Authors: Álvaro Naira
—Paula, ya vale —murmuró rompiendo el silencio—. Tú también tuviste tus tiempos
destroyer
, y yo no ando recordándote las mejores jugadas.
—Pero Álex, no es lo mismo —replicó ella, dejando que se desvaneciera el sarcasmo de su cara—. No se me olvidará en la vida ese día, cuando viniste con la chorrada en los brazos; los guantes que llevan ahora todas las siniestras. Yo pensando: éste es imbécil. Hasta que te los quitaste. Joder... Es una de estas imágenes que no se van en la vida.
—Qué puta gilipollez —bufó—. Pero no eran unos guantes; eran calcetines. Les clavé las tijeras para meter los dedos. No se me ocurrió otra cosa para taparme, la verdad.
—Es que cierro los ojos y lo veo. ¿No tienes cicatrices de eso? ¿En qué estabas pensando?
—Marquitas, Paula. Ganas de llamar la atención —masculló con los dientes apretados—. Mariconadas de niño gótico.
—¿Mariconadas? ¡Joder! Llevabas seis tres en raya en cada brazo. Se te podían meter los dedos en las cuchilladas.
Álex decidió atacar por otro lado. A avergonzar al otro podían jugar los dos.
—Bien que te moló entonces —dijo—. Yo hubiera jurado que querías unas heridas igualitas. Te encantaba salir con el más malo del instituto, Paula.
—Claro que me encantaba, imbécil. ¿Sabes cuál fue la primera frase que yo te oí decir, Álex?
—“¿El colmillo es de lobo o de mastín?” —recordó él—. Cuando te sentaron a mi lado.
—No. La primera frase que yo te oí fue “Que os follen”.
—¿Cuándo? —preguntó él enarcando las cejas.
—Sí, hazte el sorprendido. Como si no lo soltaras ochenta veces al día.
—No, que cuándo te fijaste en mí, digo.
Paula estalló en risas.
—Qué creído te lo tienes, Álex.
—No, a ver —protestó él—. Si acabamos saliendo, digo yo que te habrías fijado en mí antes. ¿O yo me lancé encima y tú pensaste: “Bueno; vamos a darle una alegría, pobre, que se le ve muy solo”? Yo me fijé en ti cuando saliste a la pizarra. Lo flipé con el colmillo. Y con tu pelo. Me tenía obsesionado. Y con tu culo, vale. También. Y con tus tetas. Y con... —se interrumpió al verle la mueca—. Ya, que no viene al caso. ¿Y tú?
La chica aspiró el humo y lo soltó.
—El primer día de clase.
—Eso me sube el ego, princesa.
—Quieto ahí, no corras. Me fijé en ti porque pensé que eras un subnormal profundo y un macarra, Álex. Yo me acababa de venir de Oviedo y no conocía a nadie. A la hora del recreo estaba saliendo todo el mundo para ir al patio. No sabía qué hacer; si quedarme en el pupitre, encerrarme en el baño o intentar hablar con la estúpida que tenía al lado cuando me vi casi a solas con Jaime, con Fran y contigo; los demás ya se estaban yendo. Pensé acercarme a vosotros. Presentarme. Las cosas que hace la gente normal. Os sentabais en las mesas del final, tú en la última de todas, cómo no, y ventanilla como en los aviones: pegado al cristal para mirar el paisaje. Éstos se habían levantado y estaban recogiendo, pero tú no te movías. Te dijeron: “Vamos a echar un cigarro al patio, Álex”. Y tú respondiste: “Que os follen” —el lobo reprimió una carcajada—. “Yo paso de moverme”. Entonces te preguntaron: “¿Es que no quieres un cigarro?”; y tú, con la mayor tranquilidad del mundo, te sacaste el paquete de West, te encendiste uno y te pusiste a fumar en el aula.
—Te impacté, ¿eh? No me acuerdo de eso.
—Calla que ahora viene lo mejor. Éstos se pusieron muy nerviosos, a mirar si venía algún profesor, y tú mientras partiéndote de risa. Les dijiste que si se iban a mear encima de miedo te dejaran solo, así que, después de soltarte no sé qué, salieron de clase. Sólo con eso ya hubiera bastado para que yo te considerara un imbécil, pero atención a la siguiente jugada: abriste la mochila, sacaste un libro, plantaste las patas sobre el pupitre y te pusiste a leer.
—¿Qué tiene eso de particular?
—Álex. Dos cosas. En primer lugar, las botas que llevabas que, como ya he comprobado, son exactamente las mismas que llevas. Y ahora ya se ven más entre los siniestros, pero entonces no es que fueran una macarrada. Una macarrada son ahora. Entonces parecían de disfraz de Robocop; de haberte escapado de una película futurista con androides.
—No son las mismas —puntualizó él—. Será el tercer o cuarto par. Cuando se me rompen me compro otras iguales. Soy así de original.
—Segundo detalle —continuaba Paula—. El libro era el
Así habló Zaratustra
.
Álex arrugó el ceño.
—Cierto, coño. Me lo leí en tercero de BUP.
—Sí, Álex. Tú, con diecisiete, en lugar de bajarte al recreo, leías a Nietzsche fumando en clase y con las botas ciberpunk sobre el pupitre. Ante eso, yo decidí inteligentemente darme media vuelta y salir del aula para meterme en el baño durante treinta minutos. Ésa fue la primera vez que me fijé en ti. ¿Te ha gustado?
—Me ha puesto un huevo, princesa. ¿Y si pago y nos vamos a mi casa?
—¿Qué?
—Lo que oyes. Ya sabes que yo tengo una polla saltarina y me empalmo a la mínima.
—Lo sé, Álex —ella le sonrió de una forma detenida, oblicua, sensual, que hizo que la fanfarronada dejara de serlo en el acto—. Te ponías con que te miraran. Es lo que tiene la pubertad...
—Me ponía con que me
miraras
, Paula —corrigió él—. Y me temo que ahora no tengo dieciocho. Si no me crees dame la mano y yo te conduzco a la zona sin problemas por debajo de la mesa. Así hacemos manitas como los niños pequeños.
—Deja de hacer el idiota, Álex. La broma tiene gracia un rato. Más no.
Él le agarró la muñeca.
—¿Tú crees de verdad que estoy bromeando? —susurró con la voz muy ronca, acercando la mano hacia él—. ¿Quieres comprobarlo?
Ella se incorporó de golpe, arrastrando las patas de la silla contra el mármol. El lobo chascó la lengua.
—Paula. Estaba de coña. No te vayas, por favor. Ya sabes que no se me da nada bien averiguar cuándo el chiste ha dejado de hacer gracia y empieza a molestar. Perdona, en serio.
Álex tardó un poco en mirarla a la cara. Tenía miedo de ver lo que se iba a encontrar. Se sorprendió cuando se topó con una sonrisa amplia, cínica, incluso juguetona.
—Voy al baño, Álex. Ahora vuelvo. Aprovecha para tranquilizarte un poquito.
Cuando la chica regresó, no volvió a sentarse. Se quedó a su espalda. Le puso la mano en el hombro y apretó.
—Vámonos —le dijo.
—Espérate que pague... —murmuró, levantándose con cierta torpeza.
—Ya he pagado yo.
Álex le dio una leche a la mesa.
—¡Joder, Paula! ¡No se te puede dejar sola, hostia!
—Hay que ser más rápido, lobo —respondió ella alegremente—. Además, no me da la gana que hagas la chulería de pagar un café y una tónica con tarjeta, porque no te la van a coger y sé perfectamente que se la montas. Vámonos.
—¿Adónde?
—A tu casa, ¿no?
Álex bajó la cabeza y pestañeó con incredulidad, como si le hubiera dicho que se iban a Pekín. Luego sonrió con un lado de la boca.
—Vete a la mierda, princesa.
—¿No quieres que la conozca? ¿Qué tiene, las paredes pintadas de negro? No me voy a asustar, Álex.
—¿Quieres venirte a mi casa? —preguntó muy despacio.
—Si no quieres no voy...
—Joder —le cogió la mano y casi la arrastró fuera—. Vamos.
Pasaron por detrás de la Fnac. Él iba muy nervioso, hablando sin parar de todo lo que se le ocurría, como si quisiera distraerla para que no pensara y se arrepintiera.
—Álex —Paula sonrió—. Cállate.
No hablaron más durante el trayecto, mientras subían la Gran Vía hasta Montera y se metían por Fuencarral. Paula caminaba tranquila, al trote, mirando de refilón los escaparates de las tiendas coloridas, llenas de grafitis y carteles, de la calle. Cuando divisó el Alchemy en la otra acera soltó una carcajada.
—Ahí era donde me comprabas las movidas, ¿verdad?
Él sonrió. No dijo ni que sí ni que no.
—Las pijadas más gordas venían directas de Londres —comentó—. Yo compraba de importación, princesa.
—Siempre tienes que quedar encima como el aceite —declaró ella reprimiendo la carcajada—. Hay que ver las pintas que hemos llevado, Álex... No estuviste satisfecho hasta que no me disfrazaste de princesa de las tinieblas. O más bien de vampiresa, de puta de Satán —se carcajeó con abandono—. Cuando miro fotos me parto de risa. Tú no, claro. Tú no te reirías. Tú sigues yendo exactamente igual.
—¿No te gustaba? —frunció la expresión—. Pues ya podrías haberlo dicho. Me dejaba una pasta.
—Qué dices. Era adolescente y me sentía estupendamente llamando la atención. Me encantaba que se cambiaran de acera cuando me veían.
—Pues no era para cambiarse de acera. La gente es imbécil. Ibas preciosa, joder. Bueno, ahora también vas preciosa. En realidad me la sopla cómo te arregles; la ropa donde mejor está es en el suelo.
—Ya. “¡Qué bien te queda eso! Quítatelo”. Eres único para soltar piropos —se rió ella. Atravesaron el metido que hacía la calle en una plaza con un olivo—. Qué bueno fue la primera vez que me viniste con un trapito. ¿Te acuerdas?
—Cómo olvidarlo. El corsé que imitaba cuero con las hebillas. Lo miraste, le diste la vuelta, lo volviste a mirar, subiste las cejas, carraspeaste y preguntaste: “Álex. Esto... es ropa para follar, ¿no?”. Y yo te respondí...
—“También, también”.
Paula estalló en risas. Se pegó contra él con la cadera. Álex también se reía, pero aún estaba tirante, acartonado. Hablaba con cautela, midiendo sus palabras. Ya se veía el edificio azul horrendo de la bocacalle del piso. La chica seguía recordando el instituto: cómo se tiraban las horas enteras contando los tics de los profesores; pintándole chorradas en la nuca a Jaime; manteniendo conversaciones durísimas de sexo detallado sobre un papel que les pilló un profesor con aspecto reprimido del Opus Dei y, tras un “Miren a lo que se dedican en clase Martínez y Ferreiro”, empezó a leer en voz alta con la intención de ridiculizarles, para ponerse a las dos frases blanco como la leche y doblarlo en cuatro, mientras Álex, en lugar de avergonzarse, le soltaba a Paula con voz clara, que escuchó media clase: “Éste se lo guarda para pelársela luego”. Tomaban apuntes jugando al ahorcado en los márgenes, sacándoles los dioses a sus compañeros —los que les caían mal eran siempre ovejas, patos, gallinas, cerdos y vacas, aunque los dos supieran perfectamente que llevaban dentro otra cosa— y haciendo monigotes de lobos que parecían salchichas con patas de alambre —Álex dibujaba como el culo y lo llevaba a gala—; cuando él no se dedicaba a componer en medio de matemáticas, atiborrando folios y folios con letras de canciones y pentagramas y llevando el ritmo con los pies.
—“Martínez, deje de dar golpes con
esas
botas” —rememoraba ella desternillada—. Y el día que fundiste los plomos, Álex... ¿Cómo lo hiciste?
—Facilísimo. ¿Examen sorpresa a las ocho y media de la mañana? Pues le pido un clip de éstos ñoños de colores al pijo de Jaime. Era rosa, encima. No se me olvidará. Lo doblas para ponerlo en forma de herradura, le arañas la cubierta de plástico en los bordes, lo clavas en el enchufe y así metes amperios a saco hasta que cortocircuitas la instalación eléctrica, salta el fusible y la luz de la planta a tomar por culo —pasaron el cajero de la esquina y cruzaron—. Es aquí —se sacó las llaves y empezaron a subir las escaleras.
—Se fue la luz de golpe, y todo el mundo aplaudiendo —iba diciendo Paula—. Yo no sé cómo no te expulsaron, Álex.
—Nah. Chiquilladas. Además con ésa nadie se enteró de que fui yo; no se vio casi el chispazo. Te perdiste el año anterior. Entonces sí que llovieron hostias. Cuando tú viniste ya no me hacía falta sacudir a nadie para que huyeran de mí. Sí que intentaron expulsarme en segundo, sí... Pero fíjate, yo creo que el de educación física hasta me tenía cariño. Estando yo iba la gente más derecha que un palo. Para ser un broncas en mi clase había que pedir la vez.
—Je. ¿Te acuerdas del test de Cooper? “Suéltame un conejo y verás cómo corro, joder”. O iba yo delante o no movías un dedo.
—Yo sólo corro cuando hay algo a lo que perseguir, Paula —respondió buscando las llaves en el bolsillo.
—Más chulo que un ocho, ¿eh, Álex? Ponerse un chándal iba en contra de tu religión, ¿a que sí? Y mira que era majo el hombre. Tenía más paciencia... El primer día te preguntó que si te habías dejado el chándal él te daba uno de los de objetos perdidos.
—Joder. Llevaba pantalón y camiseta. A mí que no me jodan.
—“Con eso no vas a poder correr bien”. Te le quedaste mirando como si hubiera soltado un chiste, adelantaste a toda la clase y acabaste el circuito el primero tranquilamente, casi al trote. Y luego te sacas el tabaco del bolsillo y te pones a fumar. La madre que te parió.
—Sí que te fijabas en mí, princesa —comentó Álex con una sonrisa sarcástica, abriendo la puerta de par en par.
—Se fijaba en ti todo el mundo, Álex. Y bien que te molaba. Aunque al de deportes le respetabas. Recuerdo que te quitó el cigarro de la boca con un “Delante de mí no se rompe nadie los pulmones, Martínez” y te limitaste a sonreír.
—Es que ése llevaba dentro un puto león, Paula —se justificó Álex—. Como para andarse con bromas. Me cascó un aprobado en la primera evaluación, el cabrón. “Porque no me esforzaba”. Y que le diera las gracias por no haberme suspendido, que me lo había ganado a pulso. Su puta madre; era el mejor de la clase y lo sabía.
—En la segunda te puso sobresaliente, Álex —Paula entró riéndose, pero en cuanto pasó al interior se quedó helada—. Joder —avanzó hasta ponerse en medio de la cocina-salón y contempló la habitación con estupor: las paredes vacías, los dos muebles blancos del Ikea, las cajas apiladas en las esquinas, la nevera, fregadero y hornillo. No había nada que indicara la naturaleza del ocupante, ni siquiera su sexo, edad o gustos, salvo el teclado sobre la tabla de la plancha, los sintetizadores y la mesa de mezclas—. ¿Te acabas de mudar?
—Qué va. Llevaré aquí cuatro años. ¿Por qué?
—No sé... Es tan frío, tan impersonal... No tienes ni un póster. Paredes blancas. Nada. Comparado con la lobera. Ya sabes, tu cuarto.
—Paula. Era un crío y estaba flipado. Tu caseta bien sosa que es. Nos hacemos mayores...
La chica observó los libros de las estanterías, pasando los dedos. Se quedó asombrada al mirárselos.
—Increíble. Está limpio. ¿Te has reformado?