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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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—Tendríamos que pasar una semana en un club, de incógnito, sin ningún objetivo concreto. Sólo para ver el ambiente.

—Sí… —Jean-Yves se incorporó en el sillón y cogió un montón de cuestionarios—. Habría que mirar los que tienen peores resultados. — Pasó rápidamente las páginas—. Djerba y Monastir son una catástrofe; pero de todas formas creo que vamos a dejar de hacer Túnez. Ya está demasiado edificado, la competencia está dispuesta a bajar los precios a niveles increíbles; teniendo en cuenta nuestro posicionamiento, nunca podremos seguirla.

—¿Tienes ofertas de compra?

—Pues sí, curiosamente; Neckermann está interesado.

Quieren entrar en los antiguos países del Este: Eslovaquia, la República Checa, Hungría, Polonia…, lo más bajo del espectro; pero la Costa Brava está completamente saturada. También les interesa nuestro club de Agadir, y ofrecen un precio razonable. Estoy bastante tentado de cedérselo; a pesar del sur marroquí, Agadir no termina de arrancar, creo que la gente sigue prefieriendo Marrakech.

—Pero Marrakech no vale nada.

—Lo sé… Lo raro es que Sharm-el-Sheikh no funcione bien. Y eso que tiene atractivos: los arrecifes de coral más bellos del mundo, paseos por el desierto del Sinaí…

—Sí, pero está en Egipto.

—¿Y qué?

—Yo creo que nadie ha olvidado el atentado de Luxor en 1997. Hubo cincuenta y ocho muertos. La única posibilidad de vender Sharm-el-Sheikh es quitar la mención «Egipto».

—¿Y qué vas a poner entonces?

—No sé… «Mar Rojo», por ejemplo.

—Vale, «Mar Rojo», si a ti te parece. — Tomó nota y siguió estudiando las hojas—. África va bien… Es curioso, Cuba tiene mala puntuación. Sin embargo la música cubana y el ambiente latino están de moda. Santo Domingo, por ejemplo, sigue llenándose. — Consultó la descripción del club cubano—.

El hotel de Guardalavaca es nuevo, los precios están al nivel del mercado. No es ni demasiado deportivo, ni demasiado familiar. «Viva la magia de las noches cubanas al ritmo desenfrenado de la salsa…» Los resultados han bajadso un quince por ciento. Creo que podríamos ir allí, o a Egipto.

—Donde tú quieras, Jean-Yves… —dijo ella con cansancio—. En cualquier caso, te vendrán bien unos días sin tu mujer.

El mes de agosto acababa de instalarse en París; los días eran calurosos, incluso asfixiantes, pero el buen tiempo no duraba mucho: al cabo de uno o dos días había una tormenta y la atmósfera se refrescaba de repente. Después volvía el sol, y la columna del termómetro y los índices de polución volvían a subir. La verdad es que todo aquello no me interesaba mucho. Desde mi encuentro con Valérie había renunciado a los
peep-shows
, y hacía muchos años que había renunciado también a la
aventura urbana
. Para mí, París nunca había sido una fiesta, y no veía el menor motivo para que llegara a serlo. Sin embargo, diez o quince años antes, cuando empecé a trabajar en el Ministerio de Cultura, iba a clubs o bares
imprescindibles
; recordaba una angustia leve pero constante. No tenía nada que decir, me sentía absolutamente incapaz de iniciar una conversación con quien fuera, y tampoco sabía bailar. En tales circunstancias, empecé a volverme alcohólico. El alcohol no me había decepcionado nunca; siempre había sido un fiel apoyo. A veces —aunque no más de cuatro o cinco en toda mi vida—, después de una decena de gin tónics, reunía la energía necesaria para convencer a una mujer de que compartiera mi cama. Por lo demás, el resultado solía ser decepcionante, no se me ponía dura y me dormía al cabo de unos minutos. Después descubrí la existencia del Viagra; el alcohol contrarrestaba mucho su eficacia, pero forzando las dosis conseguía alguna cosa. De todas formas, el juego no valía la pena. De hecho, antes de Valérie no había encontrado a ninguna chica que llegara a los talones de las prostitutas tailandesas; o quizás había sentido algo cuando era muy joven, con chicas de dieciséis o diecisiete años. Pero en los medios culturales que frecuentaba, era catastrófico. A las chicas no les interesaba para nada el sexo, sólo la seducción; y además una seducción basura, elitista, desplazada, que no tenía un gramo de erótica. En la cama eran del todo incapaces de cualquier cosa. O había que tirar de las
fantasías
, un montón de guiones fastidiosos y kitsch cuya sola evocación conseguía revolverme el estómago. Les gustaba hablar de sexo, eso sí; de hecho era su único tema de conversación; pero no tenían la menor inocencia sensual. Los hombres, por su parte, no valían mucho más: hablar de sexo en cualquier momento sin hacer nunca nada es de lo más francés; pero a mí empezaba a pesarme demasiado.

En la vida puede ocurrir todo, y casi siempre nada. Pero esta vez, en mi vida, había ocurrido algo: había encontrado una amante, y me hacía feliz. Nuestro mes de agosto fue muy dulce; Espitalier, Leguen y casi todos los directivos de Aurore se habían ido de vacaciones. Valérie y Jean-Yves se habían puesto de acuerdo para posponer las decisiones importantes, las tomarían después de su viaje a Cuba, a principios de septiembre; era un descanso, un período de calma, — Por fin se ha decidido a ir de putas —me contó Valérie—. Tendría que haberlo hecho hace mucho. Ahora bebe menos, está más tranquilo.

—Pues por lo que yo recuerdo, las putas no son para tanto.

—Sí, pero lo suyo es diferente, son chicas que trabajan por Internet. Bastante jóvenes, muchas veces estudiantes.

Tienen pocos clientes, los eligen, no lo hacen solamente por dinero. Bueno, él me ha dicho que no está mal. Si quieres, podemos probar un día. Una chica bisexual para los dos, sé que a los hombres les encanta eso, y a mí también me gustan bastante las chicas.

No lo hicimos ese verano; pero simplemente el hecho de que me lo propusiera era terriblemente excitante. Yo tenía suerte. Ella sabía las cosas que mantienen el deseo de un hombre; bueno, no completamente, eso no es posible, pero digamos que lo mantienen a un nivel suficiente para hacer el amor de vez en cuando esperando que todo se termine. Lo cierto es que saber esas cosas no es nada, es tan fácil, tan ridículo y tan fácil…, pero a ella le gustaba hacerlas, disfrutaba con ellas, le encantaba ver el deseo en mis ojos. A menudo, cuando estábamos en un restaurante, volvía del aseo y ponía encima de la mesa las bragas que se acababa de quitar. Y entonces me deslizaba una mano entre las piernas para aprovechar mi erección. A veces me abría la bragueta y me masturbaba de inmediato, al abrigo del mantel. Por la mañana, cuando me despertaba con una felación y me tendía una taza de café antes de metérsela otra vez en la boca, yo sentía vértigos de agradecimiento y dulzura. Ella sabía parar justo antes de que me corriera, podría haberme mantenido al límite durante horas. Yo vivía dentro de un juego, un juego tierno y excitante, el único juego que les queda a los adultos; un universo de deseos leves y de momentos de placer ilimitado.

7

A finales de agosto, el agente inmobiliario de Cherburgo me llamó por teléfono para decirme que había encontrado un comprador para la casa de mi padre, que quería bajar un poco el precio, pero que estaba dispuesto a pagar en mano.

Acepté de inmediato. Así que al cabo de poco tendría un poco más de un millón de francos. Estaba trabajando en el informe de una exposición itinerante en la que había que soltar ranas sobre unos juegos de cartas, dispuestos en el suelo de mosaico de un recinto cerrado; sobre algunas de las losas estaban grabados los nombres de grandes hombres de la historia como Durero, Einstein o Miguel Ángel. El presupuesto principal era para comprar mazos de cartas, porque había que cambiarlos bastante a menudo; y de vez en cuando también había que cambiar las ranas. El artista quería juegos de tarot, al menos para la exposición inaugural en París; en provincias estaba dispuesto a conformarse con juegos de cartas corrientes. Decidí irme una semana a Cuba con Jean-Yves y Valérie a principios de septiembre. Quería pagar el viaje, pero Valérie me dijo que lo arreglaría con la empresa.

—No os estorbaré en vuestro trabajo… —prometí.

—La verdad es que no vamos a trabajar, nos comportaremos como turistas corrientes. No vamos a hacer casi nada, pero eso es lo importante: queremos ver qué es lo que no funciona, por qué no hay ambiente en el club, por qué la gente no vuelve encantada de sus vacaciones. No vas a estorbarnos; al contrario, puedes sernos muy útil.

Cogimos el avión a Santiago de Cuba el viernes 5 de septiembre, a media tarde. Jean-Yves no había sido capaz de dejar en París su ordenador portátil, pero de todos modos, con su polo azul claro, parecía descansado y dispuesto a tomarse unas vacaciones. Poco después del despegue, Valérie me puso una mano en el muslo; se relajó, con los ojos cerrados. «No estoy preocupada, algo se nos ocurrirá…», me había dicho al salir de casa.

El transporte desde el aeropuerto duró dos horas y media.

—Primer punto negativo… —anotó Valérie—. Tenemos que ver si hay un vuelo directo a Holguín.

En el autocar, delante de nosotros, dos señoras de unos sesenta años, con permanentes gris azulado, parloteaban sin parar señalándose mutuamente los detalles interesantes del entorno: hombres que cortaban caña de azúcar, un buitre que planeaba sobre las praderas, dos bueyes que regresaban al establo… Parecían secas y resistentes, decididas a interesarse por todo; me daba la impresión de que no iban a ser clientes fáciles. Y en efecto, en el momento de la asignación de habitaciones, la parlanchina A insistió con encono en que le dieran una habitación contigua a la parlanchina B. Esta clase de reivindicación no estaba prevista, la empleada de recepción no entendía nada, hubo que llamar al encargado.

Éste tenía unos treinta años, cabeza de carnero y expresión terca; unas arrugas de preocupación le surcaban la frente estrecha. De hecho, se parecía muchísimo a Nagui
[10]
.

—Tranquila, de acuerdo… —dijo cuando le expusieron el problema—. Tranquila, de acuerdo, señora mía. Esta nocbe no es posible, pero mañana se van algunos clientes y le cambiaremos la habitación.

Un mozo nos llevó a nuestro bungalow con vistas al mar, encendió el aire acondicionado y se retiró con un dólar de propina.

—Bueno, aquí estamos —dijo Valérie, sentándose en la cama—. La comida se sirve en un buffet. Todo incluido, con aperitivos y cócteles. La discoteca abre a las once de la noche. Hay un suplemento por masajes y otro por la iluminación nocturna de las pistas de tenis.

El objetivo de las empresas de turismo es hacer feliz a la gente, previo pago de cierta tarifa durante cierto período de tiempo. Una tarea que puede resultar fácil o sencillamente imposible, según el temperamento de la gente, las prestaciones propuestas y otros factores. Valérie se quitó el pantalón y la blusa. Yo me tumbé en la cama gemela. Los órganos sexuales son una fuente de placer permanente y disponible. El dios que nos hace desgraciados, que nos ha creado transitorios, vanos y crueles, también ha previsto esta débil forma de compensación. Si no hubiera un poco de sexo de vez en cuando, ¿en qué consistiría la vida? Una lucha inútil contra las articulaciones que se anquilosan o la formación de caries. Y todo, además, completamente falto de interés: el endurecimiento de las fibras de colágeno, el crecimiento de las cavidades microbianas en las encías. Valérie separó las piernas encima de mi boca. Llevaba un tanga muy fino, de encaje malva. Aparté la tela y me humedecí los dedos para acariciarle los labios.

Ella me abrió el pantalón y me cogió el sexo en la palma de la mano. Empezó a acariciarme los testículos con suavidad, sin prisas. Yo doblé una almohada para tener la boca a la altura de su coño. En ese momento vi a una empleada que barría la arena de la terraza. Las cortinas estaban descorridas, y el ventanal abierto de par en par. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la chica resopló de risa. Valérie se enderezó e hizo un gesto para que se acercara. Ella se quedó donde estaba, dudosa, apoyada en la escoba. Valérie se levantó, dio unos pasos hacia ella y le tendió las manos. En cuanto entró, la chica empezó a desabrocharse la bata: no llevaba nada debajo, salvo unas bragas de algodón blanco; tendría unos veinte años, tenía la piel muy morena, casi negra, los pechos pequeños y firmes, las nalgas muy respingonas. Valérie cerró las cortinas, y yo también me levanté. La chica se llamaba Margarita. Valérie le cogió la mano y la puso en mi sexo. Ella estalló en carcajadas otra vez, pero empezó a masturbarme. Valérie se quitó rápidamente el sujetador y las bragas, se tumbó en la cama y empezó a acariciarse. Margarita tuvo un último instante de vacilación, pero luego se quitó las bragas a su vez y se arrodilló entre los muslos de Valérie. Primero le miró el coño, acariciándola con la mano; luego acercó la boca y empezó a lamerla. Valérie puso una mano en la cabeza de Margarita para guiarla, sin dejar de masturbarme con la otra mano. Sentí que iba a correrme, y me alejé para buscar un preservativo en el neceser. Estaba tan excitado que me costó trabajo encontrarlo y luego ponérmelo, se me nublaba la vista. El culo de la negrita ondulaba mientras ella iba y venía sobre el pubis de Valérie. La penetré de una sola vez, tenía el coño abierto como un fruto. Ella gimió débilmente y tendió las nalgas hacia mí. Empecé a moverme dentro de ella, un poco al tuntún, la cabeza me daba vueltas, todo mi cuerpo se estremecía de placer. Caía la noche, y ya no se veía gran cosa en la habitación.

Oí los jadeos de Valérie subir de tono, como si vinieran de muy lejos, de otro mundo. Apreté el culo de Margarita con las manos, la penetré cada vez con más fuerza, ya no intentaba contenerme. Cuando Valérie gritó, yo me corrí.

Durante uno o dos segundos tuve la impresión de que me vaciaba de mi peso, que flotaba en el aire. Luego volvió la sensación de gravedad y me sentí agotado de repente. Me dejé caer en la cama, entre los brazos de ambas.

Más tarde, distinguí confusamente a Margarita, que se estaba vistiendo, y a Valérie, que hurgaba en su bolso para darle algo. Se besaron en el umbral del ventanal; fuera ya era de noche.

—Le he dado cuarenta dólares… —dijo Valérie, acostándose a mi lado—. Es el precio que pagan los occidentales. Para ella, es un mes de salario.

Encendió la lámpara de la mesilla. Sobre las cortinas pasaban algunas siluetas, recortándose como sombras chinescas; se oían murmullos de conversación. Yo puse una mano en el hombro de Valérie.

—Ha estado bien… —le dije, maravillado e incrédulo—. Ha estado muy bien.

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