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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Pobre Manolito (7 page)

BOOK: Pobre Manolito
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Me puse la gorra como siempre y puse la nuca para facilitarle el trabajo a mi madre. La colleja cayó implacable. Fue un buen trabajo por su parte, lo reconozco.

Después fue imposible convencerla de que yo no había fumado. A ella se le mete una idea en la cabeza y es imposible cambiarla por otra.

Mi padre me dio una charla de hombre a hombre y me dijo que el día que quisiera fumar que lo hiciera delante de él y dentro de los muros de mi casa, sin que me viera nadie.

La Luisa subió un prospecto médico que traía unas normas sobre cómo abandonar el tabaco.

El Imbécil, que siempre quiere imitarme, hacía como que fumaba con el chupete. Y mi abuelo, cuando ya estábamos en la cama, me dijo:

—Eres un nieto digno de tu abuelo: sentido del humor, ironía… ¿Sabes que cuando tu madre me pilla fumando en el bar yo le digo que estaba sujetándole el cigarro a otro?

—Abuelo… Soy inocente.

—Pues claro que sí, majo, cómo no va a ser inocente un niño de ocho años…

Supe entonces que nadie jamás me creería, y como un condenado que cumple una condena injusta y cruel me dormí. Pensé en eso que dice mi abuelo muchas veces:

—Lo importante en la vida es tener la conciencia tranquila.

Yo era el único que podía tener la conciencia tranquila y el único que se había llevado la bronca, así que no comprendía muy bien qué provecho se le sacaba a eso de tener la conciencia tranquila si los demás estaban por no creerte. No creo que al Orejones y a Yihad les importara mucho eso de la conciencia. Ellos no tienen conciencia.

Me puse a imaginar venganzas. Vengarse del Orejones es bastante fácil: con no hablarle en toda la mañana o no darle la mitad de mi bocadillo (a él siempre se le olvida) ya se pone muy dramático. Pero de Yihad no podría vengarme hasta que pasaran muchos años y yo fuera el dueño de una gran empresa y él viniera a pedirme trabajo. ¿Y si yo no llegara a ser nunca el dueño de una gran empresa y él nunca viniera a pedirme trabajo? Entonces me tendría que tragar con patatas la que me había hecho hoy.

Me quedé dormido y aquella noche soñé que yo era un gángster y que estaba vestido con un traje oscuro con rayas blancas y sombrero y zapatos a dos colores. El Orejones era el camarero del bar y yo chasqueaba los dedos para que me trajera otra copa. A mi lado estaba la Susana, vestida con un traje largo, y me decía:

—Siempre te he preferido a ti, Manolito. Tu inteligencia no se puede comparar con la de ninguno de los de la banda. Por algo eres el
boss
, el jefe.

Yo sonreía comprendiendo que tenía razón y daba una calada a un puro enorme que tenía en la mano.

—Observa —le decía a la Susana, y hacía con el humo unos anillos enormes que luego se convertían en corazones.

—¡Cómo mola! —decía la Susana con gran admiración.

Entonces yo le daba unos toques al puro para que cayera la ceniza. No caía en el suelo. Caía en la cabeza de Yihad que, por cierto, no sé si te lo había dicho: me estaba sacando brillo a los zapatos.

Fue el mejor sueño de mi vida. De ilusión también se vive.

El nene no está calvo

Mis amigos nunca lo confesarán, pero sé que me envidian. Me envidian por el camión tan grande que tengo y me envidian porque cuando mi padre vuelve los viernes de sus largos viajes, nada más entrar en mi calle, hace sonar dos veces la bocina para anunciarnos su llegada, así que nos enteramos nosotros, pero también se entera todo el barrio.

Lo que más mola es que hay una regla sagrada por la cual mi madre nos tiene que dejar bajar a recibirle sea la hora que sea. Te puede pillar en el wáter, cenando o en la bañera, da igual, hay que echar a correr escaleras abajo y llegar a tiempo para abrirle la puerta del camión y lanzarte a su cuello sin piedad. Mi padre sube los tres pisos con nosotros colgando y diciendo:

—Me vais a matar, ¿qué os da de comer tu madre que cada día estáis más gordos?

El otro día la bocina de mi padre hizo temblar mi barrio a la una de la madrugada. Yo me desperté y me levanté de un salto y me puse las zapatillas en chancleta. Mi madre no me quería dejar bajar porque decía que a esas horas no estaba bien que un niño anduviera por la calle. Yo me puse en la puerta medio llorando y me hubiera puesto de rodillas si hubiera sido necesario:

—¡Si él ha tocado la bocina es que quiere que bajemos!

Mi abuelo gritó desde la cama, con su voz sin dentadura:

—¡Deja que el chiquillo baje a ver a su padre, qué ganas tienes de decirle siempre a todo que no!

Con el grito de mi abuelo el Imbécil se puso a llorar como un energúmeno desde su cuna de bebé gigantesco. Como mi madre no quería sacarlo, él se tiró en picado al suelo. Mientras se tocaba la frente con la mano por el coscorrón que se había dado empezó a señalarme:

—¡El nene quiere con Manolito!

Y por miedo a sus llantos incontrolados nocturnos (tenemos noticias de que se han llegado a oír en Carabanchel Bajo) mi madre nos puso las cazadoras encima del pijama y nos dejó echar a correr. La Luisa, que siempre está alerta por si acecha el enemigo, salió cuando pasábamos por su descansillo:

—¿Y cómo os deja tu madre salir a estas horas?

—Porque su padre es un liante y les toca la bocina —dijo mi madre, asomándose.

—Pues hay niños que han sido raptados en el mismo portal de su casa.

Desde abajo oímos al vecino del cuarto que gritaba:

—A éstos no los aguanta un secuestrador ni una hora. ¿Es que no se puede hacer menos ruido bajando las escaleras?

—¡A dormir, tío pesao! —le dijo la Luisa.

—¡Cómo voy a dormir, señora, si tiene usted abierta la portería las veinticuatro horas!

Como salimos a la calle ya no pude oír más, pero creo que la Luisa le decía que se estaba confundiendo, que la portería la debía tener su madre.

Mi padre ya había aparcado el camión y nos alumbró con las luces. Las luces del camión de mi padre pueden llegar a alumbrar toda la Gran Vía, eso está demostrado ante notario. Abrió la puerta y lo de siempre: nos lanzamos a él como dos garrapatas y así subimos, cada uno colgado en un brazo.

Mi padre olía al camión Manolito y a sudor. La pena es que cuando llega a casa se ducha y ya no huele a bienvenida, que es el olor que a mí me gusta.

Mi madre intentó descolgarnos del cuello de mi padre. Nos decía que ya era muy tarde para que estuviéramos levantados, pero nosotros nos dimos perfecta cuenta de que lo que quería era quedarse a solas con él. Lo quiere todo para ella. Pero fue imposible: nosotros lo habíamos cazado primero. No pensábamos renunciar ni un minuto a nuestra presa: el gran elefante blanco. Así que no les quedó más remedio que admitirnos en la comida. Era la una y media cuando mi madre se puso a hacerle la cena. Con el chisporrotear de los huevos mi abuelo se levantó. Ese sonido es para él como un despertador. Oye el chisporroteo y se va a la cocina y se apalanca en una silla y lo que le pongan delante lo moja en pan y se lo come. Mi madre le dijo:

—Papá, que ya cenaste hace dos horas huevos fritos.

—¿Qué quieres, que me esté en la cama mientras vosotros estáis aquí comiendo a mis espaldas? —mi abuelo se puede poner muy dramático cuando hay huevos fritos por medio.

—Pero si el único que va a cenar es Manolo…

—El nene quiere como el Abu (el Abu es mi abuelo) —dijo el Imbécil dejando el chupete encima de la mesa como primera medida para ponerse a engullir.

—¿Y por qué no haces huevos para todos? Que estoy harto de cenar solo toda la semana —ése es mi padre, el de las grandes ideas.

—¿A las dos de la madrugada?

—Eso tiene buen arreglo, se desayuna a las doce del mediodía mañana y sanseacabó —dijo mi abuelo.

Al momento llamó la Luisa en bata al timbre preguntando que a qué venía ese jaleo, que si había ocurrido algo. A los cinco minutos ya estaba mojando trocitos de pan en los huevos de los demás. Bernabé subió a buscarla y ella le calló metiéndole un trozo de pan en la boca. Nos comimos una barra entre todos, sin contar, claro está, con el Imbécil. Él no utiliza pan para mojar: moja con el chupete. Lo hace para distinguirse.

—¡Qué ricos estaban los huevos, Catalina! —dijo mi abuelo antes de volverse a la cama, y siguió hablando solo por el pasillo—. ¡Qué buena idea esa de comer huevos de madrugada! No tienes ni que ponerte la dentadura. Es una experiencia que tengo que repetir.

Cuando acabamos de cenar mi padre nos hizo la inspección. Nos la hace todos los viernes: el Imbécil y yo nos colocamos muy rectos con la espalda pegando a la puerta de la cocina y nos hace una señal con lápiz a ver si hemos crecido en el tiempo que él ha estado fuera. Tenemos que andarnos con ojo porque en cuanto nos despistamos el Imbécil se pone de puntillas. Últimamente yo estoy muy preocupado porque la distancia entre la raya del Imbécil y la mía es cada vez más pequeña. La verdad, no me haría ninguna gracia tener un hermano pequeño más alto que yo. Qué vergüenza. No podría ni salir a la calle. Y, de vez en cuando, como ocurrió la otra noche, nos dice las palabras mágicas:

—A estos niños hay que pelarlos.

En cuanto el pelo nos tapa un poco las orejas nos lleva el sábado a su peluquero, al señor Esteban.

Mi padre dice que el señor Esteban es un maestro de la tijera. El señor Esteban tiene parkinson, pero nunca le ha cortado a nadie ni una oreja ni dos. Su tijera se acerca temblorosa a la cabeza de un bebé con tres pelos o de un viejo con tres pelos. El bebé llora aterrado, el viejo cierra los ojos y dice las que cree que serán sus últimas palabras. La gente en la barbería contiene el aliento y traga tres litros de saliva por cabeza. ¿Y qué es lo que sucede? No sucede nada. Mi abuelo dice que es un corte de pelo con emoción y suspense y que eso también se paga.

A la mañana siguiente mis padres se fueron a tomar su vermú de los sábados al Tropezón. Mi padre dijo:

—Dentro de media hora bajáis y nos vamos al señor Esteban.

Entonces fue cuando a mí se me ocurrió la gran idea del siglo XX: les ahorraría a mis padres el dinero del pelado del Imbécil. Al fin y al cabo para los pocos pelos que tiene… Sería una gran sorpresa; diría todo el mundo:

—¡Qué bien le ha dejado el señor Esteban la cabeza al nene!

—No ha sido el señor Esteban —diría mi madre—, ha sido mi Manolito.

Metí al Imbécil al wáter conmigo y le senté en un taburete. Le consulté primero, claro, no me gusta forzar a nadie:

—¿Quiere estar el nene guapo?

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