Presa (31 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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Pero la formación de imágenes reflejadas era algo por completo distinto. Los enjambres creaban ahora imágenes en color y las mantenían de manera bastante estable. Tal complejidad no era posible a partir de las simples nanopartículas que me habían mostrado. Dudaba que pudiera generar un espectro completo a partir de una capa plateada. Era teóricamente posible que esa superficie se ladeara con la precisión necesaria para producir colores prismáticos, pero eso conllevaba una gran complejidad de movimiento.

Era más lógico suponer que las partículas disponían de otro método para crear colores y eso significaba que no me habían dicho la verdad respecto a las partículas. Ricky me había mentido una vez más. Así que estaba furioso.

Ya había llegado a la conclusión de que algo le pasaba a Ricky, y pensando en retrospectiva comprendí que el problema estaba en mí, no en él; incluso después del desastre en la unidad de almacenamiento, seguí sin comprender que los enjambres evolucionaban más deprisa que nuestra capacidad para anticiparnos a ellos. Debería haberme dado cuenta de a qué me enfrentaba cuando los enjambres me mostraron una nueva estrategia, haciendo el suelo resbaladizo para incapacitar a sus presas y para moverlas. Entre las hormigas, eso se llamaría transporte colectivo; era un fenómeno muy conocido. Pero por lo que se refería a estos enjambres, se trataba de un comportamiento recién desarrollado, sin precedentes. Sin embargo en su momento el terror me había impedido comprender su verdadero significado. Ahora, sentado en el sofocante coche, de nada servía echar la culpa a Ricky, pero yo estaba asustado, y cansado, y no pensaba con claridad.

—Jack. —Mae, pálida, me tocó el hombro y señaló hacia el coche de Charley.

El enjambre situado junto a la luz de posición del coche de Charley formaba ahora un río negro que se curvaba en el aire y penetraba por la juntura entre el plástico rojo y el metal.

Por los auriculares dije:

—Eh, Charley… creo que ha encontrado una entrada.

—Sí, ya lo veo. Mierda.

Charley intentaba pasar al asiento trasero. Las partículas empezaban a llenar el interior del coche, creando una bruma gris que se oscureció rápidamente. Charley tosió. No vi qué hacía; estaba agachado por debajo de la ventanilla. Volvió a toser.

—¿Charley?

No contestó. Pero lo oí jurar.

—Charley, vale más que salgas.

—Voy a joderlas.

Y de pronto se oyó un extraño sonido, que al principio no identifiqué. Me volví hacia Mae, que se apretaba el auricular contra el oído. Era un ruido áspero y rítmico. Me dirigió una mirada interrogativa.

—¿Charley?

—Voy a rociar a estas hijas de puta. Veamos cómo actúan cuando están mojadas.

—¿Vas a rociarlas con el isótopo? —preguntó Mae.

Charley no contestó. Pero al cabo de un momento volvió a aparecer tras la ventanilla, rociando en todas las direcciones con el atomizador. El líquido manchó el cristal y resbaló por la superficie. El interior del coche se oscurecía cada vez más a medida que entraban las partículas. Pronto ya no lo veíamos. Su mano apareció entre la negrura, se apoyó contra el cristal y volvió a perderse de vista. Tosía sin cesar. Era una tos seca.

—Charley —dije—, corre.

—¿De qué serviría, joder?

—Sopla un viento de diez nudos —informó Bobby Lembeck—. Intentadlo.

Diez nudos no era suficiente pero era mejor que nada.

—¿Charley? ¿Lo oyes?

Oímos llegar su voz desde el interior del coche.

—Sí, bien… estoy buscando…. No encuentro… jodido tirador de la puerta, no noto… dónde está el condenado tirador de esta… —se interrumpió a causa de un espasmo de tos.

Por los auriculares oí las voces del laboratorio, todas aceleradas.

—Está en el Toyota —dijo Ricky—. ¿Dónde está el tirador en el Toyota?

—No lo sé, no es mi coche —respondió Bobby Lembeck.

—¿De quién es? ¿Vince?

—No, no. Es de ese tipo con un problema en los ojos.

—¿Quién?

—El ingeniero. Ese tipo que parpadea continuamente.

—¿David Brooks?

—Sí, ese.

—¿Chicos? —dijo Ricky—. Creemos que es el coche de David.

—Eso no va a servirnos de… —empecé a decir y me interrumpí de repente, porque Mae señaló el asiento trasero de nuestro coche. Por la juntura donde se unían el respaldo del asiento y la bandeja posterior, entraban partículas en el coche como humo negro.

Miré alrededor con atención y vi una manta en el suelo detrás de nuestros asientos. Mae la vio también y se lanzó a la parte de atrás entre los dos respaldos. Me golpeó con el pie en la cabeza al hacerlo, pero tenía la manta y empezó a remeterla en la rendija. Se me desprendió el auricular, y quedó atrapado en el volante cuando intenté pasar a la parte de atrás para ayudarla. Estábamos muy apretados en el coche. Oí una débil voz procedente del auricular.

—Vamos —dijo Mae—, vamos.

Yo era más corpulento que ella. No había espacio para mí en la parte de atrás. Doblándome por encima del asiento del conductor, agarré la manta y la ayudé a colocarla.

Vagamente, advertí que en el Toyota se abría la puerta del pasajero, y vi asomar el pie de Charley. Iba a probar suerte fuera. Mientras ayudaba a Mae con la manta, pensé que también nosotros debíamos intentarlo. La manta no serviría de mucho; era solo una táctica dilatoria. Notaba ya que las partículas se filtraban a través de la tela; el coche seguía llenándose; el aire se oscurecía cada vez más. Sentí los alfilerazos por toda la piel.

—Mae, corramos.

No contestó. Siguió introduciendo la manta por las rendijas. Probablemente sabía que si salíamos, no sobreviviríamos. Los enjambres se nos adelantarían, nos cortarían el paso, nos harían resbalar y caer. Y en cuanto cayéramos, nos asfixiarían. Tal como habían hecho con los otros.

El aire era más denso. Empecé a toser. En la semioscuridad seguía oyendo una débil voz procedente del auricular. No sabía quién hablaba. A Mae se le había caído también el auricular, y yo creía haberlo visto en el asiento delantero, pero la visibilidad era ya demasiada escasa para encontrarlo. Me escocían los ojos. Tosía sin cesar. Mae tosía también. Yo no sabía si ella continuaba remetiendo la manta. Era solo una sombra en la bruma.

Apreté los ojos con fuerza para protegerme del intenso dolor. Se me cerraba la garganta y tenía una tos seca. Volvía a sentirme mareado. Era consciente de que no sobreviviríamos durante mucho más de un minuto, quizá menos. Volví a mirar a Mae, pero no la vi. La oí toser. Agité la mano para despejar la bruma y verla. No sirvió de nada. Agité la mano ante el parabrisas y la bruma se disipó por un momento.

Pese a la tos, vi el laboratorio a lo lejos. Lucía el sol. Todo parecía normal. Resultaba enloquecedor que todo pareciera tan normal y apacible mientras nosotros nos moríamos de tos. No veía qué le ocurría a Charley. No estaba frente a mí. De hecho, cuando volví a agitar la mano solo vi…

Arena levantada por el viento.

¡Dios santo, arena levantada por el viento!

Volvía a soplar el viento.

—Mae. —Tosí—. Mae. La puerta.

No sé si me oyó. Tosía mucho. A tientas, busqué el tirador de la puerta. Me sentía confuso y desorientado. No paraba de toser. Toqué un objeto metálico y caliente y tiré de él.

La puerta se abrió. Entró el aire caliente del desierto y agitó la bruma. Sin duda se había levantado el viento.

—Mae.

Tenía una tos convulsa. Quizá no podía moverse. Me abalancé hacia la puerta del pasajero, golpeándome las costillas con el cambio de marchas. La bruma era menos densa, y vi el tirador, lo accioné y empujé la puerta. El viento volvió a cerrarla. Volví a empujar y, contorsionándome sobre el asiento, la mantuve abierta con la mano.

El viento barrió el interior del coche.

La nube negra se desvaneció en cuestión de segundos. Arrastrándome, salí por la puerta del pasajero y abrí la puerta de atrás, Mae me tendió la mano, y tiré de ella. Los dos tosíamos con fuerza. A Mae le flaqueaban las piernas. Apoyándome su brazo en los hombros, la llevé hacia el desierto.

Ni aun ahora sé cómo conseguí llegar al edificio del laboratorio. Los enjambres habían desaparecido; el viento soplaba con fuerza. Mae era un peso muerto sobre mis hombros, su cuerpo inerte, sus pies arrastrándose por la arena. No me quedaba energía. Me sacudía una tos convulsa que a menudo me obligaba a detenerme. No podía respirar. Estaba mareado, desorientado. El resplandor del sol tenía un tono verdoso, y yo veía puntos ante los ojos. Mae tosía débilmente y su respiración era poco profunda. Tuve la impresión de que no sobreviviría. Penosamente, seguía avanzando paso tras paso.

De algún modo la puerta apareció ante mí, y conseguí abrirla. Metí a Mae en la oscura sala exterior. Al otro lado del compartimiento estanco de cristal esperaban Ricky y Bobby Lembeck. Nos vitoreaban, pero yo no los oía. Mis auriculares se habían quedado en el coche. Las puertas del compartimiento estanco se abrieron, y entré a Mae. Logró mantenerse en pie, aunque se doblaba a causa de la tos. Me aparté. El viento empezó a limpiarla. Me apoyé contra la pared, sin aliento, mareado.

¿No he hecho esto antes?, pensé.

Consulté mi reloj. Hacía solo tres horas que había escapado milagrosamente al primer ataque. Me agaché y apoyé las manos en las rodillas. Fijé la mirada en el suelo y aguardé a que el compartimiento estanco quedara libre. Eché un vistazo a Ricky y Bobby. Gritaban, señalando sus oídos. Negué con la cabeza.

¿No veían que no llevaba auriculares?

—¿Dónde está Charley? —pregunté.

Contestaron pero no los oí.

—¿Ha podido llegar? ¿Dónde está Charley?

Hice una mueca al oír el áspero chirrido electrónico, y a continuación Ricky dijo por el intercomunicador.

—… poco que puedas hacer.

—¿Está aquí? —pregunté—. ¿Lo ha conseguido?

—No.

—¿Dónde está?

—En el coche —respondió Ricky—. No ha llegado a salir del coche. ¿No lo sabías?

—Estaba muy ocupado —contesté—. ¿Así que aún está allí?

—Sí.

—¿Está muerto?

—No, no. Está vivo.

Yo seguía mareado y aún respiraba con dificultad.

—Por el monitor no es fácil saberlo, pero parece que está vivo…

—¿Y por qué carajo no vais a buscarlo?

—No podemos, Jack —dijo Ricky con calma—. Tenemos que atender a Mae.

—Alguien podría ir.

—No tenemos a nadie más.

—Yo no puedo ir —dije—. No estoy en condiciones.

—Claro que no —contestó Ricky, volviendo a adoptar su tono tranquilizador. Era la voz de empleado de funeraria—. Debe de haber sido una horrible conmoción para ti, Jack, todo lo que has pasado…

—Solo quiero… que me digas… quién va a ir a buscarlo, Ricky.

—Para serte brutalmente sincero, no creo que sirva de nada. Tenía convulsiones. Graves. Dudo que le quede mucho tiempo.

—¿Nadie va a ir? —pregunté.

—Me temo que no sirve de nada, Jack.

En el compartimiento estanco, Bobby ayudaba a salir a Mae y la guiaba por el pasillo. Ricky permanecía allí, observándome a través del cristal.

—Es tu turno, Jack. Entra.

No me moví. Seguía apoyado contra la pared.

—Alguien ha de ir a buscarlo —insistí.

—Ahora no. El viento no es estable, Jack. Perderá fuerza de un momento a otro.

—Pero Charley está vivo.

—No por mucho tiempo.

—Alguien ha de ir —repetí.

—Jack, sabes tan bien cómo yo a qué nos enfrentamos —dijo Ricky. Ahora era la voz de la razón, serena y lógica—. Hemos sufrido espantosas pérdidas. No podemos arriesgar a nadie más. Para cuando alguien llegara hasta Charley, él estaría muerto. Puede que ya lo esté. Vamos, entra en el compartimiento.

Examiné mi propio estado: palpándome el pecho, notando el ritmo de mi respiración y mi profunda fatiga. En ese momento no podía volver. No en aquel estado.

Así que entré en el compartimiento.

Con un rugido, los chorros de aire me alisaron el pelo, me agitaron la camisa y el pantalón y limpiaron de partículas negras mi ropa y mi piel. Casi de inmediato mejoró mi visión. Empecé a respirar con más facilidad. Cuando el aire sopló hacia arriba, tendí la mano y la vi pasar primero de negro a gris claro y luego recuperar su habitual color.

Luego el aire sopló desde los lados. Respiré hondo. Los alfilerazos no eran ya tan dolorosos. O los sentía menos, o el aire arrancaba las partículas de mi piel. Se me despejó un poco la cabeza. Volví a respirar hondo. No me encontraba bien, pero sí mejor.

Las puertas de cristal se abrieron. Ricky me tendió los brazos.

—Jack, gracias a Dios que estás a salvo.

No le contesté. Simplemente di media vuelta y me fui por donde había llegado.

—Jack…

Las puertas de cristal se deslizaron con un siseo y se cerraron con un golpe sordo.

—No voy a dejarlo ahí fuera —dije.

—¿Qué vas a hacer? No puedes traerlo tú solo; pesa demasiado. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Pero no voy a abandonarlo, Ricky.

Y volví a salir.

Por supuesto estaba haciendo lo que Ricky quería —precisamente lo que esperaba que hiciera— pero en ese momento no me di cuenta. Incluso si alguien me lo hubiera dicho, no habría atribuido a Ricky tal grado de sutileza psicológica. Ricky era muy transparente en su manera de tratar a las personas. Pero en esa ocasión me engañó.

Día 6
16.22

El viento soplaba con fuerza. No vi indicio de los enjambres y llegué hasta el cobertizo sin problemas. No llevaba auriculares, así que me ahorré los comentarios de Ricky.

La puerta trasera del lado del pasajero del Toyota estaba abierta. Encontré a Charley tendido de espaldas, inmóvil. Tardé un momento en darme cuenta de que aún respiraba. Tirando de él con cierto esfuerzo, logré incorporarlo. Me miró con los ojos sin vida. Tenía los labios azules y la piel gris blanquecina. Una lágrima le resbaló por la mejilla. Movió la boca.

—No intentes hablar —dije—. Ahorra la energía.

Gruñendo, lo arrastré hasta el borde del asiento, junto a la puerta y le desplacé las piernas hacia el exterior para que quedase de cara al exterior. Charley era un hombre corpulento, de un metro ochenta de estatura y unos diez kilos de peso más que yo como mínimo. Comprendí que no podría llevarlo a cuestas. Pero tras el asiento posterior del Toyota vi los gruesos neumáticos de una motocicleta de motocross. Eso podía servirme.

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