¡Miré y contemplé un nuevo mundo! Todo lo que antes había deducido, conjeturado, soñado, de perfecta belleza circular, se extendía ante mí, visiblemente encarnado. Lo que parecía el centro de la forma del desconocido yacía abierto ante mi vista: sin embargo no podía ver ningún corazón, ni pulmones ni arterias, sólo un bello y armonioso Algo… para lo que no tenía palabras; pero vosotros, lectores míos de Espaciolandia, lo llamaríais la superficie de la esfera.
Postrándome mentalmente ante mi guía, exclamé:
—¿Cómo es posible, oh ideal divino de sabiduría y belleza consumadas, que vea vuestro interior y no pueda ver sin embargo vuestro corazón, vuestros pulmones, vuestras arterias, vuestro hígado?
—Lo que creéis ver, no lo veis —contestó él—; ni vos ni ningún otro ser puede ver mis partes internas. Soy de un orden de seres distinto de los de Planilandia. Si fuese un círculo podríais contemplar mis intestinos, pero soy un ser compuesto, como os dije antes, de muchos círculos, los muchos en el uno, lo que se llama en este país una esfera. Y, lo mismo que el exterior de un cubo es un cuadrado, el exterior de una esfera presenta la apariencia de un círculo.
Aunque estaba desconcertado por la enigmática declaración de mi maestro, ya no me apretaba contra él, sino que le adoraba en adoración silenciosa. Continuó hablando, con una mayor dulzura en la voz:
—No os preocupéis si no podéis entender al principio los misterios más profundos de Espaciolandia. Se os irán aclarando gradualmente. Empecemos por echar un vistazo a la región de la que venís. Volved conmigo un rato a las llanuras de Planilandia, y os mostraré aquello sobre lo que habéis razonado y pensado muchas veces pero nunca habéis apreciado con el sentido de la vista: un ángulo visible.
—¡Imposible! —exclamé.
Pero la esfera abrió la marcha y yo la seguí como en un sueño, hasta que su voz me hizo pararme una vez más:
—Mirad allá, y contemplad vuestra propia casa pentagonal, y a todos sus habitantes.
Miré hacia abajo y vi con mi ojo físico toda aquella individualidad doméstica que hasta entonces sólo había deducido con el entendimiento. ¡Y qué pobre y sombría era la conjetura deducida en comparación con la realidad que estaba contemplando! Mis cuatro hijos plácidamente dormidos en las habitaciones noroccidentales, mis dos nietos huérfanos en el sur; los criados, el mayordomo, mi hija, todos en sus diversos aposentos. Sólo mi afectuosa esposa, alarmada por mi ausencia prolongada, había abandonado su habitación y paseaba arriba y abajo por el vestíbulo, esperando angustiada mi regreso. También el chico de los recados, despertado por mis gritos, había abandonado su habitación y, con el pretexto de comprobar si me había caído en algún sitio por un desmayo, estaba mirando en el armario de mi estudio. Todo esto podía de pronto
verlo
no simplemente deducirlo; y, a medida que fui acercándome más, pude ver también hasta el contenido de mi armario y los dos arcones de oro y los cuadernos que la esfera había mencionado.
Conmovido por el desasosiego de mi esposa, habría bajado de un salto a tranquilizarla, pero me encontré con que no podía moverme.
—No os preocupéis por vuestra esposa —dijo mi guía—, no tardará en dejar de angustiarse; entre tanto, hagamos una inspección de Planilandia.
Sentí que me elevaba de nuevo a través del espacio. Era además como había dicho la esfera. Cuanto más nos alejábamos del objeto que contemplábamos, mayor se hacía el campo de visión. Mi ciudad natal, con el interior de cada casa y cada criatura que había dentro, se extendía abierto en miniatura ante mi vista. Subimos más arriba y hete aquí que quedaron expuestas ante mí las profundidades de las minas y las cavernas más recónditas de las montañas.
Atónito con la visión de los misterios de la tierra, desvelados así ante mi ojo indigno, dije a mi compañero:
—Me he hecho como Dios. Pues los sabios de nuestro país dicen que ver todas las cosas, o como dicen ellos, la
omnividencia
, es un atributo exclusivo de Dios.
Había un leve tono de burla en la voz de mi maestro cuando me contestó:
—¿De veras? Entonces hasta los carteristas y asesinos de mi país merecen que les rindan culto como a dioses vuestros sabios, pues no hay ni uno solo de ellos que no vea tanto como veis vos ahora. Pero confiad en mí, vuestros sabios están equivocados.
Yo.
¿La omnividencia es, pues, atributo de otros además de Dios?
Esfera.
No sé. Pero si un carterista o un asesino de nuestro país puede ver todo lo que hay en el vuestro, es indiscutible que no hay ninguna razón por la que un carterista o un asesino no deba ser aceptado por vosotros como un dios. Esta omnividencia, como vos la llamáis (no es una palabra corriente en Espaciolandia), ¿os hace más justo, más compasivo, menos egoísta, más afectuoso? En absoluto. Entonces, ¿cómo os hace más divino?
Yo. «¡Más compasivos más afectuoso!». ¡Pero eso son cualidades de mujeres! Y nosotros sabemos que un círculo es un ser más elevado que una línea recta, en la medida en que el conocimiento y la sabiduría son más dignos de estima que el mero afecto.
Esfera. No me corresponde a mí clasificar las facultades humanas de acuerdo con el mérito. Pero muchos de los mejores y más sabios de Espaciolandia otorgan mayor consideración a los afectos que a la inteligencia, a vuestras despreciadas líneas rectas que a vuestros ensalzados círculos. Pero dejemos eso. Mirad allá. ¿Conocéis ese edificio?
Miré y vi a lo lejos un edificio poligonal inmenso, en el que reconocí la sede de la Asamblea General de los Estados de Planilandia, rodeado por densas hileras de edificios pentagonales formando ángulos rectos entre sí, que me di cuenta de que eran calles; y comprendí que estaba acercándome a la gran Metrópolis. —Descendemos aquí —dijo mi guía. Era ya por la mañana, la primera hora del primer día del año dos mil de nuestra era. Actuando como tenían por costumbre, rigurosamente de acuerdo con los precedentes, los círculos más elevados del reino estaban reunidos en cónclave solemne, lo mismo que se habían reunido en la primera hora del primer día del año 1000, y también en la primera hora del primer día del año 0.
En aquel momento estaba leyendo las actas de las reuniones anteriores uno al que reconocí inmediatamente como mi hermano, que era un cuadrado perfectamente simétrico y jefe administrativo del consejo supremo. En ambas ocasiones se había consignado que: «Considerando que nuestros estados se habían visto perturbados por diversas personas malintencionadas que pretendían haber recibido revelaciones de otro mundo, y aseguraban realizar demostraciones con las que habían arrastrado al frenesí a otros y a sí mismos, el gran consejo había resuelto por unanimidad que el primer día de cada milenio se enviasen órdenes a los prefectos de los diversos distritos de Planilandia de efectuar una búsqueda rigurosa de esas personas insensatas y, sin la formalidad del examen matemático, destruirlas a todas cuando fuesen isósceles, cualquiera que fuese su grado, azotarlas y encarcelarlas, en el caso de los triángulos regulares, ordenar en el de los cuadrados y pentágonos que se las enviara al manicomio del distrito y detener a cualquiera que fuera de rango superior, enviándole directamente a la capital para que el consejo le examinara y le juzgara».
—Ya conocéis vuestro destino —me dijo la esfera, mientras el consejo se disponía a aprobar por tercera vez la resolución oficial—. Al apóstol del evangelio de la tercera dimensión le aguarda la muerte o la cárcel.
—Nada de eso —contesté—, el asunto está ahora tan claro para mí, la naturaleza del espacio real es tan palpable, que creo que podría hacérselo entender a un niño. Permitidme que descienda ahora mismo y les ilumine.
—Aún no —dijo mi guía—, ya llegará el momento de eso. Mientras tanto, debo cumplir mi misión. Quedaos donde estáis. Y, con estas palabras, saltó con gran destreza al mar (si puedo llamarlo así) de Planilandia, en medio mismo del circulo de consejeros.
—Vengo a proclamar —gritó— que hay un país de tres dimensiones.
Vi que muchos de los consejeros más jóvenes retrocedían con manifiesto horror, cuando la sección circular de la esfera se ensanchaba ante ellos. Pero, a una señal del círculo que presidía (que no mostró la más leve alarma o sorpresa), seis isósceles de tipo inferior se abalanzaron desde seis partes distintas sobre la esfera.
—¡Le tenemos! —gritaron—. No; sí. ¡Aún le tenemos! ¡Se va! ¡Se va!
—Señores míos —dijo el presidente de los jóvenes círculos del consejo—, no hay razón alguna para sorprenderse; los archivos secretos, a los que sólo yo tengo acceso, me dicen que en los dos últimos comienzos de milenio sucedió un hecho similar. No deben decir nada de estas nimiedades, claro está, fuera del gabinete.
Luego, elevando la voz, llamó a los guardias.
—Detengan a los policías; amordácenlos. Ya saben cuál es su deber.
Después que hubo encomendado a su destino a los desdichados policías (involuntarios y malaventurados testigos de un secreto de estado que no les estaba permitido revelar), se dirigió de nuevo a los consejeros.
—Señores míos, concluida la tarea del consejo, no me resta ya sino desearles un feliz año nuevo.
Antes de irse, comunicó, extendiéndose un tanto, al jefe administrativo, mi excelente pero desafortunadísimo hermano, que lamentaba sinceramente que, de acuerdo con los precedentes y en salvaguardia del secreto, tuviese que condenarle a prisión perpetua, pero añadió con satisfacción que, salvo que hiciese alguna mención del incidente de aquel día, se le respetaría la vida.
CUANDO VI QUE se llevaban a la prisión a mi pobre hermano, intenté bajar de un salto a la cámara del consejo, deseoso de interceder en favor suyo, o al menos decirle adiós. Pero descubrí que no tenía movimiento propio. Dependía absolutamente de la voluntad de mi guía, que dijo con tonos sombríos:
—No os preocupéis por vuestro hermano; tal vez tengáis tiempo sobrado después de expresarle vuestras condolencias. Seguidme.
—Hasta ahora —dijo la esfera—, no os he mostrado más que figuras planas y su interior. Ahora debo presentaros a los sólidos y revelaros el plan de acuerdo con el cual están construidos. Contemplad esta multitud de tarjetas cuadradas móviles. Mirad, pongo una encima de otra, no como vos dais por supuesto al norte de la otras sino sobre la otra. Ahora una segunda, ahora una tercera. Ved, estoy construyendo un sólido con una multitud de cuadrados paralelos entre sí. Ahora el sólido está completo, es tan alto como largo y ancho y nosotros le llamamos un cubo.
—Perdonadme, mi señor —repliqué—, pero para mi ojo la apariencia es como la de una figura irregular cuyo interior se halla expuesto a la vista; en otras palabras, yo creo que veo no un sólido sino un plano tal como nosotros deducimos en Planilandia; sólo que de una irregularidad que corresponde a un monstruoso delincuente, de manera que su simple visión resulta dolorosa a mis ojos.
—Cierto —dijo la esfera—, a vos os parece un plano, porque no estáis habituado a la luz y la sombra y la perspectiva; lo mismo que en Planilandia un hexágono parecería una línea recta a alguien que no dominase el arte de la identificación visual. Pero en realidad es un sólido, como podréis apreciar por el sentido del tacto.
Entonces me presentó al cubo y resultó que aquel ser maravilloso no era realmente ningún plano, sino un sólido; y que estaba dotado de seis lados planos y ocho puntos terminales llamados ángulos sólidos; y recordé lo que había dicho la esfera de que precisamente aquella criatura estaba formada por un cuadrado que se desplazaba en el espacio paralelo a sí mismo, y me alegró pensar que una criatura tan insignificante como yo pudiese considerarse en cierto modo el progenitor de tan ilustre vástago.
Pero seguía sin poder entender aún del todo el significado de lo que me había dicho mi maestro sobre «luz» y «sombra» y «perspectiva»; y no dudé en plantearle mis problemas.
Si expusiese la respuesta que la esfera dio a estas cuestiones, a pesar de que fue sucinta y clara, resultaría tediosa para un habitante de Espaciolandia, que ya sabe esas cosas. Baste decir que, gracias a sus lúcidas aclaraciones y cambiando la posición de objetos y luces, y permitiéndome tocar los diversos objetos e incluso su propia persona sagrada, me aclaró al fin todas las cosas, de manera que pude ya diferenciar fácilmente entre un círculo y una esfera, una figura plana y un sólido.