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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Pobre Manolito (5 page)

BOOK: Pobre Manolito
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Ningún padre entendió por qué Fama y Cronopio se habían enfadado tanto. Están acostumbrados a que todos nuestros actos culturales fallen por el lado de la organización.

Aquella tarde mi madre nos puso por decimoquinta vez el vídeo de
E. T.
mientras ellos se echaban la siesta. El Imbécil y yo lloramos porque ese marciano nos recuerda a nuestro abuelo cuando se quita la dentadura y se ha bebido tres tintos de verano y señala a nuestro bloque y dice: «Mi casa», pensando que nunca será capaz de llegar hasta el sofá-cama.

Abajo, en la calle, en el parque del Árbol del Ahorcado, mi abuelo tomaba el sol rodeado de basura o de miles de obras de arte. Dijo mi padrino, Bernabé, que aquello se había quedado como el Vertedero Municipal o como el Museo de Arte Reina Sofía, según el color del cristal con que uno lo mire.

Los cochinitos

Hasta hace un año y medio yo creía que la Luisa, mi vecina, poseía una de las grandes fortunas del país. Tú también lo hubieras creído si vieras su batidora de cinco velocidades, su robot de cocina, su aspiradora supersónica. Pero mi madre me contó la Verdad de la vida:

—A la Luisa lo que le pasa es que siempre está tirándose el pisto.

Y mi abuelo siguió contándome la Verdad de la vida:

—De todas formas, Manolito, ten en cuenta que tener más dinero que nosotros no tiene ningún mérito, es más, está
tirao
.

La Verdad de la vida es horrible, es mejor no saberla.

Así que el día que la Luisa subió a casa a contarnos que a Bernabé, su maridito y mi padrino, le habían ascendido en la empresa y que quería que le diéramos un pequeño pero sincero homenaje y mi madre chilló de alegría incontenible, no sabía si es que la Luisa se estaba tirando el pisto o que mi madre era una persona muy falsa. Una vez más me equivoqué. Mi madre me contó que era cierto, que Bernabé hasta el momento había sido representante de aceitunas con hueso y que a partir de ahora sería también de banderillas, de berenjenas en vinagre y de aceitunas sin hueso y con un trozo de anchoa incorporado. Este tipo de aceitunas sólo se crían en España; no me digas cómo es posible que los agricultores hayan conseguido un olivo que dé aceitunas con anchoas, nadie sabe cómo llegan las anchoas hasta allí, incluso ha habido congresos de científicos americanos estudiando ese tipo de olivo y no han hallado respuesta; los agricultores no sueltan prenda. Es un misterio tan grande como la fórmula de la coca-cola.

La verdad es que sí que era superimportante que Bernabé fuera ahora representante de aceitunas rellenas. Primero, porque a partir de ese momento no tendríamos que aguantar que el Imbécil se nos atragantara cada dos por tres con el hueso, y segundo, porque Bernabé ganaría más dinero y como es mi padrino y además no tiene hijos me ha dicho que me tiene presente en su testamento, aunque mi madre y la Luisa dicen que no se habla de testamentos cuando hay ropa tendida (la ropa tendida somos el Imbécil y yo).

Mola un pegote que Bernabé sea mi padrino. Cuando nos reunimos por Navidad o para las fiestas de Carabanchel en el Tropezón, acaba bailando la conga y nos deja el peluquín al Imbécil y a mí para que se lo cuidemos porque le suda mucho la cabeza. A la Luisa no le gusta ni un pelo que Bernabé vaya dejando por ahí el peluquín porque le costó mucho dinero en una tienda de la Gran Vía donde se compró Frank Sinatra un peluquín de repuesto cuando vino a cantar a Madrid. Para que veas, mi padrino lleva el mismo peluquín que Frank Sinatra, así que ahora que lo pienso, no es que mole un pegote, es que mola un pegotazo.

El Imbécil y yo acompañamos a la Luisa y a mi madre al
hiper
a comprar los manjares para el sincero homenaje. Al Imbécil lo montamos dentro del carro de la compra para que no se perdiera, pero como se puso a saltar encima de los huevos hubo que dejarlo en el suelo. Consecuencia: se perdió a los cinco minutos. Mi madre pidió el micrófono a la señorita de niños perdidos para llamarlo por los altavoces:

—Hijo mío, vuelve, tengo un kit-kat para ti.

Es matemático: a los cinco segundos el Imbécil sale de detrás del expositor. Mi madre primero le da una colleja, entonces el Imbécil llora y mi madre le da el kit-kat y unos cuantos besos tipo ventosa. Este número de la pérdida y rescate del Imbécil lo tenemos muy ensayado, lo representamos una vez a la semana más o menos y nos queda bastante bien.

Cargados de manjares llegamos a casa de la Luisa y la Luisa preparó el comedor de las grandes ocasiones y puso unos candelabros en la mesa que casi no dejaban sitio a los manjares. Mi abuelo dice que hace un año soñó que se encontraba a la Luisa por las escaleras, recién levantada, en camisón y con uno de esos candelabros, y que aún siente escalofríos cuando esa imagen vuelve a su mente.

La Luisa nos dijo que Bernabé no sabía que nosotros íbamos a participar en el pequeño pero sincero homenaje, que mi padrino es un hombre muy sencillo y no quiere ir diciendo por ahí que le han ascendido.

—No le hace falta, para eso te tiene a ti.

Esto lo dije yo y no lo dije con mala intención, lo juro con la mano en la Biblia: lo dije porque lo sentía. El codo de mi padre y el de mi madre se me metieron en la boca. Un día me van a tener que comprar una dentadura y lo sentirán porque un niño con dentadura postiza da mucha pena.

A las nueve y cinco minutos oímos las llaves: Bernabé entraba. Todos nos quedamos en silencio. El Imbécil me dijo al oído:

—El nene quiere el hueso.

Qué tío, se había entretenido en ir abriendo aceitunas buscando el hueso. Le da pena perder la costumbre de seguir atragantándose: es muy tradicional.

Bernabé gritó desde la puerta:

—Cochinita, ¿estás ahí?

Casi nos tiramos al suelo de la risa. Nunca hubiéramos podido imaginar que la Luisa era… Cochinita.

La Luisa nos miró con cara de odio reconcentrado.

—¡Sí, aquí estoy!

Le faltó decir: Cochinito. Pero no le hizo falta porque mi padrino Bernabé lo demostró con creces. Lo que a partir de ese momento ocurrió pasará a la historia de Carabanchel Alto y yo fui testigo presencial: Bernabé recorrió todo el pasillo tirándose pedos, unos pedos como truenos monstruosos, unos pedos que no parecían de una persona tan pequeña como Bernabé, de una persona con peluquín; aquellos pedos parecían de un ser de dimensiones sobrenaturales. Por un momento sentí un escalofrío por todo el cuerpo ¿y si Bernabé se había transformado en un monstruo? Creo que todos sentimos más o menos lo mismo, empezando por la Luisa, que estaba colorada como un tomate, y siguiendo por mis padres y mi abuelo que miraban cada uno hacia un lado. Mi padre miraba fijamente un enchufe, mi madre fijamente un tenedor y mi abuelo fijamente al suelo mientras se mordía con fuerza el labio de abajo. El único que continuaba en su estado normal (llamar normal a su estado es un poco exagerado) era el Imbécil, que seguía buscándole el hueso a las aceitunas.

Bernabé no se había transformado en ningún monstruo; eso sí, cuando llegó a la salita y nos vio a todos tan callados se puso al rojo vivo, parecía un Micky Mouse que tiene el Imbécil en la mesilla, que se le enciende la cara para que el Imbécil no tenga miedo por la noche. Bernabé pasó lo menos treinta segundos tragando saliva y luego dijo:

—Qué mal sienta a veces la comida.

Entonces pasó una cosa muy extraña: todo el mundo hizo como que aquellos pedos estremecedores nunca se hubieran oído. Cenamos; al Imbécil y a mí nos dejaron brindar por el ascenso y nos pusieron una chispa de champán en una copa. Bernabé nos prestó su peluquín y nos acompañó bailando la conga hasta la puerta. Antes de subirnos a casa, mi padrino me dio un beso y me volvió a recordar lo del testamento y la Luisa y mi madre le echaron la bronca, como siempre.

Nunca nadie ha hecho una broma delante de Bernabé de aquel día en que la comida le sentó tan mal, pero aquella noche mi madre y yo fuimos hasta la cuna de nuestro bebé gigantesco para cantarle una canción como todas las noches y mi madre dijo:

—¿Cuál te cantamos hoy?

Y el Imbécil, que a veces es un cachondo, aunque él no lo sepa, contestó:

—Los cochinitos.

Y mi madre, con lágrimas de risa, empezó a cantar:

Los cochinitos ya están en la cama,

muchos besitos les da su mamá…

Pero no podía seguir de la risa, y entonces vino mi padre y lo intentó, y le pasó lo mismo, y luego mi abuelo, al que se le desencajó la dentadura de la risa asesina que le estaba dando. El Imbécil daba palmas y saltos de verlos a los tres, tumbados en la cama, partiéndose el pecho a carcajadas. Y yo, que también los veía, quise que aquel momento fuera el más largo de mi vida, que no se acabara nunca.

El efecto mancebo

Yo no sé qué harán tus padres, pero los míos todos los viernes por la noche se bajan a casa de la Luisa a ver películas no autorizadas.

Normalmente me traen a mi hermanito el Imbécil a la cama para que cuide de él por si se atraganta mortalmente. Nos lo pasamos bestial: si mi abuelo nos brinda su super-ronquido (que en sus buenos momentos puede llegar a despertar al vecino de arriba), nos entra la risa tonta; si echamos un concurso de pedos, nos entra la risa tonta, y si empezamos a mirarnos los dedos de los pies, nos entra la risa tonta. Esas son nuestras tres variedades de diversión los viernes por la noche. No hay más. De vez en cuando el Imbécil se atraganta, le doy un tortazo en la espalda y entonces tose con todas sus fuerzas y nos vuelve a entrar la risa tonta otra vez. Así transcurre nuestra vida.

Pero anoche todo fue distinto, porque el Imbécil estaba malo (otra vez su clásica producción petrolífera de mocos) y cuando está malo lo dejan incomunicado en su cuna porque dos niños contagiados de ese virus asqueroso serían de película de terror.

Me tuve que acostar a su lado en la cama de mis padres para cuidarlo y darle la cucharada a la hora exacta que nos había dejado mi madre puesta en el reloj de alarma. El Imbécil, aunque tiene cuatro años, todavía duerme en la cuna. Lleva chupete y duerme en la cuna. Los pies se le salen ya por los barrotes de lo grande que está. Parece un bebé monstruoso. A veces tengo pesadillas con él.

A mí siempre me toca comerme el marrón de cuidar al Imbécil. Bueno, «comerme el marrón» es la expresión científica, la expresión popular es tener la responsabilidad de cuidar al Imbécil. Y mi madre me deja a mí porque no se fía de mi abuelo, porque mi abuelo duerme a cachos durante la noche y si coincide el cacho que está dormido con el que hay que darle el jarabe al Imbécil la hemos fastidiado. Mi abuelo dice que tiene insomnio y mi madre le dice a la Luisa que lo que tiene es que se pasa el día durmiendo. Primero, el sueño que se echa en el parque del Ahorcado, que desde que el abuelo de Yihad y el mío se han comprado el chándal, se ponen los dos su dentadura postiza, su chándal, su boina y su bufanda y se bajan a echarse la siesta de la mañana haciendo tiempo hasta que salimos del colegio. Luego, después de comer, se duerme con el Imbécil dos telenovelas, y luego también se duerme el programa que haya por la noche. Resultado: llega a la cama, y entre que se tiene que levantar a mear porque está de la próstata y entre que se ha pasado el día durmiendo, no se centra y duerme a cachos.

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