Politeísmos (48 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—Ya está demasiado asustada, Miguel. Cristina —la llamó—. ¿Le dijiste esto a alguien?

La chica negó con la cabeza.

—No quiero que me tomen por loca... —musitó—. Y Jackdaw me advirtió que si me iba de la lengua tú...

—¿Yo?

—Me arrancarías los ojos y te los comerías, creo que fueron sus palabras exactas.

Lucien contuvo la sonrisa.

—¿Tus padres saben dónde estás ahora?

—En casa de una amiga —respondió.

—¿Y tu amiga sabe dónde estás?

—En casa de un chico que conocí este fin de semana. Le di el teléfono de Jackdaw para que me cubriera.

—¿Viste, Nevermore? —le dijo Lucien—. Los adolescentes son los recipientes más seguros para un secreto de este tipo. Dales un confidente con quien puedan hablar de su misterio y olvidate porque nunca van a contar nada a nadie. Con la edad se pierde ese tipo de moral de la promesa. Los chicos jamás hablan con sus padres, y se sienten enormemente especiales de saberse distintos, de formar parte de algo más grande. Por eso son carne de secta con tanta facilidad.

—Esto... ¿Esto es una secta? —preguntó la chica con un hilo de voz.

—¿Vos qué pensás, Cristina? ¿Yo te pedí plata a cambio?

—No...

—Corvuscorax —finalizó Lucien la conversación al ver entrar al hombre.

—Buenas noches a todos —saludó el tipo con voz profunda. Tenía un aspecto señorial y desabrido. Le colgaban las ojeras de los párpados—. Procedamos.

—Faltan las chicas, Gabriel —le informó Ángeles.

—Carecen de formalidad —declaró por toda respuesta, e hizo un gesto hacia Cristina—. Ese pollo es más maduro que ellas. Lo mismo están de tiendas.

—Muérdete la lengua, Corvuscorax —gruñó una muchacha delgada de veinticinco años, con el pelo negro cortado a lo paje y dos horquillas blancas en las sienes—. Son las ocho en punto.

—Dejen sus rencillas para otra ocasión, Corvuscorax y Lilith, por favor —pidió Lucien—. Vamos a tener una experiencia fuerte y que salga bien depende en gran medida del
set and setting
. No queremos vuelos hacia dentro para chapotear en sus basuras interiores sino hacia fuera. Atenea, entrá.

La lechuza estaba a la puerta casi paralizada de terror.

—Lucien —murmuró con una vocecilla temblorosa—. Dime que la tienda huele así de raro porque habéis comprado un incienso nuevo para purificar.

—Me temo que es ayahuasca. ¿Te sentís preparada?

—Oh, dios... Oh, dios, no. No —pareció a punto de echar a correr—. Lucien. Yo no puedo con la ayahuasca y lo sabes. La vez que la tomé fue horrible. Fue... No, Lucien. Yo no voy a tomar eso.

—Atenea, tenés que enfrentarte a tu miedo.

—¡Maldita sea, no quiero hacerlo!

—Andate entonces, Sara. Lo voy a lamentar, pero no te puedo obligar.

—Lucien. Joder. Tuve un brote psicótico —casi lloriqueó la chica—. Me niego a volver a pasar por eso.

—¿Ayahuasca? —preguntó Cristina—. ¿Eso no es una droga mazo de fuerte...?

—No, querida. No es una droga —le informó Lázaro—. Es una medicina muy poderosa de Perú.

—Es una droga “mazo de fuerte”, Lucien —sonrió con los dientes descolocados Corvuscorax—. No mientas a la niña.

—Gabriel, no le miento. No es una droga. Saben muy bien lo que opino de las drogas recreativas. Sólo logran perder a la gente y volverla loca.

—¡Lucien! —chilló Sara—. ¡Yo casi me volví loca con la puta ayahuasca! Joder...

—Sara, la ayahuasca no te volvió loca. Vos ya
tenías
eso en la cabecita que alberga a tu lechuza. La planta lo sacó y pudimos controlarlo —se giró a la adolescente—. Cristina, ¿ves a Atenea? No parece querer tomarse la ayahuasca para ir a bailar a un boliche. ¿Vos te creés que es algo agradable y placentero, una pastilla para irse de joda y pasarla bien? Hay que ser muy valiente para volar con ayahuasca. Atenea. Vos lo sos. No me decepciones, querida.

Sara estaba temblando. Tenía los ojos azules muy abiertos, a punto de saltársele las lágrimas. Se retorció el tul desgarrado, blanco como la nieve, de la minifalda. Descargó el peso del cuerpo sobre un pie acharolado hasta la rodilla. Se mordió el labio inferior.

—Maldita sea, Lucien.

—Atenea. Yo voy a estar a tu lado.

—Como empiece a devolver y a dar berridos y pierda la cabeza...

—Si vomitás, tenemos un tacho. Y si perdieras la lechuza entre la marea humana y desquiciada con la que compartís ese cuerpo, yo la encontraría. Sara. Tranquila. Si no podés hacerlo, sabés que yo me ocupo. Me comería el problema hasta que quedases limpia. Pero sería más positivo que lo hicieses vos.

La adolescente tenía una cara de pánico muy parecida a la de Atenea.

—¿Qué se supone que vamos a hacer? Sara me está asustando.

—Cristina, vamos a volar. No voy a mentirte. Es riesgoso, duro y difícil, porque vamos a utilizar una medicina poderosa, que activa memorias antiguas a través de las vidas —Lázaro se apoyó en el mostrador y meditó sus palabras siguientes—. Tu ave tiene corteza, y podés conocer lo que hay debajo o no. Podés averiguar dónde estuvo antes y qué aprendió con ello. No sólo dentro de los hombres; a través de tu alma podés regresar hasta el comienzo. Podés experimentar lo que sintió el primer cuervo del mundo cuando rompió el huevo desde el interior. Podés ir hasta el primer reptil que torció los brazos y voló. Podés bajar más y sumergirte en el océano, ser pez, ser gusano, ser ameba, no ser nada, en el caldo de cultivo primigenio, y comprender el todo del que formás parte. Podés saltar también en el alma humana. Cada hombre contiene entera la historia de la humanidad. El cerebro es una computadora que guarda todos los datos; el neocórtex se superpuso sobre capas más antiguas, que siguen ahí sólo para que nos las comamos, querida. Nada se pierde. La ayahuasca enciende el rescoldo de las memorias. Tu cuervo puede ir a volar sin haber devorado y aprendido esa información, y así pasan por la vida sin enterarse cientos de personas, o puede
saber
y emplearlo. Vos llevás dentro un huevo; ese huevo hay que romperlo a cada instante porque vuelve a cerrarse; el hombre lo cierra si no te mantenés despierto. Atenea tiene su lechuza crecida y aun así le da miedo. Vos podés irte si no querés intentarlo.

Cristina tenía los ojos brillantes.

—Si voy a volar, me quedo.

Lucien asintió.

—Vayan pasando a la pieza donde damos las clases y empiecen a relajarse; en especial vos, Atenea. Ángeles, poné música rítmica y suave y traé el aceite esencial. Voy a buscar la ayahuasca.

La mujer metió en el reproductor un CD de relajación con un tamborcillo lento y machacón.

—Ayuda a concentrarse —le explicó a Cristina—. Y a regresar. Volar es tan maravilloso que no siempre se desea volver... —les acercó un frasquito de la tienda—. Y éste es un pequeño truco que nos mostró alguien hace muchos años, Cristina. Huelan este aceite. Grábenlo en sus cabezas.

Lilith apenas olisqueó la botellita y se la tendió a Atenea. Nevermore, con una sonrisa, olió y la pasó. Corvuscorax aspiró el morro de la redoma con intensidad, como si estuviera metiéndose cocaína.

—¡Es muy fuerte! —se quejó la chica cuando le llegó el turno.

—Si te perdés, te vamos a untar con él. También sirve de ayuda. Pero no te preocupés. Estando Lázaro
nadie
se pierde.

Lucien volvía con una bandeja, vasos y dos recipientes de cristal con tapadera hermética, uno grande y otro pequeño.

—¿Qué hacen aún parados? Agarren las colchonetas. Siéntense en la postura que les resulte más cómoda, en un círculo. Atenea, calmate. No, Cristina, no te pongas contra la pared, vení al centro. Después tenés que acostarte. ¿Están tranquilos? Ya sé que vos no, Sara. Así sólo conseguís que el viaje sea peor... Acercate si querés el tacho... el
cubo
. ¿Están preparados? Comencemos.

Abrió el frasco con la pegatina de hadas, llenó un vaso hasta el borde y volcó en otro lo que sobraba; no llegaba a la mitad. Le tendió a Atenea el lleno y le entregó a Ángeles el otro.

—¿Por qué unos toman más y otros menos? —preguntó Cristina al ver cómo Lucien medía las cantidades tras echar una mirada detenida a cada persona.

—En parte, por las veces que la tomaron. La ayahuasca es extraña; cuanto más la probaste, menos necesitás para el trance. También por cómo tienen su ave... y hay otros motivos más terrenales, como la complexión y el peso. ¿Cuánto pesás vos?

—Pues no lo sé...

—Aunque sea aproximado.

—Cincuenta y cuatro...

—¿No me mentís? Es importante, querida.

—Cincuenta y siete —respondió finalmente.

El hombre le sirvió el líquido espeso como el barro.

—Casi todos ustedes ya probaron la ayahuasca y conocen su gusto. Cristina, no exagero si te digo que es la cosa más repulsiva que vas a tomar en tu vida.

—Pues a mí me gusta. Volar es secundario —interrumpió Nevermore con una mueca, recibiendo las risas de Ángeles, Lilith y Atenea, esta última casi una carcajada histérica—. En realidad la bebo por su sabor.

Lázaro sonrió sutilmente.

—Aunque el sabor de la ayahuasca resulte agradable para Nevermore, al resto de los mortales nos produce un rechazo inmenso. Es como si todo el cuerpo se rebelara contra la planta. Te recomiendo que no lo pienses: agarrá el vaso y tragalo de golpe sin respirar. Si sentís náuseas o vómitos, tenés el tacho cerca. Intentá no vomitar porque si no conservás bastante medicina dentro vas a tener que tomar más. La semana que viene debés evitar ciertos alimentos: el queso, la carne, la sopa en cubitos, los embutidos y el vino. Tal vez notes un tiempo que el alcohol te afecta más y te produce resaca. La ayahuasca sensibiliza...

—Lucien... —interrumpió Sara con vocecilla temblorosa—. ¿Puedo mezclarla con algo? Para que no sepa tan mal.

Lázaro frunció el ceño.

—¿Con qué, Atenea?

—Con cocacola. He leído que así no da náuseas.

—¿Con cocacola? ¿Mezclar ayahuasca con cocacola? —Lucien tenía los ojos fuera de las órbitas—. Me parece una falta de respeto cultural, querida. ¿Dónde leíste eso?

—En internet... Por favor, Lucien. No quiero vomitar. Me puse malísima.

—Hacé lo que te parezca oportuno, Atenea —suspiró Lázaro—. Yo no lo haría. Si tanto miedo te da enfrentarte a la ayahuasca, esto no es para vos. Andate si querés. Yo no obligo a nadie.

La lechuza apretó los labios. Le centellearon los ojos azules. Levantó el codo y se tomó el vaso de golpe. Se retorció hacia atrás con una mueca de dolor y repugnancia.

—Es como un maldito batido de bilis... —jadeó cuando pudo articular una palabra, con los ojos lacrimosos.

—Te felicito, Atenea —expresó Lucien con afecto.

Nevermore chocó su vaso contra el de Lilith. Mirándose con una sonrisa irónica, bebieron con aspavientos de asco. Corvuscorax dejó su taza vacía en el suelo de un golpe. No había cambiado el rictus, pero se apretaba el estómago. Ángeles dio un trago; Lucien dio otro del mismo recipiente. Ángeles volvió a beber y se lo devolvió a su compañero, que apuró el contenido.

—Listos. ¿Cristina?

La chica observaba su lodo con fijeza hipnótica. Lo balanceaba y contemplaba la marca de suciedad que quedaba en el vidrio. Cerró los ojos, inclinó el vaso y tragó. Estuvo a punto de escupirlo.

—¡Dios! ¡Qué asco! Es... es...

—No hay palabras.

La neófita se frotaba la boca como para quitarse el sabor indescriptible, remotamente parecido a un café expreso al que hubieran echado varias cucharadas de sal. Sacó la lengua, se arrastró la saliva con los dientes, se la apartó con los dedos.

—¿Y ahora, qué? —murmuró.

—Ahora, Cristina, hay que esperar. Les ruego que se relajen y guarden silencio. Concéntrense en la música. Intenten dejar la mente en blanco. Si no pueden, reciten la tabla de multiplicar en voz baja o cualquier cosa que no requiera esfuerzo. Menos un padrenuestro, por favor. Serviría, pero no es... adecuado. Tiéndanse si creen que van a estar más cómodos. Respiren despacio.

Nevermore se tumbó. Llevaba el ritmo de la percusión con los dedos. Lilith, de piernas cruzadas, cerró los ojos y bajó la cabeza, sujetándose los pies con las manos. Corvuscorax no se había movido. Tenía los ojos abiertos, pero con las pupilas en alto; resultaba desagradable verle el filo del globo ocular blanquecino. Lucien observaba fijamente a Atenea, que se cogía las rodillas y tiritaba. Ángeles inspiraba profundamente en la postura del loto. Cristina intentó tranquilizarse, pero la expectativa empezó a sacarla de quicio al cabo de unos minutos. El CD iba por la segunda vuelta de canciones reiterativas cuando la adolescente contuvo las ganas de gritar que a qué coño estaban esperando. Antes de que lo hiciera, Sara se levantó de golpe. Echando la cabeza hacia atrás, soltó un alarido largo, agudo, como un ladrido que helaba la sangre. Lucien se incorporó de inmediato y la sujetó, mientras la chica agitaba la melena castaña y blanca como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. El resto de la bandada no movió un dedo. Ni siquiera alteraron la expresión. La neófita pestañeó asombrada. Iba a ayudar a Lázaro cuando éste la detuvo.

—No te muevas. Yo me encargo. Seguí respirando —aferró a la lechuza desde atrás, manteniéndole los brazos cruzados a la espalda—. Atenea, también va por vos. Respirá. Respirá, querida.

Sara se desternillaba de risa y se sacudía de la presa, pero Lucien tenía fuerza más que suficiente como para mantenerla quieta. La chica tomó aire con las mandíbulas encajadas.

—Respirá, Sara —le musitó al oído—. Estoy a tu lado.

Ella estalló en llanto descontrolado, salpicado de hipidos y jadeos. La cabellera con los mechones decolorados le cubrió la cara. Tenía los ojos extraviados y una sonrisa absolutamente desquiciada, quieta, recortada entre las greñas como si se la hubieran esculpido en el rostro, que produjo un escalofrío a Cristina. Sara se quedó paralizada unos minutos, derrumbada contra Lázaro.

—Respirá, Sara.

En el instante en que notó cómo Lucien aflojaba la presión, la lechuza se revolvió histérica en sus brazos. Comenzó a darle patadas al suelo y a soltar improperios por la boca —
hijo de puta, cabrón, jodido manipulador, te odio, suéltame, no pienso hacerlo, te odio, te odio, te odio, hijo de la grandísima puta
—. Lázaro estrechó los ojos, le apretó los brazos y le dobló las rodillas con las suyas hasta que la inclinó sobre el suelo.

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