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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (25 page)

BOOK: Plataforma
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Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo
natural
. No sólo se avergüenzan de su propio cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. La exaltación sentimental y la obsesión sexual tienen el mismo origen, las dos proceden del olvido parcial de uno mismo; no es un terreno en el que podamos realizarnos sin perdernos. Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: ésas no son las condiciones ideales para hacer el amor. En Occidente hemos llegado a un punto en que la profesionalización de la sexualidad se ha vuelto inevitable. Desde luego, también está el sadomaso. Un universo puramente cerebral, con reglas precisas y acuerdos establecidos de antemano. A los masoquistas sólo les interesan sus propias sensaciones, quieren saber hasta dónde pueden llegar por el camino del dolor, un poco como los aficionados a los deportes extremos. Los sádicos son harina de otro costal, siempre van lo más lejos que pueden, quieren destruir: si pudieran mutilar o matar, lo harían.

—No me apetece volver a pensar en eso —dijo ella, estremeciéndose—. Me repugna de verdad.

—Porque sigues siendo sexual, animal. De hecho eres normal, no pareces de Occidente. El sadomaso organizado, con sus reglas, sólo le interesa a la gente culta, cerebral, que ha perdido cualquier atracción por el sexo. Para todos los demás sólo queda una solución: los productos porno, con profesionales; y si uno quiere sexo de verdad, los países del Tercer Mundo.

—Bueno… —Valérie sonrió—. ¿Puedo seguir chupándotela?

Me recliné sobre la almohada y me dejé hacer. En ese momento era vagamente consciente de hallarme en el origen de algo: en el terreno económico estaba seguro de tener razón, estimaba la clientela potencial de adultos occidentales en un ochenta por ciento; pero sabía que a la gente le cuesta a veces aceptar las ideas simples, por raro que parezca.

10

Desayunamos en la terraza, al borde de la piscina. Cuando terminaba el café, vi a Jean-Yves salir de su habitación en compañía de una chica en quien reconocí a una de las bailarinas de la víspera. Era una negra esbelta, con las piernas largas y finas, que no tendría más de veinte años. Él se quedó cortado un momento, pero después se dirigió a nuestra mesa con una media sonrisa y nos presentó a Angelina.

—He estado pensando en tu idea —me dijo de entrada—.

Lo que me da un poco de miedo es la reacción de las feministas.

—Habrá mujeres entre los clientes —replicó Valérie.

—¿Tú crees?

—Oh, sí, de hecho estoy segura… —dijo ella con cierta amargura—. Mira a tu alrededor.

El echó una ojeada a las mesas en torno a la piscina: en efecto, había bastantes mujeres solas acompañadas por cubanos; casi tantas como hombres solos en la misma situación.

Le hizo una pregunta a Angelina en español, y luego nos tradujo la respuesta:

—Hace tres años que es jinetera, sus clientes son sobre todo italianos y españoles. Cree que es por ser negra: los alemanes y los anglosajones se conforman con una chica de tipo latino, para ellos eso ya es lo bastante exótico. Tiene muchos amigos jineteros, que trabajan sobre todo para inglesas y norteamericanas, y algunas alemanas.

Bebió un trago de café y pensó un momento.

—¿Cómo podemos llamar a los clubs? Necesitamos algo evocador, completamente distinto de «Eldorador Aventura», pero aun así no demasiado explícito.

—Yo había pensado en «Eldorador Afrodita» —dijo Valérie.

—«Afrodita»… —Él repitió el nombre, pensativo—. No está mal; es menos vulgar que «Venus». Erótico, culto, un poco exótico…, sí, me gusta.

Salimos hacia Guardalavaca una hora después. Jean-Yves se despidió de la jinetera a unos metros del minibús; parecía un poco triste. Cuando subió al vehículo, me di cuenta de que la pareja de estudiantes le miraba con hostilidad; parecía que al negociante en vinos, por su parte, se la traía floja.

El regreso fue bastante sombrío. Cierto que quedaba el buceo, las veladas de karaoke, el tiro con arco; los músculos se cansan, luego se relajan; el sueño llega deprisa. No guardo el menor recuerdo de los últimos días de viaje, ni siquiera de la última excursión, salvo que la langosta parecía de goma y que el cementerio era decepcionante. Aunque vimos la tumba de José Martí, padre de la patria, poeta, político, polemista, pensador. Estaba representado, con bigote, en un bajorrelieve. Su féretro, cubierto de flores, descansaba en el fondo de una fosa circular en cuyas paredes habían grabado sus ideas más notables: sobre la independencia nacional, la resistencia a la tiranía, el sentimiento de justicia. Sin embargo, no daba la impresión de que su espíritu alentara por aquellos lares; el pobre hombre parecía pura y simplemente muerto.

Aunque tampoco daba la impresión de ser un muerto antipático; más bien entraban ganas de conocerle, incluso a riesgo de ironizar sobre su seriedad humanista, un poco limitada; pero seguro que no era posible, parecía atrapado para siempre en el pasado. ¿Podría levantarse otra vez para enardecer a la patria y arrastrarla hacia un nuevo progreso del espíritu humano? Era inimaginable. En resumen: se respiraba un triste aire de fracaso, como en todos los cementerios republicanos. Y era irritante comprobar que sólo los católicos habían sabido poner en pie un dispositivo funerario operativo. Cierto que el medio que empleaban para convertir la muerte en algo magnífico y conmovedor era, sencillamente, negar su existencia. Con argumentos como éste. Pero allí, a falta de Cristo resucitado, tendrían que haber puesto ninfas, pastores, en fin, algo un poco guarro. Tal como era, no había modo de imaginar al pobre José Martí retozando por los prados del más allá; más bien daba la impresión de estar enterrado bajo las cenizas de un aburrimiento eterno.

Al día siguiente de nuestro regreso, nos reunimos en el despacho de Jean-Yves. Habíamos dormido poco en el avión.

De ese día recuerdo una atmósfera de alegre cuento de hadas, bastante extraña en aquel edificio inmenso y vacío. Durante la semana albergaba a tres mil trabajadores; pero aquel sábado sólo estábamos allí nosotros tres y el equipo de vigilantes. Muy cerca de allí, delante del centro comercial de Evry, dos bandas rivales se enfrentaban a golpes de cúter, bates de béisbol y botellas de ácido sulfúrico; por la noche se contaban siete muertos, entre ellos dos transeúntes y un policía antidisturbios. El incidente fue muy comentado en las radios y las cadenas de televisión nacionales; pero, en aquel momento, nosotros no sabíamos nada. En un estado de excitación un poco irreal, intentábamos establecer una plataforma programática para repartirnos el mundo. Las sugerencias que yo iba a hacer podrían tener como consecuencia la inversión de millones de francos, o el empleo de cientos de personas; era algo nuevo y bastante vertiginoso para mí. Deliré un poco durante toda la tarde, pero Jean-Yves me escuchaba con atención. Después le dijo a Valérie que estaba convencido de que si me ataban corto era capaz de tener verdaderas iluminaciones. En resumen, que yo ponía la nota creativa y él decidía; así veía él las cosas.

El caso de los países árabes fue el más fácil de arreglar. Teniendo en cuenta su religión insensata, cualquier actividad de orden sexual quedaba excluida. Así que los turistas que optaran por estos países tendrían que conformarse con los dudosos placeres de la aventura. De todas formas, Jean-Yves había decidido revender Agadir, Monastir y Djerba, que tenían un déficit demasiado alto. Quedaban dos destinos que podían entrar en la sección «Aventura». Los turistas de Marrakesh montarían un poco en camello. Los de Sharm-el-Sheikh podrían dedicarse a observar peces de colores o hacer excursiones al Sinaí, al lugar donde crecía la zarza ardiente, donde a Moisés «se le habían fundido los plomos», según dijo muy expresivamente un egipcio al que conocí tres años antes durante una excursión en falucho al Valle de los Reyes. «¡Sí!», había exclamado el hombre con mucho énfasis. «Allí hay una colección impresionante de pedruscos… ¡pero de ahí a deducir la existencia de
un solo Dios
.!…» Aquel hombre, inteligente y a menudo divertido, parecía haberme tomado cariño, sin duda porque yo era el único francés del grupo y, por oscuras razones culturales o sentimentales, él sentía una antigua pasión por Francia que, a decir verdad, ya era más teórica que otra cosa. Al dirigirme la palabra, me había salvado literalmente las vacaciones. Tenía unos cincuenta años, siempre iba impecablemente vestido, era muy moreno y llevaba un bigotito. Al terminar sus estudios de bioquímica había emigrado a Inglaterra, donde había tenido mucho éxito en el campo de la ingeniería genética. Estaba de visita en su país natal, por el que decía guardar todo su afecto; por el contrario, no tenía palabras lo bastante duras para calificar al islam. Estaba empeñado en convencerme de que los egipcios no eran árabes. «¡Cuando pienso que este país lo ha inventado todo!», exclamaba, señalando con un gesto el valle del Nilo. «La arquitectura, la astronomía, las matemáticas, la agricultura, la medicina… [Exageraba un poco, pero era oriental, y necesitaba convencerme rápidamente.] Desde la aparición del islam, nada más. La nada intelectual absoluta, el vacío total. Nos convertimos en un país de mendigos piojosos. Sí, mendigos llenos de piojos, eso es lo que somos. ¡Chusma, chusma!… [Alejó con un ademán rabioso a unos críos que nos pedían monedas]. Tiene que recordar, mi querido señor [hablaba a la perfección cinco idiomas: francés, inglés, alemán, español y ruso], que el islam nació en pleno desierto, entre escorpiones, camellos y toda clase de animales feroces. ¿Sabe cómo llamo yo a los musulmanes? Los miserables del Sahara. No se merecen otro nombre. ¿Cree usted que el islam podría haber nacido en una región tan fértil? [señaló otra vez el valle del Nilo, con verdadera emoción.] No, señor. El islam sólo podía nacer en un estúpido desierto, entre beduinos mugrientos que no tenían otra cosa que hacer, con perdón, que darles por el culo a sus camellos.

Cuanto más monoteísta es una religión, piénselo, querido señor, más inhumana y cruel resulta; y de todas las religiones, el islam es la que impone un monoteísmo más radical. Desde que surgió, ha desencadenado una serie ininterrumpida de guerras de invasión y de masacres; mientras exista, la concordia no podrá reinar en el mundo. Ni habrá nunca sitio en tierras musulmanas para la inteligencia y el talento; si han existido matemáticos, poetas y sabios árabes, es sólo porque habían perdido la fe. Al leer el Corán se queda uno impresionado por el lamentable aire de tautología que lo caracteriza: “No hay más Dios que el único Dios”, etc. Estará de acuerdo en que con eso no se puede ir muy lejos. El paso al monoteísmo no tiene nada de esfuerzo de abstracción, como algunos afirman: sólo es un paso hacia el embrutecimiento. Tenga en cuenta que el catolicismo, una religión sutil que yo respeto, que sabía lo que conviene a la naturaleza del hombre, se alejó rápidamente del monoteísmo que imponía su doctrina inicial. A través del dogma de la Trinidad, del culto a la virgen y los santos, el reconocimiento del papel de los poderes infernales, la admirable invención de los ángeles, reconstituyó poco a poco un auténtico politeísmo; y sólo con esta condición ha podido cubrir la tierra de innumerables esplendores artísticos. ¡Un dios único! ¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo inhumano y mortífero!… Un dios de piedra, mi querido señor, un dios sangriento y celoso que nunca debería haber cruzado las fronteras del Sinaí. Si lo piensa, ¡cuánto más profunda, humana y sabia era nuestra religión egipcia! ¡Y nuestras mujeres! ¡Qué bellas eran!

Acuérdese de Cleopatra, que hechizó al gran César. Mire lo que queda ahora… [Señaló al azar a dos mujeres con velo que caminaban penosamente con unos fardos de mercancías.] Bultos. Informes bultos de grasa debajo de unos trapos. En cuanto se casan, sólo piensan en comer. ¡Comen, comen, comen!… [hinchó las mejillas en un gesto expresivo, tipo Louis de Funes.] No, créame, mi querido señor, el desierto sólo produce desequilibrados y cretinos. ¿Puede usted citarme a alguien que se haya sentido atraído por el desierto en su cultura occidental, que yo tanto respeto y admiro? Sólo los pederastas, los aventureros y los crápulas. Como ese ridículo coronel Lawrence, un homosexual decadente, un patético presumido.

Como su abyecto Henry de Monfreid, un traficante sin escrúpulos dispuesto a plegarse a todos los apaños. Nada grande o noble, nada generoso o sano; nada que pueda hacer progresar a la humanidad, ni elevarla por encima de sí misma.»

—Bueno, aventura para Egipto… —concluyó sobriamente Jean-Yves. Se disculpó por interrumpir mi relato, pero había que pasar al caso de Kenia. Un caso difícil—. Me siento bastante tentado de ponerlo en «Aventura»… —sugirió después de consultar sus fichas.

—Es una pena… —suspiró Valérie-las mujeres keniatas están muy bien.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, no solamente las keniatas, todas las africanas.

—Sí, pero mujeres hay en todas partes. En Kenia también hay rinocerontes, cebras, núes, elefantes y búfalos. Propongo que metamos Senegal y Costa de Marfil en «Afrodita» y dejemos Kenia en «Aventura». Además, es una antigua colonia inglesa, y eso no es bueno para la imagen erótica; para la aventura sí funciona.

—Las mujeres de Costa de Marfil huelen bien… —dije yo, pensativo.

—¿Qué quieres decir?

—Huelen a sexo.

—Sí… —Mordisqueó maquinalmente la pluma—. Eso estaría bien para un anuncio. «Costa de Marfil, costa de los aromas», algo así. Con una chica sudorosa, un poco desgreñada, en taparrabos. Hay que anotarlo.

—«Y esclavas desnudas impregnadas de aromas…» Baudelaire, es de dominio público.

—No va a colar.

—Lo sé.

Los demás países africanos nos dieron menos problemas.

—La verdad es que con las africanas no hay que preocuparse —observó Jean-Yves—. Follan incluso gratis, hasta las gordas. Sólo hay que poner preservativos en los clubs; en eso, a veces son un poco cabezotas.

Subrayó dos veces PROVISIÓN DE PRESERVATIVOS en su cuaderno.

El caso de Tenerife nos llevó menos tiempo todavía. Según Jean-Yves, aunque se trataba de un destino con resultados no muy brillantes, era estratégico en el mercado anglosajón. Se podía diseñar un circuito aventura pasable con una subida al pico del Teide y una excursión en hidroplano a Lanzarote. La infraestructura hotelera era correcta, de confianza.

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