como el amor. Yo seguía a Athos de una habitación a otra. Tenía miedo, el miedo que debe de sentir el que tiene sólo una persona en quien confiar, una ansiedad que sólo podía solucionar a través de la devoción. Me sentaba a su lado mientras él escribía en su mesa, contemplando las fuerzas que convierten los mares en piedras, las piedras en líquidos. Abandonó sus intentos de mandarme a la cama. A menudo me tumbaba como un gato a sus pies, rodeado de libros apilados cada vez a mayor altura en el suelo junto a su silla. Bien entrada la noche, mientras él trabajaba —con una concentración sólida que me inducía al sueño— le colgaba el brazo como una cuerda de plomada. Me relajaban los olores de las tapas de los libros y del tabaco de pipa y la presión de su mano segura y pesada sobre mi cabeza. Su brazo izquierdo estirándose hacia la tierra, su brazo derecho hacia arriba, con la palma mirando al cielo.
Durante esos largos meses, escuché a Athos relatar no sólo la historia de la navegación —elevada dramáticamente con anécdotas ancestrales, ilustraciones de libros y de mapas— sino también la historia de la misma tierra. Construía frente a mi imaginación la enorme y palpitante
térra mobilis
: «Imagínate una roca sólida hirviendo como un estofado; una montaña entera explotando y convertida en llamas, o siendo devorada poco a poco por la lluvia, como mordiscos en una manzana…». Iba de la geología a la paleontología y la poesía: «Piensa en la primera planta fototrópica, el primer aliento de un animal, las primeras células que se unieron pero que no se dividieron al reproducirse, el primer parto humano…». Citaba a Lucrecio: «Las primeras armas fueron las manos, las uñas y los dientes. Luego vinieron las piedras y las ramas arrancadas de los árboles, y el fuego, y la llama…».
Gradualmente Athos y yo aprendimos nuestros idiomas respectivos. Un poco de mi yiddish, salpicado de polaco compartido. Su griego y su inglés. Nos metíamos palabras nuevas en la boca como si fueran comidas extranjeras; sabores sospechosos para los que había que educar el gusto.
Athos no quería que yo olvidara. Me hizo repasar el alfabeto hebreo. Todos los días me decía lo mismo: «Lo que estás recordando es tu futuro». Me enseñó la adornada caligrafía griega, como una gemela torcida del hebreo. Tanto el hebreo como el griego, según le gustaba decir a Athos, contienen la soledad antigua de las ruinas, «como una flauta que se oye a lo lejos en una ladera de olivos, o una voz que llama a un barco desde la orilla».
Mi lengua aprendió despacio sus nuevos y tristes poderes. Yo deseaba limpiarme la boca de recuerdos. Deseaba que mi boca me pareciera mía al pronunciar su griego hermoso y complicado, sus espesas consonantes y sus muchas sílabas, difíciles y elegantes como el agua corriendo entre las rocas. Comía comida griega, bebía de los pozos de Zakynthos hasta que también yo fui capaz de distinguir entre los distintos manantiales de la isla.
Penetramos un territorio de más y más ternura, dos almas perdidas y solas en cubierta, sobre un océano negro e ilimitado, con el viento arrancando esquinas de la casa con cada aullido, sin luces que nos guiaran ni luces que descubrieran nuestra posición.
Al llegar el amanecer Athos a menudo tenía los ojos empañados de admiración por su valiente linaje, o por el futuro. «Yo seré tu koumbaros, tu padrino, el padrino de tu boda y de la de tus hijos… Debemos sujetarnos el uno al otro. Si no tenemos esto, ¿qué es lo que somos? El espíritu que está dentro del cuerpo es como el vino dentro de un vaso; cuando se derrama, empapa el aire y la tierra y la luz… Es un error creer que son las cosas pequeñas las que dominamos y no las grandes. ¡Es al revés! No podemos evitar los accidentes pequeños, el minúsculo detalle que introduce una conspiración en el destino: ese momento extra en que corres a recoger algo olvidado, un momento que te salva de un accidente —o te lo provoca. Pero podemos imponer el orden mayor, los grandes valores humanos diariamente, el único orden que es lo suficientemente grande para ser visto».