Authors: Álvaro Naira
La moneda había vuelto a moverse bajo los índices de las chicas, ahora en círculos veloces que se salían de la hoja de papel y se deslizaban por la tarima del suelo.
—Creo que se está enfadando... —musitó Mon.
Él sonrió cínicamente mirando la improvisada ouija de papel.
—¿Sabes cómo te hablaría de manera mucho más directa?
—¿Cómo?
—Si dejaras de pensar con palabras —aconsejó de forma enigmática, y dirigiéndose a Rebeca añadió—. ¿Qué tal si lías otro?
—No puedo quitar el dedo de la moneda.
—Déjate de chorradas.
—¡Se está moviendo más! —chilló la graja.
—Cuervo —interpeló de forma teatral a la tabla Rebeca mientras Álex resoplaba una carcajada imparable—. ¿Estás molesto por algo?
—SÍ —leyó Mónica—. Joder. ¿Y ahora qué hacemos?
—Cuervo. ¿Qué te molesta?
—Ele. O. Be. O. Ele. O. Lobo. Álex —pidió Rebeca con delicadeza—. Creo que deberías salir de la habitación.
Él tomó aire entre las risas para levantar el dedo corazón y exclamar:
—¡Y una puta mierda! Estoy en mi casa. Si le incordio que se vaya él.
La botella estaba en las últimas. Se obligó a bebérsela hasta no dejar ni gota; empezaba a sentirse realmente borracho y no quería que le bajara.
—Ele. O. Be. O. Efe. U. E. Erre. A —seguían pronunciando a coro—. En serio, Álex. Creo que deberías marcharte. Puede ser peligroso.
—¿El qué? ¿Dos crías armadas con una monedita?
—Ele. A. Erre. Ge. O. Pe. E. Erre. Erre. O —según las chicas iban leyendo la última palabra se le fue borrando la sonrisa. Se desplazó para mirar la hoja con mejor ángulo—. Hache. O. Y griega. Te. E. Hache. A. Ese. Uve. I. Ese. Te. O. E. Ene. E. Ele. E. Ese. Pe. Jota. O. Efe. U. E. Erre. A. Ce. Hache. U. Ce. Hache. O —en ese momento su expresión se arrugó del todo; malditas las ganas que tenía ya de reírse. Apretó los puños y contuvo el deseo de barrer la tabla y la moneda de un golpe de brazo—. Uve. E. Te. E. A. Pe. O. Erre. Ele. A. Pe. E. Ele. O. Te. I. Te. A. Jota. A. Jota. A. Jota. A. Jota. A.
—Qué hijo de puta, se está riendo —dijo levantando el borde de la boca. Encendió un pitillo y miró a Mónica directamente—. Así que te molesto, ¿eh? ¿Te pongo nerviosa?
La chica movió la cabeza desconcertada.
—¡A mí no me mires!
—¿Ah, no? Creía que estaba hablando con el tuyo —precisó con una mueca, de forma que Mon no pudo saber si se estaba burlando o no de ella.
—¡Yo no lo estoy moviendo!
—En tal caso
no es el tuyo
—concluyó rotundamente.
La moneda se iba desplazando con los dedos de las niñas hasta salirse de la tabla en su dirección. Tuvieron que gatear para seguirla. Él empezó a reírse sin control.
—¿Eso es todo lo que tienes? ¿Me atacas con una moneda? TIEMBLO de miedo.
Entonces fue cuando el cristal de la ventana se reventó con estrépito.
—Venga ya... —pero el cigarro se le había quedado pegado al labio inferior y le vibraba.
Mónica había acompañado la caída del vidrio con un grito agudo. Rebeca sólo abrió los ojos de golpe y contuvo el aliento. Tan petrificadas estaban que no quitaron el dedo de la moneda, que regresaba a la ouija.
Jota. A. Jota. A. Jota. A. Jota. A.
No continuaron leyendo las letras. Pero él sí lo hizo, sin decir ni pío.
Ene. O. Eme. E. Ese. U. Be. Ese. Te. I. Eme. E. Ese.
—Se ha ido al adiós —exhaló Rebeca cuando volvió a mirar la tabla y vio la moneda quieta sobre esa palabra—. Podemos quitar el dedo.
—Joder... —Mon se abrazó las costillas y contuvo el escalofrío.
Él se incorporó, miró el manillar, el marco, y recogió los cristales. Eran pedazos grandes.
—A la mierda la ventana... —suspiró mientras la examinaba. Se giró hacia las chicas, que estaban del color de la leche—. Tenía una grieta de tres palmos. Con el patadón que le metí, se podía haber caído en cualquier momento.
Y ellas se apresuraron en convenir que era cierto.
—Hazte otro porro, Beca, para tranquilizarnos... —pidió Mon con un hilo de voz.
—Me parece una idea estupenda ésa —afirmó él, y abrió la otra botella de J&B. Se la pasó a la graja, que negó con la cabeza—. Joder, calmaos. Se ha caído un cristal, no la casa. No seáis crías —se la volvió a ofrecer—. Bebe, coño, que no te la voy a hacer pagar.
Mónica dio un trago.
—¡Hossstia! —gritó—. ¡Pero si es whisky!
—Claro. ¿Qué creías que era? ¿Gaseosa?
—¡Joder, a palo seco! —mostró la lengua—. Hey, espera. ¿Te acabas de meter tú solito la otra?
Se encogió de hombros. Las niñas empezaron a reírse alteradas. Se fumaron el hachís con ansia y caladas profundas, para anestesiarse los nervios. Después de una copa se les había pasado el susto, hasta el punto de que Mon empezó a considerar el asunto de la ventana con cierto orgullo.
—Hey, ha sido el mío el que la ha roto —presumía.
—Pues entonces será a ti a quien te toque pagarla —le respondía Álex.
—¡Nunca jamás! —le contestó Mónica entre carcajadas. Estaba ya absolutamente borracho, porque se dejó caer, doblado de risa, sintiéndose cojonudamente hablando con las chicas, como si fueran sus amigas de toda la vida o incluso sus hermanas pequeñas. Se dio cuenta, entre nieblas, de que estaban aprovechando su distracción etílica para interrogarle. Le dio bastante igual. Tenía un buen rollo increíble. Le apetecía hablar de aquello con alguien a quien le importara.
—Álex —le preguntaba Rebeca—. ¿Cómo sabes los animales de la gente? ¿Cómo los sacas?
Él negó con la cabeza. Dobló la anilla de una lata de cerveza y dio un sorbo.
—No los saco. Es como un latigazo. Se ven entre los dos parpadeos de un ojo, en lo más hondo de las pupilas, detrás de tu propio reflejo. Por eso es más sencillo encontrárselos a chavales. Los críos tienen los ojos transparentes. Cada año que te echan encima se te apagan un poco. Es casi imposible verle nada a un viejo cuando están opacos.
—¿Puede verlos cualquiera?
—Supongo. Yo conozco a un tío que es mucho mejor que yo en eso. No falla nunca.
—Oye, ¿y si fallas? ¿Cómo se sabe?
—Nunca se sabe a ciencia cierta hasta el final...
—¿Nunca?
—Nunca.
—Verás —se explicó Rebeca—, es que a mí ya me han preguntado dos colegas míos cuáles podían ser los suyos, pero no he sabido decírselo.
Álex estiró la sonrisa.
—¿Haces proselitismo, princesa? ¿Vas por ahí diciendo que tenemos animales dentro que luchan por devorarnos? Ten cuidado con qué dices y a quién se lo dices.
—¿Proselitismo? ¿Qué es eso? —preguntó Mon.
—Álex, en serio, querían saberlo. Supongo que no te apetecerá verlos para sacárselos, ¿no?
—Pues no, no tengo el menor interés en conocer a tus rolletes, francamente.
—¿Puedes averiguarlo con sus nombres, o con su fecha de nacimiento? Me los he traído. Tío, es que yo no sé cómo verlos.
Resopló.
—Hostia. Pocas cosas hay que me jodan más que eso. ¿Puedes saber tú el carácter de una persona, sus sueños, sus esperanzas, sus manías, lo que convierte a ese ser en único y diferenciado de los demás,
por la fecha de nacimiento
?
—Bueno...
—No. No puedes. Punto.
—Hombre, pero todos los que comparten signo del zodiaco, ya sabes, se parecen.
—Qué pollas importará en qué casa esté Marte o deje de estar. Ni siquiera son iguales los que comparten un mismo dios. Yo conozco a un cuervo, un adulto, nada de polluelo como tú —le dijo a Mónica—. Un tipo oscuro, elegante, de una forma que sólo da la edad y la experiencia. Os parecéis únicamente en que estáis flipados, sois simpáticos y bocazas.
—¿Te parezco simpática? —preguntó la chica con una sonrisa.
—¿Qué más te da a ti lo que me parezcas? —respondió Álex bebiendo.
—Y... La gente con el mismo dios... —empezó de forma dubitativa—. ¿Me lo podrías presentar? Ya sabes, al cuervo. Supongo que...
—¿Que os llevaríais bien? ¿Que os haríais promesas de amor eterno? Podría ser tu padre, princesa. Tiene casi cuarenta tacos.
—Oh. Vaya.
—Parecéis crías con zapatos nuevos —les decía—. Ni que os acabaran de atacar. Los tenéis desde que nacisteis. Otra cosa es que en la adolescencia estén tan expuestos bajo la piel que casi se los puede tocar —dio otro trago y adoptó una expresión meditabunda. Dijo una de estas cosas que cuando uno está drogado le parecen sumamente ingeniosas, aunque luego, al recordarlas, resulten elementales—. Las religiones son para los ritos de paso: para el nacimiento, la adolescencia, el matrimonio y la muerte. Es entonces cuando la divinidad retuerce los músculos del cuerpo y los hace saltar como si fueran cuerdas de piano.
Se sintió muy satisfecho con esa frase. Le entraron ganas de apuntarla y componer a partir de ella, aunque hacía por lo menos tres años que no escribía una nota.
—¿Matrimonio? —inquirió Mónica extrañada, como si considerara fuera de lugar esa palabra en el vocabulario del lobo.
—Me refiero a cuando follas y convives. Tanto da. Hoy en día nos pelamos en la adolescencia dos ritos de paso. Luego lo piensas y te da pena haberte fumado de golpe lo mejor de tu vida, pero supongo que así es el doble de intenso...
Mon parecía pensativa.
—Oye, ¿por qué usas la palabra
atacar
, como si fuera algo malo? Están para protegernos. Son dioses privados, sólo para ti.
—Ya te gustaría. Están para devorarnos.
Las chicas pusieron cara de no estar de acuerdo. Empezaron a protestar y a aportar ejemplos.
—Lamento tiraros a la papelera vuestro videojuego de personajes con un halo en forma de animal brillante que camina frente a ellos y se pega con sus adversarios, pero es la pura verdad —se encendió otro cigarro con el mechero de Rebeca y estuvo a punto de quemarse las cejas con la llama—. ¡Hostia! Ya podrías haber bajado el fuego, coño.
Rompieron unos hielos. Él abrió el ron y la ginebra.
—Oye, Álex. ¿Por qué no nos hablas de cómo entraste tú? —le preguntó Rebeca.
—Eso. ¿A ti quién te inició? Ya sabes. Quién te dijo lo que eras.
Apretó los labios. Respondió evasivamente.
—No voy a contestarte a eso. Si lo prefieres, te diré que fue una revelación divina, que soy un profeta en la tierra, que oigo voces como Mahoma, Jesús, el niño del Sexto Sentido y los esquizofrénicos. Aquí lo único que quiero que sepáis es que no son vuestros esclavos divinos. Que esto es una guerra, una guerra contra el ser humano, y que lleváis dentro demonios cuyo único interés es acabar con la mayor cantidad de hombres que puedan, y vosotras formáis parte del número. ¿Lo pilláis? Dependiendo de en cuál de las dos almas, la del hombre o la bestia, esté vuestra conciencia, sobreviviréis o no: mataréis u os matarán —aspiró el humo con un desgarro, como si se le estuvieran rompiendo los pulmones del tabaco. Se metió un trago para soltar más aún la lengua—. ¿No habéis estudiado historia? Pues voy a haceros un poco de publicidad a lo Greenpeace: el hombre era un mierda hasta que pudo domesticar animales y plantas, aumentó en número, desarrolló tecnología, modificó el puto medio y se merendó el planeta. Las cosas tienen su maldito equilibrio y, si se rompe, hay que restablecerlo. La idea es que para aniquilar a la raza humana, en lugar de usar una bomba atómica, que es poco higiénico, los animales se meten en los cuerpos, pelean contra las almas de los hombres, las desgarran, las rompen, las hacen trizas y acaban por exterminarlas, cuerpo tras cuerpo, vida tras otra. Como no se le puede combatir desde fuera, se le combate desde dentro. Vuestros “dioses” están dentro de vosotras para devoraros. Cuando hasta el último hombre sobre la tierra sea vasija de otro, supongo que nos extinguiremos. Dejaremos de tener hijos por propia voluntad. Entretanto, peleamos. Así que os quede claro que yo creo en la reencarnación.
A mi manera
.
—Guao.
Mónica y Rebeca se miraron asombradas.
—¿De verdad crees en eso? Es...
—“Apocalíptico” es la palabra que buscas, princesa.
—Es la hostia... —definió Rebeca.
—Es la polla... —concluyó Mónica.
—Ésas también sirven, sí.
—Joder —casi jadeó Mon—. Y tú... ¿de qué lado estás?
Álex soltó una risa encarnizada, seca y contundente. “¿Tú qué crees?”, respondió con tono áspero.
—Tú no estás con el hombre —contestó Rebeca en su lugar con sosiego—. Tú eres un lobo que camina a dos piernas.
Él se la quedó mirando con fijeza. La chica se encogió de hombros.
—¿Me equivoco?
Álex apartó los ojos de la gata y paseó el índice por el morro húmedo de la botella. No contestó.
Espero que no
.
—Entonces... —comenzó la graja con cautela— si tú eres el lobo... ¿tu labor no es matar el alma humana que comparte cuerpo contigo?
Él se chascó los nudillos.
—Ésa es la idea. Pero dicho de tu boca suena de lo más ridículo. Perdona que te lo diga.
—Pero a ver... —dudó Mónica—, si crees que es así...
—No lo creo. Lo sé.
—Si
sabes
que es así... ¿por qué no has...? Ya sabes, acabado con todo.
—¡JA!
—Te lo estoy preguntando en serio. ¿Por qué no te has suicidado? Si sabes que es así, si estás absolutamente seguro de que tienes una misión que cumplir y que cuantos más humanos mates, mejor... ¿Por qué no has acabado con el cuerpo que tienes?
—Qué tontería. En primer lugar, con lo que hay que acabar es con el alma.
—Entonces, ¿nunca has intentado...?
—¿Matarme? Qué pesadita estás, ¿eh? ¿Te mola eso? ¿Es que tú eres de las que se cortan un día sí y el otro también? ¿Te dedicas a jugar con cuchillas? Estás en la edad —comentó con una sonrisa venenosa, que acabó por caérsele. Dio una calada inútil: el pitillo no tiraba. Volvió a encenderlo, manteniendo la vista fija en el mechero—. Yo también he tenido diecisiete, aunque no lo admita en público.
Mónica, que ya estaba más que borracha, tuvo una explosión de afecto hacia sus semejantes, de necesidad de desnudarse el alma y mostrarse vulnerable. Tragó saliva, se quitó la muñequera de cuero con pinchos que llevaba en la mano izquierda y le mostró una cicatriz rugosa y rojiza, reciente, no blanca. No tendría más de seis meses.
Álex no se sintió impresionado. Le cogió el brazo y recorrió con el dedo una línea desde la muñeca hasta el codo.
—La próxima vez, princesa, corta a lo largo. Ya verás como no fallas.