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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (24 page)

BOOK: Plataforma
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Era una teoría atractiva, y Valérie me escuchó con atención; pero yo mismo no estaba realmente convencido. ¿Había que concluir que el primer
cyborg
, el primer individuo que estaría de acuerdo en que le implataran en el cerebro elementos de inteligencia artificial de origen extrahumano, se convertiría de inmediato en una estrella? Probablemente, sí; pero ya no tenía mucho que ver con el tema. Por mucho que Michael Jackson fuese una estrella, desde luego no era un símbolo sexual; si uno quería provocar desplazamientos turísticos masivos, susceptibles de rentabilizar grandes inversiones, tenía que pensar en fuerzas de atracción más elementales.

Un poco más tarde, Jean-Yves y los demás regresaron de la visita a la ciudad. El museo de historia local estaba dedicado, sobre todo, a las costumbres de los tainos, los primeros habitantes de la región. Parecían haber llevado una vida apacible, basada en la agricultura y la pesca; casi no existían conflictos entre tribus vecinas; los españoles no habían tenido la menor dificultad en exterminar a esos seres poco preparados para luchar. Actualmente no quedaba nada de ellos, salvo algunas mínimas huellas genéticas en el aspecto físico de ciertos individuos; su cultura había desaparecido por completo, de hecho podría no haber existido jamás. Algunos dibujos realizados por los eclesiásticos que habían intentado —casi siempre en vano— sensibilizarlos al mensaje del evangelio, los representaban trabajando o ajetreándose en torno al fuego para cocinar; mujeres con el pecho desnudo amamantaban a sus hijos. Parecía, si no un Edén, al menos una
historia lenta
; la llegada de los españoles había acelerado notablemente las cosas. Tras los conflictos típicos entre las potencias coloniales que en aquella época estaban en el candelero, Cuba se había independizado en 1898, para pasar de inmediato a estar bajo dominación norteamericana. En 1959, después de varios años de guerra civil, las fuerzas revolucionarias encabezadas por Fidel Castro vencieron al ejército regular, obligando a Batista a huir. Teniendo en cuenta que por aquel entonces el mundo estaba dividido en dos bloques, Cuba se había visto obligada a un rápido acercamiento al bloque soviético y había instaurado un régimen de tipo marxista. Privada de apoyo logístico tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, el régimen estaba tocando a su fin. Valérie se puso una falda corta, abierta por un lado, y un pequeño top de encaje negro; teníamos tiempo de tomarnos un cóctel antes de cenar.

Todo el mundo estaba reunido junto a la piscina, mirando cómo se ponía el sol sobre la bahía. Cerca de la orilla se oxidaban lentamente los restos de un carguero. Otros barcos más pequeños flotaban sobre las aguas, casi inmóviles; todo aquello daba una intensa impresión de abandono. No llegaba el menor ruido desde las calles de la ciudad; se encendieron algunas farolas, titubeantes. En la mesa de Jean— Yves había un hombre de unos sesenta años, con la cara delgada y cansada, y aspecto miserable; y otro, mucho más joven, treinta años todo lo más, en quien reconocí al gerente del hotel. Le había observado varias veces en el curso de la tarde, dando vueltas entre las mesas con nerviosismo, corriendo de un lado a otro para comprobar que todo el mundo estaba servido; su rostro parecía minado por una ansiedad permanente, sin objeto. Al vernos llegar se levantó con vivacidad, acercó dos sillas, llamó a un camarero, se aseguró de que éste llegara enseguida; luego se precipitó hacia las cocinas. El hombre mayor, por su parte, paseaba una mirada desengañada por la piscina, las parejas sentadas a las mesas y, aparentemente, el mundo en general.

—Pobre pueblo cubano… —dijo tras un largo silencio—.

Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos.

Jean-Yves nos explicó que vivía justo al lado, que era el padre del gerente del hotel. Había participado en la revolución, más de cuarenta años antes; había formado parte de uno de los primeros batallones de soldados que se adhirieron a la insurrección castrista. Después de la guerra trabajó en la fábrica de níquel de Moa, al principio como obrero, luego como capataz, y al final —tras terminar sus estudios en la universidad— como ingeniero. Su condición de héroe de la revolución había permitido que su hijo consiguiera un puesto importante en la industria turística.

—Hemos fracasado… —dijo con voz sorda—. Y nos hemos merecido el fracaso. Teníamos dirigentes de gran valor, hombres excepcionales, idealistas, que ponían el bien de la patria por encima del suyo propio. Recuerdo al comandante Che Guevara el día que vino a inaugurar la fábrica de tratamiento de cacao en nuestra ciudad; todavía veo su cara valiente y honesta. Nadie ha podido decir nunca que el comandante se hubiera enriquecido, que hubiera intentado conseguir privilegios para él ni para su familia. Tampoco fue éste el caso de Camilo Cienfuegos, ni de ninguno de nuestros dirigentes revolucionarios, ni siquiera Fidel; a Fidel le gusta el poder, es cierto, quiere controlarlo todo; pero es desinteresado, no tiene grandes propiedades ni cuentas en Suiza. Así que allí estaba el Che, inauguró la fábrica, pronunció un discurso exhortando al pueblo cubano a ganar la batalla pacífica de la producción tras la lucha armada del combate por la independencia; era poco antes de que se marchara al Congo. Podíamos ganar esa batalla perfectamente. Esta región es muy fértil, la tierra es rica y húmeda, todo crece a voluntad: café, cacao, caña de azúcar, toda clase de frutos exóticos. El subsuelo está saturado de mineral de níquel. Teníamos una fábrica ultramoderna, construida con ayuda de los rusos. Al cabo de seis meses, la producción había caído hasta la mitad de su nivel normal: todos los obreros robaban chocolate, en bruto o en tabletas, se lo repartían a su familia o se lo revendían a los extranjeros. Y lo mismo ocurrió en todas las fábricas, a escala nacional. Cuando no encontraban nada que robar, los obreros trabajaban mal, eran perezosos, siempre estaban enfermos, se ausentaban sin el menor motivo. Me pasé años intentando hablar con ellos, convencerlos de que hicieran un pequeño esfuerzo por el interés de su país, y el único resultado fue la decepción y el fracaso.

Se quedó callado; los restos del día flotaban sobre el Yunque, una montaña con la cima misteriosamente truncada, en forma de mesa, que dominaba las colinas y que ya en su época había impresionado a Cristóbal Colón. Del comedor venían ruidos de cubiertos que entrechocaban. ¿Qué podía incitar a los seres humanos, exactamente, a llevar a cabo trabajos aburridos y penosos? Me parecía la única pregunta política que merecía la pena plantearse. El testimonio del viejo obrero era abrumador, sin remisión: en su opinión la única respuesta era la necesidad de dinero; en cualquier caso, era obvio que la revolución no había logrado crear al
hombre nuevo
, sensible a motivaciones más altruistas. Así pues, la sociedad cubana —como todas las sociedades— sólo era un laborioso dispositivo de trucaje pensado para que algunos se libraran de los trabajos aburridos y penosos. Excepto que el trucaje había fracasado, que ya no engañaba a nadie, que nadie seguía acariciando la esperanza de disfrutar un día del trabajo común. El resultado era que todo había dejado de funcionar, que ya nadie trabajaba ni producía nada, y que la sociedad cubana se había vuelto incapaz de asegurar la supervivencia de sus miembros.

Los demás participantes en la excursión se levantaron y se dirigieron a las mesas. Yo buscaba desesperadamente algo optimista que decirle al viejo, un impreciso mensaje de esperanza; pero no se me ocurría qué. Como decía él con amargura, Cuba no tardaría en convertirse al capitalismo, y de las esperanzas revolucionarias no quedaría más que el sentimiento de fracaso, la inutilidad y la vergüenza. Nadie respetaría ni seguiría su ejemplo, que para las generaciones futuras sería incluso objeto de disgusto. Aquel hombre había luchado y luego había trabajado durante toda su vida absolutamente para nada.

Bebí bastante durante toda la cena, y al final me emborraché del todo; Valérie me miraba un poco preocupada. Las bailarinas de salsa se preparaban para el comienzo del espectáculo; llevaban faldas plisadas, vestidos tubo multicolores.

Nos instalamos en la terraza. Yo sabía, más o menos, lo que quería decirle a Jean-Yves; ¿era un buen momento? Parecía un poco desamparado, pero no estaba tenso. Pedí un último cóctel y encendí un cigarrillo antes de dirigirme a él.

—¿De verdad quieres dar con una formula nueva para salvar tus hoteles-club?

—Pues claro; para eso estoy aquí.

—Crea un club donde la gente pueda follar. Eso es lo que más echan de menos. Si no han tenido una aventurilla de vacaciones, vuelven insatisfechos. No se atreven a confesarlo, o quizás no se dan cuenta; pero a la vez siguiente cambian de prestatario.

—Oye, todos pueden follar, de hecho todo está pensado para incitarles a hacerlo, es el principio de los clubs; no tengo ni idea de por qué no lo hacen.

Yo rechacé la objeción con un ademán.

—Yo tampoco tengo ni idea, pero ése no es el problema; no sirve de nada buscar las causas del fenómeno, suponiendo que tal expresión tenga algún sentido. Desde luego, algo pasa para que los occidentales ya no consigan acostarse juntos; quizás tenga algo que ver con el narcisismo, con el individualismo, con el culto al rendimiento, poco importa. El caso es que a partir de los veinticinco o treinta años a la gente no le resultan nada fáciles los encuentros sexuales nuevos; y sin embargo siguen necesitándolos, es una necesidad que se desvanece muy despacio. Así que se pasan treinta años de su vida, casi toda su edad adulta, en un estado de carencia permanente.

Cuando uno está empapado de alcohol, justo antes de empezar a embrutecerse, a veces tiene instantes de aguda lucidez. El deterioro de la sexualidad en Occidente era, sin duda, un fenómeno sociológico y masivo, y resultaba inútil intentar explicarlo mediante tal o cual factor psicológico individual; pero al mirar a Jean-Yves me di cuenta de que él ilustraba mi tesis a la perfección, tanto que casi me sentí incómodo. No solamente ya no follaba ni tenía tiempo de intentarlo, sino que en realidad ya ni siquiera tenía ganas, y aún peor, sentía inscribirse en su cuerpo esta pérdida de vida, empezaba a percibir el olor de la muerte.

—Sin embargo… —añadió él tras una larga vacilación—, he oído decir que los clubs de intercambio de parejas tienen cierto éxito.

—No, precisamente les va cada vez peor. Hay muchos clubs que abren, pero cierran casi enseguida, porque no tienen clientes. En realidad, en París sólo hay dos que aguantan el tirón, Chris et Manu y 2 + 2, y aun así sólo se llenan los sábados por la noche; para una población de diez millones de habitantes es poco, y desde luego es mucho menos que a principios de la década de los noventa. Los clubs de intercambio son una fórmula simpática, pero cada vez más pasada de moda, porque la gente cada vez tiene menos ganas de intercambiar algo; la idea de intercambio no cabe en la mentalidad moderna. En mi opinión, el intercambio sexual tiene actualmente tantas posibilidades de sobrevivir como el autostop en los años setenta. La única práctica que significa algo en este momento es el sadomaso…

En ese instante Valérie me miró horrorizada, incluso me dio una patada en la espinilla. La miré con sorpresa, y tardé unos segundos en entenderla: no, claro que no iba a hablar de Audrey; le hice un pequeño gesto con la cabeza para tranquilizarla. Jean-Yves no se había dado cuenta de la interrupción.

—Así que —continué— por una parte tienes varios cientos de millones de occidentales que tienen todo lo que quieren, pero que ya no consiguen encontrar la satisfacción sexual:

buscan y buscan pero no encuentran nada, y son desgraciados hasta los tuétanos. Por otro lado tienes varios miles de millones de individuos que no tienen nada, que se mueren de hambre, que mueren jóvenes, que viven en condiciones insalubres y que sólo pueden vender sus cuerpos y su sexualidad intacta. Es muy sencillo, de lo más sencillo: es una situación de intercambio ideal. El dinero que se puede hacer con eso es inimaginable: más que con la informática, que con la biotecnología, con la industria de la comunicación; no hay sector económico que se le pueda comparar.

Jean-Yves no contestó nada; en ese momento, la orquesta empezó a tocar. Las bailarinas eran bonitas, sonreían, sus faldas plisadas giraban descubriendo los muslos morenos; ilustraban mis palabras de maravilla. Al principio creí que Jean-Yves no seguiría hablando, que simplemente iba a rumiar la idea. Pero al cabo de cinco minutos dijo:

—Tu sistema no funcionaría en los países musulmanes…

—No pasa nada, les dejas lo de «Eldorador Explorador».

Incluso puedes endurecer la fórmula, con trekking y experiencias ecológicas, un rollo de supervivencia al límite que podrías llamar «Eldorador Aventura»: se vendería bien en Francia y en los países anglosajones. Y los clubs basados en el sexo funcionarían en los países mediterráneos y en Alemania…

Esta vez, Jean-Yves sonrió abiertamente.

—Tendrías que haber hecho carrera en este negocio…

—me dijo, medio en broma medio en serio—. Tienes ideas…

—Oh, sí, ideas… —La cabeza empezaba a darme vueltas, ni siquiera veía bien a las bailarinas; apuré mi cóctel de un trago—. Puede que tenga ideas, pero soy incapaz de explotarlas, de preparar presupuestos provisionales. Así que, vaya, sí, tengo ideas…

Apenas recuerdo el resto de la velada; supongo que me quedé dormido. Cuando me desperté estaba tumbado en la cama; Valérie, desnuda a mi lado, respiraba regularmente.

La desperté al moverme para coger un paquete de tabaco.

—Agarraste una buena anoche…

—Sí, pero lo que le he dicho a Jean-Yves iba en serio.

—Creo que lo ha tomado en serio… —Me acarició el vientre con las yemas de los dedos—. Además, creo que tienes razón. En Occidente, la liberación sexual se ha acabado para siempre.

—¿Sabes por qué?

—No… —Dudó, y luego dijo—: No, en el fondo no.

Yo encendí un cigarrillo, me acomodé contra la almohada y dije:

—Chúpamela.

Ella me miró con sorpresa, pero me puso una mano en los huevos y acercó la boca.

—¿Lo ves? — exclamé con expresión triunfante. Ella se interrumpió y me miró con asombro—. ¿Lo ves? Te digo que me la chupes, y lo haces. Aunque no tenías ganas.

—Bueno, no estaba pensando en eso; pero me gusta.

—Eso es lo maravilloso de ti: te gusta dar placer. Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega.

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