Preludio a la fundación (40 page)

Read Preludio a la fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Preludio a la fundación
10.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

–No sé qué podría ser. La historia de la-mano-en-el-muslo no tiene nada que ver con Aurora o Tierra.

–Lo sé, pero esto…, la idea que asoma al borde de mi mente parece relacionada con este mundo único y tengo la sensación de que debo averiguar más sobre él, a cualquier precio. Esto…, y los robots.

–¿También los robots? Creí que el «Nido» de los Ancianos había terminado con ellos.

–En absoluto. No dejo de pensar en ese asunto. – Se quedó mirando a Dors largo rato, turbado-. Pero no estoy seguro.

–¿Seguro de qué, Hari?

Seldon se limitó a mover la cabeza y no dijo nada más. Dors arrugó la frente.

–Hari, déjame decirte algo. En la Historia desapasionada, y, créeme, sé lo que estoy hablando, no se hace mención de un mundo de origen. Admito que es la creencia popular y no sólo entre los pocos sofisticados seguidores del folklore, como los mycogenios o los caloreros dahlistas, sino que hay biólogos que insisten en que tuvo que haber un mundo de origen por razones que escapan a mi área de conocimientos, y también están los historiadores místicos que tienden a especular sobre ello. Y tengo entendido que entre los intelectuales pertenecientes a la clase más desahogada, estas especulaciones se están poniendo de moda. Sin embargo, la Historia erudita nada sabe sobre ello.

–Otro motivo más, quizá, para ir más allá de esa última Historia que dices. Lo único que quiero es algo que simplifique la psicohistoria para mí, como cualquier truco histórico, o algo totalmente imaginario. Si el joven con el que acabamos de hablar hubiera tenido una mejor preparación, le habría dedicado a resolver el problema. Su pensamiento está marcado por considerable ingenio y originalidad.

–¿Vas a ayudarle de verdad? – preguntó Dors.

–En todo. Tan pronto como esté en situación de hacerlo.

–¿Crees que es justo hacer promesas que no estás seguro de poder cumplir?

–Quiero cumplirla. Si eres tan dura acerca de cumplir promesas imposibles, piensa que Hummin dijo a Amo del Sol Catorce que yo me serviría de la psicohistoria para devolver su mundo a los mycogenios. Hay cero probabilidades de hacerlo. Incluso si desentraño la psicohistoria, ¿quién sabe si puede utilizarse para un propósito tan endeble y especializado? Éste es un caso real de prometer lo que uno no puede dar.

–Chetter Hummin trataba de salvar nuestras vidas -protestó, acalorada, Dors-, de arrancarnos de las manos de Demerzel y del Emperador. ¡No lo olvides! Y creo que, de verdad, le gustaría ayudar a los mycogenios.

–Y yo quisiera ayudar a Yugo Amaryl. Es mucho más fácil ayudarle a él que a los mycogenios, así que si puedes justificar lo segundo, por favor, deja de criticar lo primero. Y lo que es más, Dors -continuó, con los ojos brillantes, enfurecidos-, quiero encontrar a Mamá Rittah, y estoy dispuesto a ir solo.

–Jamás. Si tú vas, yo también.

67

Una hora después de que Amaryl se fuera hacia su turno, Mrs. Tisalver regresó con su hija a remolque. No dijo nada ni a Seldon ni a Dors, pero hizo un breve gesto de cabeza cuando ellos la saludaron. Después miró vivamente a la habitación, como si comprobara que el calorero no había dejado huellas. Luego, olfateó el aire y miró a Seldon, acusadora, antes de cruzar el cuarto de estar y meterse en la habitación familiar.

El propio Tisalver llegó a casa después y, cuando Seldon y Dors se acercaron a la mesa para cenar, Tisalver aprovechó que su mujer estuviera aún ocupada en ordenar detalles de última hora relacionados con la cena para hablarles en voz baja.

–¿Ha venido esa persona?

–Y se ha ido -respondió Seldon con solemnidad-. Su esposa no se encontraba en la casa.

Tisalver asintió.

–¿Tendrán que hacer lo mismo otro día? – preguntó.

–No lo creo.

–Bien.

La cena transcurrió en silencio. Después, la niña se fue a la cama en busca del dudoso placer de practicar con el ordenador.

–Hábleme de Billibotton -pidió Seldon, recostándose.

Tisalver se asombró tanto al oír la petición, que su boca se movió sin emitir sonido alguno. Sin embargo, Casilia era más difícil de reducir al silencio.

–¿Es allí donde vive su nuevo amigo? ¿Va usted a devolverle la visita?

–Hasta ahora -dijo Seldon sin inmutarse-, sólo he preguntado sobre Billibotton.

–Es un barrio miserable -cortó Casilia, tajante-. La hez vive allí. Nadie va, excepto la basura que tiene allí su vivienda.

–Tengo entendido que una tal Mamá Rittah vive allí.

–Jamás he oído hablar de ella -dijo Casilia, y cerró la boca de golpe. Era obvio que tenía intención de no conocer a nadie por el nombre, si esta persona vivía en Billibotton.

Tisalver dirigió una mirada incómoda a su mujer.

–He oído hablar de ella -respondió él-. Es una vieja loca que se supone adivina el porvenir.

–¿Y vive realmente en Billibotton?

–No lo sé, doctor Seldon. Nunca la he visto. Alguna vez es mencionada en las holonoticias, cuando ha hecho alguna predicción.

–¿Y se realizan esas predicciones?

–¿Se cumplen alguna vez las predicciones? – rezongó Tisalver-. Las de ella ni siquiera tienen sentido.

–¿Habla alguna vez de Tierra?

–Lo ignoro. No me sorprendería.

–La mención de la palabra Tierra no le ha desconcertado. ¿Qué sabe usted de Tierra?

Esta vez Tisalver pareció sorprendido.

–Al parecer es el mundo de donde todo el mundo procede, doctor Seldon.

–¿Al parecer? ¿No cree en ello?

–¿Yo? Yo soy un hombre culto. Pero muchos ignorantes creen en ello.

–¿Y hay libros sobre Tierra?

–Los libros de cuentos para niños mencionan, a veces, a la Tierra. Me acuerdo de que cuando era pequeño, mi cuento favorito empezaba así: «Hace muchos años, érase una vez en la Tierra, cuando la Tierra era el único planeta…» ¿Recuerdas, Casilia? También a ti te gustaba.

Casilia se encogió de hombros y no pareció estar dispuesta a ceder… aún.

–Me gustaría verlo algún día -dijo Seldon-, pero me refiero a verdaderos libros-película…, cultos…, o películas…, o láminas.

–No he oído hablar de ninguno, pero la biblioteca…

–Lo buscaré… ¿Hay algún tabú sobre el tema de Tierra?

–¿Qué es un tabú?

–Bueno, es algo así como una arraigada costumbre de que no se habla de Tierra, o que los forasteros pregunten sobre ella.

Tisalver dio la impresión de tan sincero asombro que parecía inútil esperar una respuesta. Dors, entonces, intervino.

–¿Hay alguna prohibición de que los forasteros vayan a Billibotton?

–Ninguna prohibición, pero no es buena idea para cualquiera el ir allí. Yo no iría.

–¿Por qué? – preguntó Dors.

–Es peligroso. ¡Violento! Todo el mundo está armado… Bueno, Dahl es un lugar armado, pero en Billibotton utilizan las armas. Quédese en este vecindario. Es más seguro.

–Hasta ahora -dejó caer Casilla, ceñuda-. Sería mucho mejor que nos fuéramos. Hoy en día, los caloreros van a todas partes. – Y dirigió otra mirada torva en dirección a Seldon.

–¿Qué quiere decir con eso de que Dahl es un lugar armado? Las reglas Imperiales contra las armas son muy severas.

–Ya lo sé -repuso Tisalver-. Aquí no hay pistolas que aturdan, ni porras, ni Sondas Psíquicas, ni nada parecido. Pero hay navajas. – Pareció abrumado.

–¿Lleva usted una navaja, Tisalver? – preguntó Dors.

–¿Yo? – Él pareció realmente horrorizado-. Soy hombre de paz y este barrio es tranquilo.

–Tenemos un par de ellas en casa -confesó Casilia-. No estamos tan seguros de que el vecindario sea tranquilo.

–¿Tienen todos navajas? – insistió Dors.

–Casi todo el mundo, doctora Venabili -afirmó Tisalver-. Es la costumbre. Aunque eso no significa que las utilicen.

–Pero, en Billibotton, sí, me figuro -continuó Dors.

–A veces, cuando se excitan, hay reyertas.

–¿El Gobierno lo permite? Me refiero al Gobierno Imperial, claro.

–A veces; intentan limpiar Billibotton, pero las navajas son demasiado fáciles de ocultar, y la costumbre está demasiado arraigada. Además, los que mueren son dahlitas casi siempre y no creo que el Gobierno Imperial se disguste por ello.

–¿Y si el que muere es forastero?

–Si se informara de ello, los Imperiales se excitarían. Lo que ocurre es que nadie ha visto nada, nadie sabe nada. Los Imperiales hacen redadas generales por principio, aunque jamás encuentran nada. Supongo que pensarían que la culpa la tenía el forastero por estar allá… Así que, no vaya a Billibotton, aunque tenga una navaja.

Seldon movió la cabeza, obcecado.

–No llevaría una navaja. No sé utilizarla con la debida habilidad.

–Entonces, lo más sencillo, doctor Seldon, es: no vaya.

–La voz de Tisalver sonó grave-. Manténgase fuera.

–Tal vez no pueda hacerlo -porfió Seldon.

Dors le dirigió una furibunda mirada, claramente fastidiada.

–¿Dónde se puede comprar una navaja? – preguntó a Tisalver-. ¿O pueden prestarnos una de las de ustedes?

–No se prestan las navajas -saltó Casilia-. Tienen que comprarse las suyas.

–Hay tiendas de navajas por todas partes -contestó Tisalver-. Se supone que no debieran existir. En teoría, son ilegales, ¿sabe? Pero las venden en cualquier tienda. Si ve una lavadora en el escaparate, no falla, allí las encontrará.

–¿Cómo se llega a Billibotton? – preguntó Seldon.

–Por expreso. – Tisalver miró a Dors con expresión dubitativa y preocupada.

–¿Y una vez estemos en el expreso? – insistió Seldon.

–Sitúense en el lado que va en dirección este y vigile los letreros. Pero si usted tiene que ir, doctor Seldon… -Tisalver titubeó-, no lleve a la doctora Venabili. Las mujeres, a veces…, son tratadas… peor.

–No irá -declaró Seldon.

–Me temo que sí -afirmó Dors con imperturbable decisión.

68

El bigote del encargado de la tienda de electrodomésticos debía ser tan frondoso como lo había sido en su juventud, pero se había vuelto gris, aunque su cabello seguía siendo negro. Se atusó el bigote por puro hábito mientras contemplaba a Dors y se lo cepilló hacia cada lado.

–Usted no es dahlita -afirmó él.

–No, pero sigo queriendo una navaja.

–Va contra la ley vender navajas.

–Pero yo no soy ni policía ni agente del Gobierno -repuso Dors-. Simplemente, voy a Billibotton.

Él la contempló pensativo.

–¿Sola?

–Con mi amigo. – Señaló con el dedo por encima del hombro en dirección a Seldon, que la esperaba fuera, taciturno.

–¿La compra para él? – Miró hacia Seldon y no tardó en decidir-: Tampoco es de aquí. Déjele que entre y se la compre solito.

–Tampoco es agente del Gobierno. Y la compro para mí.

–Los forasteros están locos -dijo el comerciante, moviendo la cabeza-. Pero si usted quiere gastar unos créditos, se los aceptaré. – Buscó debajo del mostrador y sacó un mango, lo giró con un experto movimiento, y la hoja salió disparada.

–¿Es la mayor que tiene?

–Es la mejor navaja para mujer que se hace.

–Muéstreme una navaja para hombre.

–¿No querrá una que sea demasiado pesada? ¿Sabe cómo se usa una de estas cosas?

–Lo aprenderé, y no me preocupa el peso. Enséñeme una navaja de hombre.

–Bien, si quiere ver una… -Sonrió, buscó por otra parte del mostrador y sacó un mango más grueso. Lo giró, y lo que apareció era muy similar a una cuchilla de carnicero. Se la tendió, por el mango, sin dejar de sonreír.

–Enséñeme cómo hace ese giro.

Él lo hizo con otra navaja, girándola despacio hacia un lado para que la hoja apareciera; luego, en sentido contrario, para hacerla desaparecer.

–Tuerza y apriete -dijo.

–Vuelva a hacerlo, señor.

El comerciante la obedeció.

–Muy bien. Ahora, ciérrela y láncemela por el mango.

Él lo hizo, en un lanzamiento lento hacia arriba.

Dors la cogió en el aire y se la devolvió.

–Más rápido -pidió.

Él enarcó las oscuras cejas y entonces, sin previo aviso, la lanzó con fuerza hacia el lado izquierdo de Dors. Ésta no hizo el menor esfuerzo por cogerla con la mano derecha, sino que alargó la izquierda e hizo que la hoja apareciera a la vez; después, desapareció. El comerciante se quedó con la boca abierta.

–¿Y es ésta la mayor que tiene?

–Sí. Si se trata de utilizarla, la agotará.

–Respiraré hondo. Me llevaré otra.

–¿Para su amigo?

–No. Para mí.

–¿Se propone utilizar dos navajas?

–Tengo dos manos.

El comerciante suspiró.

–Señora, por favor, permanezca lejos de Billibotton. Usted no sabe lo que hacen allí con las mujeres.

–Puedo imaginarlo. ¿Cómo me coloco ambas navajas en el cinturón?

–No en el que lleva puesto, señora. Ése no sirve para llevar navajas. Pero puedo venderle uno.

–¿Sujetará las dos?

–Creo que tengo uno doble en alguna parte. No tienen mucha salida.

–Pues a mí me interesa.

–Tal vez no sea de su talla.

–Entonces, lo recortaremos un poco.

–Le va a costar muchos créditos.

–Mi tarjeta de crédito bastará.

Cuando ella salió al fin, Seldon protestó con acritud:

–Estás ridícula con este abultado cinturón.

–¿De veras, Hari? ¿Demasiado ridícula para acompañarte a Billibotton? Entonces, volvamos al apartamento.

–No. Iré solo. Estaré más seguro yendo solo.

–Es inútil decir todo esto, Hari. O retrocedemos los dos, o vamos los dos. Bajo ninguna circunstancia voy a separarme de ti.

La mirada firme de sus ojos azules, sus labios apretados y la forma en que sus manos cayeron sobre los mangos que sobresalían del cinturón, convencieron a Seldon de que hablaba en serio.

–Está bien. Pero si sobrevives y vuelvo a ver a Hummin, mi precio por continuar el trabajo sobre psicohistoria, por más afecto que sienta por ti, será que te retire de esto. ¿Lo has entendido?

Dors sonrió de pronto.

–Olvídalo. No hagas prácticas de cortesía conmigo. Nada me retirará. ¿Lo entiendes tú?

69

Se apearon del expreso donde la señal, brillando al aire, decía: BILLIBOTTON. Quizá como indicación de lo que podía esperarse, la segunda I estaba sucia, un simple borrón a la escasa luz.

Emprendieron el camino desde el coche, y bajaron a la avenida que veían a sus pies. Era por la tarde, temprano, y, a primera vista, Billibotton se parecía mucho a la parte de Dahl que habían dejado. No obstante, el aire tenía un aroma desagradable y el suelo aparecía cubierto de basura. Uno podía asegurar que los barrenderos mecánicos no debían encontrarse por los alrededores.

Other books

Reeva: A Mother's Story by June Steenkamp
Desert Spring by Michael Craft
The Sorcerer's Bane by B. V. Larson
Living to Tell the Tale by Gabriel García Márquez, Edith Grossman
The Heiress's Secret Baby by Jessica Gilmore
My Prairie Cookbook by Melissa Gilbert