Politeísmos (47 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—¿Dónde tenés el palo de amasar, mi amor?

El hombre se agachó y empezó a revolver en el cajón junto a la mesilla del ordenador. Resultaba increíble que pudieran caber los dos en la estancia. Le entregó a Ángeles el rodillo.

—¿Querés que lo machaque yo, Ángeles?

—No, seguí con los pedidos hasta que se cocine.

Estuvo un rato golpeando los duros bejucos de color dorado con el cilindro de madera, desplegando el trapo para observar cómo iban y desmenuzar los pedazos más grandes con las uñas. La mujer cantaba con voz fina mientras manipulaba los tallos de enredadera y los hacía trozos a golpes de rodillo, con una indolencia despreocupada, como si estuviera siguiendo la receta de un bizcocho de repostería. Cuando los consideró suficientemente molidos, salió a la tienda y cogió una pota de cerámica de las que vendían para hacer queimada. Puso el cazo de arcilla sobre el hornillo y echó una cantidad de las virutas.

—¿Chacruna o chalipanga? —le preguntó, abriendo una bolsa.

—¿Queda de las dos?

—Muy pocas hojas de la fuerte, Lázaro.

—Terminala y etiquetá lo que salga para Atenea.

Ángeles añadió unos puñados de follaje verdoso amarillento, inclinó la garrafa de agua destilada hasta que llenó el recipiente y puso el fuego al mínimo.

—Encendé incienso, querida, o dentro de nada no vamos a poder respirar.

—O.K. Su olor es tan feo como su gusto.

—Su gusto es mucho peor, Ángeles.

—Todo el conocimiento tiene un precio, mi amor —se rió la mujer, mientras prendía la punta de un cono de incienso de olor a vainilla sobre un cacharrito de loza.

—Ojalá la sabiduría costara tan poco como dar un trago a una poción, por repugnante que sea. ¿Se nos terminó la chalipanga, entonces?

—Sí, con esta cacerola.

—¿Yagé nos queda?

—Bastante.

—Entonces espero a contactar con Elías.

—¿El shaman peruano? —la mujer torció la cabeza—. ¿Pero no me dijiste que murió? Hace muchísimo tiempo... Creía que comprabas las plantas en el ebay.

—Elías murió, pero el jaguar sigue vivo; contacto con su nieto, un notable joven de trece años que también se llama Elías —Lucien sonrió—. Internet es un instrumento realmente útil para relacionar continentes. Evita vuelos innecesarios.

Ángeles no preguntó a qué clase de vuelos se refería Lázaro. Removió el brebaje aguanoso de los troncos y las hojas. Le echó una cucharada de vinagre a la mezcla y subió el fuego un poco. Antes de que empezara a hervir, lo bajó. Mientras cocía la mixtura, la mujer desenroscó la tapadera de la destiladora doméstica, añadió más agua, la cerró y presionó el interruptor. En un par de horas, el aire de la estancia comenzó a hacerse irresistible.

—Salí de la pieza, Ángeles. Yo me encargo.

—Lázaro, a vos siempre se te pasa y hay que despegarlo de la olla. Quemado sabe aún peor y pierde propiedades. Agarrá y dame el filtro y dejame cocinar a mí.

Coló la pócima con una manga de tela y reservó el té achocolatado que habían soltado las plantas trepadoras. Echó los posos a la pota con más agua destilada y vinagre y repitió la cochura, para filtrar después la nueva cantidad de puré pardo. Repitió esta operación hasta que el agua salió incolora, y luego puso a reducir en una cacerola toda la cantidad de la infusión cenagosa. Echó otra remesa de juncos en el pote de cerámica junto a unas hojas diferentes, agua destilada y aliño. Lo dejó calentarse y volvió a efectuar el proceso. El resultado fueron dos vasos de fango marrón, uno de los cuales volcó en un frasco con cierre hermético y marcó con pegatinas de hadas de las que vendían en la tienda.

—Ángeles. Son las dos y media. Terminá esta cacerola y preparate algo, querida. Tenés que almorzar. Mañana nos espera una noche dura.

—No voy a sacar todo de las hornallas, Lázaro. ¿Vamos al VIPS de la vuelta?

—Comé algo liviano, Ángeles —le recomendó el hombre.

—No tienen mucho para elegir que no tenga carne, y la salsa de las papas es fuerte. Creo que voy a comer un poco de pan lactal nada más... Aunque me gusta ese restaurante. La moza es agradable.

—No es
agradable
, Ángeles. Casi puedo oírle rechinar los dientes cuando le pedimos. Tiene unos ojos que matan.

—Muy lindos. Dorados, mi amor —Ángeles sonrió—. ¿Cuándo nos hará caso Alejandrito y se vendrá acá a almorzar?

—Nunca. Alejandro nunca me va a hacer caso, Ángeles. Y si le dijera por qué, menos todavía. Se cagaría de risa y me llamaría “alcahuete”, como dicen los gallegos a los celestinos. Apurate —la espoleó Lázaro para que se apresurara—. No debés tomar más que jugos a partir de las siete.

—¿Querés una rebanada? —le preguntó Ángeles desenrollando la tira de plástico del pan de molde. Lucien negó con la cabeza—. ¿Vas a ayunar los dos días, Lázaro?

—Sí. Hoy sólo voy a tomar agua; mañana nada. Pero no es necesario que vos lo hagas. Yo me encargo de guiarlos.

Estuvieron todo el domingo hasta bien entrada la madrugada cociendo lianas y follaje amazónico en la pota de cerámica, filtrando los sedimentos, volviendo a hervirlos, colando el extracto y concentrándolo. El olor terrible de la bebida hacía que se marearan; a las doce de la noche tuvieron que abrir la puerta de la tienda para ventilar, entre humaredas de incienso y perfume de velas aromáticas que disimularan la peste. Se acostaron con vértigos, náuseas y un líquido castaño, espeso y de aspecto inquietante, como barro fluido, guardado en la nevera. Se quedaron dormidos. Junto a la ensalada de soja, las bebidas energéticas y los zumos de frutas tropicales, reposaba, inocentemente, litro y medio de ayahuasca.

Al día siguiente Álex se levantó, metió la tarjeta en el cajero de la esquina, soltó una maldición, se volvió a subir a su casa y arañó el cajón del dinero. Según bajaba la Gran Vía se le acercó un chino que se dedicaba a la venta ambulante de flores. En principio lo despidió de malos modos, pero luego se lo pensó mejor. Le pagó y se plantó a la entrada del restaurante VIPS. Esperó a Paula horas y horas sentado en el banco, temiéndose que ya se hubiera marchado hasta que la divisó en el interior. Cuando salió, se puso delante directamente.

—¿Qué puto horario tienes tú?

—Álex... —musitó ella con apatía, esquivándole para seguir andando—. ¿Qué haces aquí? Llevo prisa.

Él se limitó a sonreír. Le tendió la rosa.

Paula meneó la cabeza y estuvo a punto de soltar una carcajada. No la cogió.

—¿Y esto a qué viene?

—Qué pregunta, Paula —respondió con una sonrisa leve—. Es un regalo. Somos animales de costumbres, princesa. El lobo es todo un caballero. Vuelve a cortejar a su señora año tras año, antes del celo, y le lleva detalles: liebres recién cazadas, perdices chorreando sangre, piñas llenas de resina, crías de ciervo moteadas y tiernas con las patitas colgando. Pensé traerte un conejo muerto, pero creí que esto te haría más ilusión.

—Álex. ¿Estás imbécil? No me puedo subir a casa con una rosa. ¿Y Fran, qué?

Él se encogió de hombros.

—Pues tírala. Mañana te traeré otra.

—Mañana volveré a tirarla —replicó.

—Pasado tendrás otra —afirmó tranquilamente.

—Álex...

El lobo seguía frente a ella, como una estatua, con la rosa en la mano. Paula resopló, la cogió, la tiró a la basura y subió la calle sin mirar atrás.

Álex se mordió el labio. Contempló cómo se alejaba la chica. Arrastró un pie junto al otro, suspiró, le dio la espalda y se metió por la bocacalle. Empujó la puerta de la tienda esotérica con tal mala hostia que tiró al suelo el móvil de barras metálicas que avisaba de la entrada.

—Mierda —Ángeles le miraba desde el mostrador con las cejas subidas, sorprendida de verle allí—. Perdona, princesa. Ahora mismo te cuelgo esta soplapollez. ¿Dónde coño va enganchado?

—Dejalo. Ya lo arreglo yo. ¿Qué hacés acá, Alejandro? —le preguntó en voz baja al pasar a su lado—. Hoy tenemos vuelo y estamos a punto de cerrar. ¿Qué pasa, querés participar?

—Joder —resopló—. Se me había olvidado que era lunes. Me abro entonces antes de que Lucien venga a darme la brasa, Ángeles. Cágate en él de mi parte, y dile que no me vuelva a enviar niñatos o se los devuelvo sin cabeza. El sábado estaba de buen humor para aguantar chorradas, pero hoy estoy que muerdo.

—O.K. —respondió la mujer con una sonrisa amplia, que se le quitó en cuanto observó cómo miraban a Álex un par de señoras que estaban comprando y le habían escuchado. Antes de que el lobo se percatara y las mandara a tomar por culo, Ángeles le tapó el campo de visión—. Alejandrito. Vení a horas en que no me espantés a los clientes. ¿Mañana querés almorzar con nosotros?

—Paso. No es por insultar tu cocina, pero me da ganas de vomitar. Y la soja, el arroz integral y las algas no combinan bien con el aroma a ayahuasca. Que se os dé bien el vuelo psicotrópico —se despidió abriendo la puerta—. Si mañana salís en las noticias no me llaméis para pagar la fianza, que mi saldo asciende a trescientas veinticinco pesetas.

Lucien salió de la trastienda.

—¿Vino Alejandro?

—Recién se fue, mi amor. Está muy lindo: lleva el alma medio afuera, como un aura —Ángeles sonrió—. Tiene tan grande el lobo que no le entra... pero estaba muy alterado. No sé qué le pasó, no me lo dijo. Es raro que venga al negocio —la mujer vio el gesto que le hacía un muchacho desde otro lado del local—. Despachá vos, por favor.

Lucien se situó tras la caja y cobró una daga con arriaces de fantasía y un CD de musicoterapia, mientras Ángeles ayudaba al chico a escoger un amuleto para su novia.

—¿Cuál es su signo? —le preguntaba, enseñándole el muestrario con figas de ónice, estrellas de David, herraduras, símbolos del Om, lunas de plata, brujillas de colores y piedras semipreciosas engarzadas.

—Creo que es Libra...

—Su piedra es el jade. ¿Le gusta el color verde?

—No lo sé...

—En jade tenemos la pirámide que canaliza la energía, la piedra en bruto y tallada, la estrella de la vida y el ankh con el cabujón en el centro...

—Es que yo de estas cosas no entiendo... Me dijo que le gustaban mucho los colgantes de esta tienda.

Ángeles hizo un ademán despreocupado.

—Llevate el que más te guste a vos. Elegilo de corazón pensando en ella; así vas a acertar seguro.

El chico señaló uno entre titubeos. Lucien le cobró, se lo envolvió en papel de estraza y lo metió en una bolsita.

—Tomá la factura por si querés cambiarlo.

Una mujer hocicaba los libros de autoayuda, descolocando todo el estante.

—¿La ayudo? —le preguntó Ángeles.

—No; sólo estoy mirando —replicó.

Los cuervos intercambiaron una sonrisa.

—Apúrese a mirar que vamos a cerrar en quince minutos —la urgió Ángeles—. Pero si no quiere ayuda no tiene mucho sentido que busque entre esos libros.

La señora levantó los ojos del estante con expresión de perplejidad, mientras la argentina la contemplaba plácidamente. Durante el cruce de miradas sonó el tintineo de las varillas de metal de la puerta y entró una chica de dieciséis años con ojos nerviosos de pájaro y un bolsito estúpido.

—Cristina. Viniste temprano —la saludó Lucien sin levantar la vista del albarán de la máquina—. Mirá un rato la tienda hasta que cerremos, por favor.

—Yo...

—Mirá un rato la tienda hasta que cerremos, querida —repitió Lucien, haciéndole un gesto significativo con las cejas.

La chica se lamió los labios y asintió. Se puso a recorrer los estantes. Ángeles estaba tranquilamente apoyada contra el de los libros, prestándole una atención extraordinaria a la mujer que manoseaba los ejemplares de sexo tántrico y satisfacción de la pareja. Acabó cogiendo dos y fue a pagar con la vista gacha y aire vergonzante. Lucien le entregó el tiquet de compra y la señora se marchó.

—Creí que no iba a decidirse nunca —resopló Ángeles—. Voy a bajar a la mitad la reja.

—Oye... —interpeló Cristina a Lázaro.

—Ahora hablamos con calma, Cristina. ¿Cómo te encontrás?

—Rara... —murmuró—. Como si flotara. Veo... cosas extrañas. A ratos tengo ganas de vomitar, y eso que estoy en ayunas.

—¿No comiste hoy?

—Jackdaw me dijo que no tomara más que agua el lunes... ¿He hecho mal?

—No. Es perfecto.

—Muy buenas tardes, casi noches —saludó un hombre larguirucho, con una sonrisa alegre en la cara, que se inclinaba para entrar bajo la verja de seguridad y abría la puerta—. Habéis cerrado veinte minutos antes de las ocho, Ángeles. Así no os vais a hacer ricos.

—Hola, buenas noches, Miguel —sonrió la mujer, dándole un beso.

—Nevermore —dijo Lucien.

El hombre se disponía a estrecharle la mano cuando se percató de la presencia de la chica. Cristina, incómoda, trasteaba entre las velas de la tienda. Nevermore puso una cara rara y le hizo una seña a Lázaro para que se acercara.

—Dime que no te has traído a esa niña para lo que creo que te la has traído —le susurró.

Lázaro sonrió con tranquilidad.

—Lucien, por favor. Es una menor. Que estén en la bandada me parece perfecto, pero que se vengan a volar no. Se irá corriendo a decírselo a sus padres, y éstos perderán el culo en llamar a la policía.

—Nevermore. Yo vi varias veces a nenes de siete años tomar ayahuasca. La edad que tengas por fuera no importa; la que importa es la de dentro —concluyó Lázaro, amable pero inflexiblemente—. Está preparada.

—No me estás entendiendo. Habrás visto a críos indígenas de siete años ponerse hasta arriba de drogas y luego jugar a saltar a la comba en tu tierra. Esto es Madrid. Aquí intoxicas a una niña y vas a la cárcel.

—Miguel —le cortó Lucien con una sonrisa desagradable—. Yo soy de Buenos Aires. ¿Vos te creés que vamos en taparrabos?

—Has sido tú el que ha dicho que...

—En Pucallpa, Nevermore. Ángeles y yo nos recorrimos la Argentina, Chile, Bolivia y Perú antes de venir acá.

—No tengo ni la menor idea de dónde está Pucallpa, Lucien. Y no te piques conmigo. Yo sólo advierto.

—Vos no sabés dónde está Pucallpa. Yo sí. Vos no sabés lo que hacen allá. Yo sí. Vos no sabés si Cristina está preparada. Yo sí. Parecés no saber qué nos estamos jugando, Miguel.

—No es cuestión de preparación, Lucien...

—Sí lo es, Nevermore. La ley de un país es absolutamente intrascendente.

—Pues —suspiró el hombre— asegúrate de asustarla bien para que no lo cuente por ahí, Lucien. Pero no me gusta ni pizca.

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