Authors: Álvaro Naira
—¿Qué es eso? —inquirió Mon.
—Absenta. Ni tocarla. ¿Necesitáis algo más para vuestra fiesta de pijamas? Por supuesto, ya que contamos con una mayor de edad que seguro que está más que acostumbrada a hacer las compras de medio instituto para los botellones, lo que os bebáis te bajas mañana a la tienda y lo repones, que a mí no me dan paga los papás. ¿Estamos?
—Estamos. Pero no hace falta ser tan agresivo —respondió Rebeca con molicie, dejándose caer de piernas cruzadas en el suelo y estirando los brazos.
—Soy así, princesa. Si no te gusta te coges la puerta y te vas.
La chica comenzó a vaciar la bolsita en su mano. Vio cómo guardaba de nuevo una tira inconfundible de diminutas tabletas de ácido y un par de pastillas de más difícil identificación. Mientras Mónica daba vueltas, incómoda, y se miraba los zapatos, Rebeca sacaba la china, la mordía y la quemaba para desmenuzarla, inundando la habitación de la peste dulzona a hachís. Mezcló el tabaco, lo lió y encendió. Sopló el churro retorcido de papel y volaron las cenizas.
—¿Quieres? —le ofreció.
—A mí me haces uno para mí y vosotras os baboseáis otro, que yo ya estoy viejo para andarme pasando porritos. Y vigila las ascuas que saltan y no me prendas fuego a la casa, joder.
—Quédate con éste.
Se agachó a su lado para cogerlo. Contempló el saquito del cuello, en el que destacaba el dibujo felino que hacía quince días no estaba pintado. Estrechó los ojos. Lo sujetó en la mano.
Aspiró el humo. La chica estaba en el suelo, contra la pared, y él en cuclillas, casi encerrándola en una esquina formada por su cuerpo y estrangulándola levemente al tirar de la cuerda para observar bien el trazo de rotulador. Lo tenía muy cerca, prácticamente encima, pero Rebeca parecía no inmutarse, aunque se notaba la tensión por cómo arqueaba la espalda y apretaba las manos.
—¿Y esta chorrada, Rebeca? —murmuró él, al rato.
La chica se centró en lamer el papel de fumar. Le encajó bien el filtro del cigarro y retorció la otra punta. Subió la vista y, con un gesto que le pilló desprevenido, le cogió por el colmillo y lo atrajo hacia sí con brusquedad, como si fuera a enrollarse con él.
—¿Y esta otra? —le respondió.
Álex se separó de ella de golpe y se incorporó. Salió de la habitación y se dejó caer junto al ordenador de su cuarto. Se fumó el costo despacio, de forma casi ausente, dándole vueltas lentas a la silla con ruedas. Tardó más de diez minutos en acabárselo, y se le hicieron el triple de largos, como si el tiempo se fuera arrastrando.
—Álex —le llamaba Mónica, semejante a una aparición justo en el umbral de la puerta. El pelo erizado que se escapaba de la melena planchada recogía la luz y creaba algo parecido a un halo disperso y lechoso como si se le estuviera escapando el alma a chorros; con la habitación a oscuras y el ordenador encendido, la farola de la calle le iluminaba los contornos desde la ventana—. Vamos a hacer la ouija.
No recibió más que una risa desarticulada por respuesta.
—...
¿Hay alguien en la tabla?
—A la primera. Oye, Rebeca, yo quiero presidir la tabla alguna vez, ¿eh?
—Alguna vez, sí. Pon el dedo. ¿Hay alguien en la tabla?
—Hostia qué giro, casi lo pierdo. Pásame el canuto. Oye, que se ha ido derecho al NO.
—Qué cachondo. ¿Apostamos a que es el tuyo, Mon? —adoptó una voz más imperiosa—. ¿Eres un espíritu burlón? ¿Quién eres?
—Qué va a ser un burlón. Es el mío. ¿A que eres el mío?
—Se va al SÍ, pero podría ser un sí a que es un burlón. Que te diga algo que sólo tú sepas.
—Hay que ver lo desconfiada que eres, Beca. De acuerdo, le hago una pregunta mental.
—Ele. O. Be —leían a coro según la moneda iba trazando fáciles giros entre letra y letra—. O. Ele. O. Be. O. Ele. O. Se está repitiendo, ¿no? ¿Lobo?
Hubo una vuelta.
—Se ha ido al SÍ. ¿Es ésa tu respuesta, Mon? —inquirió Rebeca con una curva liviana en la boca.
—Sí —respondió abochornada—. Beca, ponme más baileys, que lo tienes al lado.
—No voy a quitar el dedo de la moneda, Mónica.
—Joder, con la otra mano.
—¡Atención que se mueve otra vez!
—Cu. U. I. E. Ene. Te. E. Eme. E. A. Ele. Ele. O. Be. O. Efe. E. Erre. O. Zeta.
—¿Lo has seguido?
—Ya lo creo —dijo Rebeca con una sonrisita muy poco propia en ella—. ¿Estás segura de que es el tuyo, Mon?
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho: “quién teme al lobo feroz”.
A las dos chicas les entró la risa. Mónica empezó a canturrear la melodía:
quién teme al lobo feroz...
—¡Al lobo, al lobo!
—Vaya —las interrumpió él con la voz grave y profunda—. Si son los tres cerditos... Aunque falta el tercero, claro. Ése tiene una casita de ladrillos y no necesita ir a tocar las pelotas a la de los demás.
Se callaron al momento y reinó un silencio embarazoso. Álex, con una sonrisa algo turbia, comenzó a pasearse lentamente en torno a las chicas.
—Valiente gilipollez —comentó tras mirar la hoja de cuaderno con signos medio cabalísticos.
—¿Por qué? —se quejó Mónica—. ¡Ninguna de las dos está moviendo la moneda! ¿Verdad que no? Si la mueves tú te mato —amenazó a Rebeca con cierta angustia.
—No soy tan imbécil —respondió su amiga simplemente—. Llevamos tres días sin dejar de hacerla, tía. No seas tonta.
—Pues yo tampoco la muevo.
Álex soltó una risa breve, gélida.
—
E pur si muove
. Salta a la vista, niña.
—¡Pero no la movemos nosotras!
—Me da igual si la mueve una de vosotras, si la movéis las dos, si la movéis aposta, si la movéis de forma subconsciente, si no la mueve ninguna, si se mueve sola. Sigue siendo una estupidez.
—¡Pero es cierto!
Él empezó a estrechar el círculo, que ya era bastante ceñido debido a las exiguas dimensiones del cuarto.
—Me da igual incluso que sea cierto o no, niña.
—Yo en tu lugar no haría eso —aconsejó Rebeca siguiéndole con la mirada, mientras se cernía sobre ellas como un animal predador—. Todo el mundo sabe que es
fuera
de la ouija donde pasan las
cosas
.
Él seguía caminando alrededor, muy despacio.
—Vamos a ver si lo he entendido. Rebeca. Te llamabas así, ¿verdad? —se detuvo a su espalda. La chica levantó la cabeza y le miró desde abajo—. Tú
crees
—no era una pregunta sino una afirmación tajante—. ¿Puedo saber por qué?
Ninguna de las dos había soltado la moneda, que giraba de forma concéntrica en la hoja.
—Se está impacientando —musitó Mónica.
—Respóndeme —exigió él.
—Lo he visto —dijo ella encogiéndose de hombros.
Álex emitió algo a mitad de camino entre una carcajada y un bufido.
—Pásame esa botella, tú —le dijo a la otra—. Ya veo que no habéis tenido complejos en vaciarme el mueble, ¿eh? —giró el tapón metálico hasta desenroscarlo y dio un trago. Siseó mientras le venía la quemazón de la garganta y el escalofrío exterior. Sacudió la cabeza—. Así que lo has visto.
Visto
—exhaló una risa breve, como un estertor—. Ésa es una de las tonterías más grandes que he oído en mi puta vida —se echó contra la pared y se deslizó hasta sentarse en el suelo—. A ver, en primer lugar: ¿por qué
crees
que es ése tu dios? Yo no te lo dije. Yo no te dije nada. No recuerdo en absoluto qué coño dije esa noche, pero la verdad es que no creo ni que hablara contigo.
Rebeca se volvió hacia él, sin quitar el dedo de la moneda, que no cesaba de oscilar en círculos.
—¿Crees que no es el Gato?
—Joder... Hasta he oído la mayúscula —se rió sin ganas y se apretó las sienes. Le dolía la cabeza—. Qué coño hago hablando de esto con dos crías...
—¿Lo crees o no?
Él levantó las pupilas y la golpeó con la mirada.
—Estoy absolutamente seguro de que lo es. Pero quiero saber por qué lo crees tú.
—Vi al Gato. Siempre fue especial para mí, pero es que además lo he visto.
—Se te cruzó por la calle, sí —volvió a inclinar la botella—. Qué acontecimiento. Hostia.
La moneda cada vez giraba más rápido.
—Por favor —interrumpió Mónica—, se está impacientando...
Rebeca sonrió lentamente.
—Lo vi
dentro
.
—¡Maldita sea, no puedes verlo! —explotó Álex—. No puedes verlo igual que no puedes verte el corazón o los intestinos. Es una gilipollez. Una puta gilipollez, y yo no sé qué coño hago hablando de esto...
—Sí puedo verme el corazón y los intestinos —replicó tranquilamente la chica.
Él la miró en principio como si estuviese esquizofrénica. Luego comprendió.
—Claro. Hasta las tetas de ácido lisérgico, ¿eh? Así se ven bien los dioses... —suspiró de forma resignada, casi dolorosa. Luego movió la cabeza, se espabiló y sonrió, como si hubiera tomado una decisión repentina—. Veamos —se inclinó sobre la hoja de cuaderno con una mueca—, ¿con quién se supone que habláis?
—Con el Cuervo —respondió Rebeca.
Álex dejó que se le escapara una risa suave, como un gorgoteo. La moneda se había quedado quieta, pero ninguna de las chicas apartó los dedos.
—El cuervo. Dicho también con mayúscula, supongo.
—Sí —dijo Mónica con mirada desafiante—. Es el mío. Tú mismo lo dijiste.
—El cuervo, sí —arrugó el ceño, esforzándose por recordar—. Olvídate de la película, princesa. Los cuervos ni traen ni llevan ni guían muertos. Más bien se los comen, y tienen especial predilección por los que están muy podridos. Es el príncipe de las aves carroñeras. El rey es el buitre, claro... —echó la cabeza hacia atrás. Cogió la chusta del porro del cenicero, acercó el fuego y le dio la última calada al papel caliente, casi quemándose los dedos, antes de apagarlo—. No pongas esa cara. Es un buen animal. No se puede domesticar, y eso es lo más importante que hay. Para que se quede con el hombre hay que recortarle las alas...
—No pongo ninguna cara —interrumpió con voz tensa, como si la hubiera insultado—. A mí me encanta. Me gusta desde Poe. “¡Nunca jamás!”. Me flipa. Y no creo que sea nada vergonzoso que coma carroña; está en el terreno que separa los vivos de los muertos. Se los lleva al otro mundo al devorarlos. Es la caña.
El lobo la miró con nuevos ojos. No tenía ganas de reírse de ella, por ridícula que fuera la escena de la graja, una mata de pelo negro reluciente partida en dos crenchas como alas, flequillo ondulado a lo años cincuenta, nariz algo aquilina y ojos brillantes, con una camiseta con la silueta de Brandon Lee y el emblema de la película, graznando el
nevermore
. La cabeza le estallaba y no tenía el estómago bien, y le estaba poniendo francamente nervioso hablar de aquello con dos niñas de instituto. Bebió más, concienzudamente, esforzándose en emborracharse. No le apetecía pensar. Estaba harto de mantener el control.
—Muy bien. Veo que has hecho los deberes. Y dime, ¿ya llevas una pluma de cuervo encima a lo Dumbo para poder volar con ella, o aún no has encontrado ninguna?
—Pues —dudó Mon, no prestando atención a la ironía— busqué una pluma, algo, sí, para identificarme. Ya sabes, como tú. Pero sólo hay urracas por...
Él le dio una patada colérica al suelo.
—¿Como yo? ¡Venga ya!
—Claro, joder. El colmillo que llevas. Los símbolos son importantes...
—¿Esto? —preguntó apretando el colgante en la mano con desprecio—. ¿Esto? Esto es una chorrada. Lo llevo por costumbre. Esto fue un maldito regalo. De una ex que estaba tan colgada como vosotras, ¿estamos? Es una gilipollez. No necesitas símbolos. No necesitas nada.
Pero la cabeza se le iba al día en que la conoció. Estaba en tercero de BUP. Llevaban una semana de clase y ya le habían separado de Fran, su mejor amigo desde primero, porque no se callaban ni con mordaza. Le habían puesto al lado a una chica nueva con la que nunca había hablado, aunque sí se había fijado en ella porque tenía un buen cuerpo y un extraordinario e incómodo pelo castaño, liso, hasta el culo, y los ojos del color pardo claro de la miel, pero no dulces. Taladraban. No tenía ningún otro particular, salvo el colmillo. Eso le llamó la atención.
—¿Puedo? —le había preguntado antes de tocarlo.
La chica asintió. Él cogió el colgante en la mano. Era un colmillo grande, entero, de color blanco amarillento, suave al tacto, con la raíz agujereada.
—¿Es de mastín o es de lobo? —acabó por decir él.
—Lobo.
—¿De dónde lo has sacado? Es especie protegida.
Ella encogió ambiguamente los hombros. Tenía una sonrisa algo feroz.
—¿Y si te digo que se me cayó un diente de leche?
Cuando se lo regaló, tiempo después, él no quiso cogerlo. Ella insistía en que quería que lo tuviera él, y él se negaba, y ella volvía a la carga, hasta que consiguió que se lo metiera por la cabeza.
—¿Contenta?
—Sí. Quiero que te lo quedes.
Él se encogió de hombros y ajustó el cordón del lazo corredizo. Sonrió dócilmente.
—Lo que la loba hace al lobo le place —sentenció echando mano del refranero.
Ella, riendo, le había acusado de calzonazos. Lo recordaba a la perfección, con tristeza y cierta ternura. En ese momento, pensaba sinceramente que iban a vivir felices y comer perdices o, más bien, a suicidarse juntos y dejar un bonito cadáver. No concebía su vida con otra.
Al cabo de poco más de un año, se odiaban con el mismo ímpetu con el que se habían querido. No había vuelto a hablar con ella desde el día fatídico en que la había llamado, a la cara y sin tapujos,
perra
, en todos los sentidos. Pero sabía bien cuál era el que le había dolido.
—... Apolo tiene su cuervo; Odín tiene dos —enumeraba Mónica entusiasmada—. Es augurio de muerte. Se dice que es la más inteligente de las aves. Para los indios americanos, un cuervo creó el mundo. Me encanta hasta su aspecto, ¿sabes? Es tan negro que parece azul. Y cómo canta, me pone los pelos de punta...
—Claro. Era de esperar que te pusiera a mil la estética de cementerio —masculló él—. ¿Toda esa impresionante cultura la has sacado de leer tebeos? Para que luego los padres critiquen... Pero verás, te quedas sólo con lo que te gusta, niña —volvió a darle otro trago a la botella, éste especialmente largo, que hizo bajar el nivel dos dedos—. El cuervo es un hipócrita ladrón muy habilidoso; si el lobo mata, tendrá que espantar a los cuervos para que no le roben su caza —comenzó a recitar lo que parecía un artículo de una enciclopedia de animales—. Es enteramente negro. Vuela con total perfección. Lo hay más grande y más pequeño. Tiene extrañas habilidades. Vive en el bosque, en la sierra y en los parques de la ciudad. Es monógamo y alimenta a sus pollos, y no vuela al sur en invierno —inclinó el J&B—, lo que viene a querer decir, si te lo aplicas, que se adapta a cualquier ambiente, necesita compañía estable en su vida y no huye cuando se presenta un problema. Eso sí, a ruin no le gana nadie. Aunque podría cazar, prefiere alimentarse de cadáveres y picotear las partes blandas, como los ojos y la lengua, porque no es capaz de desgarrar con el pico la piel gruesa de las carroñas recientes. Cuando alguien se hunde, ahí está el cuervo para destrozarlo y hacerlo desaparecer, pero evita el enfrentamiento con los que aún están vivos. Tiene el pico muy largo y eso le pierde. Puede imitar el sonido del viento, de otros animales y de la voz humana. Habla demasiado y se pavonea demasiado. Igual que tú.