Cabizbajo subí por el camino de acceso, asaltado por abrasadoras emociones sin saber qué hacer a continuación.
—¿No sabes qué hacer a continuación? —preguntó Ellen. Estábamos fregando los cacharros en la cocina, todo aquello que no iba al lavavajillas. Ellen secaba; yo restregaba—. Coge el teléfono y llama.
—Julia está en el coche.
—Tiene teléfono en el coche. Llámala.
—Ajá —dije—. ¿Y cómo se lo digo? Eh, Julia, ¿quién es el hombre que va contigo en el coche? —Moví la cabeza en un gesto de negación—. Esa va a ser una conversación complicada.
—Es posible.
—Representará el divorcio con toda seguridad.
Ellen me miró con asombro.
—No quieres el divorcio, pues.
—Claro que no. Quiero mantener a mi familia unida.
—Quizá eso no sea posible, Jack. Quizá la decisión no esté en tus manos.
—Nada de esto tiene sentido —dije—. Me refiero al tipo del coche. Parecía muy joven.
—¿Y?
—Ese no es el estilo de Julia.
—¿Ah? —Ellen enarcó las cejas—. Probablemente tenía cerca de treinta años o quizá más. Y en todo caso, ¿tan seguro estás de cuál es el estilo de Julia?
—Bueno, he vivido con ella durante trece años.
Dejó uno de los cazos con un sonoro golpe.
—Jack, entiendo que todo esto debe de ser difícil de aceptar.
—Lo es, lo es.
En mi mente reproducía una y otra vez la imagen del coche retrocediendo por el camino. Pensaba que la otra persona del coche tenía algo extraño, había algo anormal en su aspecto. En mi mente, seguía intentando ver su rostro pero no podía. Los rasgos aparecían desdibujados a causa del parabrisas, de los cambios de luz mientras el coche retrocedía camino abajo. No le veía los ojos, ni los pómulos ni la boca. En mi memoria, la cara se mostraba como algo oscuro e indefinido. Intenté explicárselo a Ellen.
—No me sorprende.
—¿No?
—No. A eso se llama negación. Escucha, Jack, el hecho es que tienes la prueba justo frente a tus ojos. Lo has visto, Jack. ¿No crees que ya va siendo hora de creerlo?
Sabía que tenía razón.
—Sí —contesté—. Ya va siendo hora.
Sonaba el teléfono. Tenía los brazos hundidos en el jabón hasta los codos. Pedí a Ellen que lo cogiera, pero ya había atendido a uno de los niños. Acabé de restregar la parrilla de la barbacoa y se la entregué a Ellen para que la secara.
—Jack —dijo Ellen—, tienes que empezar a ver las cosas como son, no como quieras que sean.
—Tienes razón —dije—. La llamaré.
En ese momento Nicole entro en la cocina, pálida.
—¿Papá? Es la policía. Quieren hablar contigo.
El descapotable de Julia se había salido de la carretera a ocho kilómetros de la casa. Se había despeñado por un abrupto barranco, abriendo un camino a través de los arbustos de salvia y enebro. Luego debía de haber volcado, porque estaba ladeado, con las ruedas hacia arriba. Yo solo veía los bajos del coche. El sol casi se había puesto, y el barranco estaba sumido en la oscuridad. Las tres ambulancias de la carretera tenían encendidas las luces rojas y los equipos de rescate descendían ya en rappel por el barranco. Mientras observaba, instalaron reflectores portátiles y el lugar del accidente quedó envuelto por un duro resplandor azul. Oía crepitar las radios alrededor.
Estaba en la carretera con un policía motorizado. Le había pedido que me permitiera bajar hasta el coche y me había dicho que no era posible; debía permanecer en la carretera. Cuando oí las radios, pregunté:
—¿Está herida? ¿Está herida, mi mujer?
—Lo sabremos dentro de un momento —contestó con calma.
—¿Y el otro pasajero?
—Solo un momento —dijo el policía. Llevaba un auricular en el casco, porque había empezado a hablar en voz baja, ensartando una serie de palabras en clave. Oí—: … el 402 pasa a ser un 739…
Desde el arcén, miré hacia abajo intentando ver algo. Había hombres alrededor del coche y varios ocultos bajo la carrocería. Pasó un largo rato. Por fin el policía dijo:
—Su esposa está inconsciente pero está… Llevaba puesto el cinturón de seguridad y no ha salido despedida del coche. Creen que está bien. Los signos vitales son estables. Dicen que no se aprecian lesiones en la columna vertebral pero… parece que tiene un brazo roto.
—Pero ¿está bien?
—Eso creen. —Otro silencio mientras escuchaba. Le oí decir—: Tengo aquí al marido, así que un ocho-siete. —Cuando se volvió hacia mí, añadió—: Sí, ya vuelve en sí. En el hospital comprobarán si hay hemorragias internas. Y en efecto tiene un brazo roto. Pero dicen que está bien. Ahora van a colocarla en una camilla.
—Gracias a Dios —dije.
El policía asintió con la cabeza.
—Este es un punto negro de la carretera.
—¿Ha habido ya otros accidentes como este?
Movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Cada pocos meses, normalmente menos afortunados.
Abrí el teléfono móvil y llamé a Ellen. Le dije que explicara a los niños que no había por qué preocuparse, que su madre se pondría bien.
—Especialmente a Nicole —añadí.
—Yo me encargaré —prometió Ellen.
Cerré el teléfono y me volví hacia el policía.
—¿Y el otro pasajero? —pregunté.
—Iba sola en el coche.
—No —insistí—. Viajaba un hombre con ella.
Habló por el micrófono del auricular y luego se dirigió otra vez a mí.
—Dicen que no. Nada indica que hubiera otra persona.
—Quizá ha salido despedido —sugerí.
—Están preguntándole a su esposa. —Escuchó por un momento—. Dice que iba sola.
—No puede ser.
El policía me miró y se encogió de hombros.
—Eso dice ella.
En el resplandor de las luces rojas de las ambulancias no distinguí su expresión, pero el tono de voz daba a entender: otro hombre que no conoce a su mujer. Me di media vuelta y observé desde el arcén.
Uno de los vehículos de rescate había extendido un brazo de hacer con un cabrestante que colgaba sobre el barranco. Descendía un cable. Haciendo esfuerzos para mantener el equilibrio en la empinada pendiente, los hombres intentaban enganchar una camilla al cabrestante. No veía a Julia con claridad en la camilla; estaba sujeta con correas y cubierta con una manta plateada. Empezó a ascender. Atravesó el cono de luz azul y se desdibujó en la oscuridad.
—Preguntan respecto al posible consumo de drogas o fármacos —dijo el policía—. ¿Tomaba su esposa alguna droga o fármaco?
—No que yo sepa.
—¿Y alcohol? ¿Bebía?
—Vino en la cena. Una o dos copas.
El policía se volvió y habló otra vez, susurrando en la oscuridad. Tras una pausa, le oí decir:
—Afirmativo.
La camilla giraba lentamente mientras subía. Uno de los hombres, en medio de la pendiente, alargó el brazo para estabilizarla. La camilla continuó su ascenso.
No vi bien a Julia hasta que los miembros del equipo de rescate acercaron la camilla a la carretera y la desengancharon. Tenía el rostro tumefacto, con moretones en el pómulo izquierdo y en la frente por encima del ojo izquierdo. Debía de haberse dado un golpe considerable en la cabeza. Tenía la respiración poco profunda. Me aproximé a la camilla. Me vio y dijo:
—Jack…
Intentó sonreír.
—Tranquila —dije.
Tosió.
—Jack. Ha sido un accidente.
Los camilleros circundaron la motocicleta. Tuve que vigilar dónde pisaba.
—Claro que ha sido un accidente.
—No es lo que tú crees, Jack.
—¿Qué quieres decir, Julia? —pregunté. Parecía delirar y hablaba con voz vacilante.
—Sé lo que piensas. —Me agarró el brazo—. Prométeme que no te meterás en esto, Jack.
No contesté. Me limité a seguir caminando junto a ella. Me apretó más fuerte.
—Prométeme que te quedarás al margen.
—Te lo prometo —respondí.
Se relajó y me soltó el brazo.
—Esto no tiene nada que ver con nuestra familia. Los niños no corren ningún riesgo. Tú tampoco. Pero quédate al margen, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dije, solo para tranquilizarla.
—¿Jack?
—Sí, cariño, estoy aquí.
Nos acercábamos ya a la ambulancia más próxima. Las puertas se abrieron. Uno de los hombres del equipo de rescate preguntó:
—¿Es usted pariente?
—Soy su marido.
—¿Quiere venir?
—Sí.
—Suba.
Entré en la ambulancia yo primero y luego introdujeron la camilla. Uno de los hombres subió también y cerró las puertas. Nos pusimos en marcha, acompañados por el aullido de la sirena.
Inmediatamente los dos auxiliares médicos me hicieron apartarme para ocuparse de ella. Uno introducía datos en un ordenador de mano; el otro le abría una segunda vía intravenosa en el brazo. Le preocupaba la tensión arterial, que bajaba rápidamente. Eso les preocupaba mucho. Durante todo este proceso no veía a Julia; solo la oía susurrar.
Intenté acercarme, pero los auxiliares me obligaron a retroceder.
—Déjenos trabajar. Su esposa ha sufrido heridas. Tenemos que trabajar.
Durante el resto del viaje permanecí sentado en un banco y me agarré a un asidero de la pared mientras la ambulancia tomaba las curvas rápidamente. En esos momentos Julia balbuceaba palabras sin sentido, y era obvio que deliraba. Oí algo sobre «las nubes negras» que «ya no eran negras». Luego inició una especie de sermón sobre la «rebeldía adolescente». Mencionó a Amanda y Eric, preguntando si se encontraban bien. Parecía alterada. Los auxiliares intentaban calmarla. Y finalmente, mientras la ambulancia se abría paso a través de la noche a toda velocidad, empezó a repetir una y otra vez: «No he hecho nada malo, no quería hacer nada malo».
Escuchándola, no pude evitar preocuparme.
El examen médico reveló que las heridas de Julia podían ser de mayor consideración de lo que parecía en un principio. Había numerosas posibilidades que descartar: fractura de pelvis, hematoma, fractura de vértebras cervicales, fractura doble del brazo izquierdo que acaso exigiera la inmovilización total. Al parecer, la pelvis era la principal preocupación de los médicos. La movían con mucho más cuidado mientras la trasladaban a cuidados intensivos.
Pero Julia seguía consciente, mirándome a los ojos y sonriendo de vez en cuando, hasta que se quedó dormida. Los médicos dijeron que yo ya no podía hacer nada allí; la despertarían cada media hora a lo largo de la noche. Me informaron de que permanecería internada como mínimo tres días, posiblemente una semana.
Me aconsejaron que descansara. Salí del hospital un poco antes de las doce de la noche.
Volví en taxi al lugar del accidente para recoger el coche. Era una noche fría. Las ambulancias y los coches de policía se habían marchado. Ahora había un enorme camión grúa que tiraba barranco arriba del automóvil de Julia mediante un cabrestante. Se ocupaba de ello un tipo enjuto que fumaba un cigarrillo.
—No hay nada que ver —me dijo—. Todo el mundo se ha ido al hospital.
Le expliqué que era el coche de mi esposa.
—No puede llevárselo —contestó. Me pidió la tarjeta del seguro. La saqué de la cartera y se la entregué. Comentó—: He oído decir que su mujer está bien.
—Por el momento.
—Es usted un hombre de suerte. —Señaló hacia atrás con el pulgar, en dirección al otro lado de la carretera—. ¿Vienen con usted?
Había allí estacionada una pequeña furgoneta blanca. No llevaba rótulos ni logotipos de empresa en los costados. Pero en la puerta delantera, abajo, advertí un número de serie en negro. Y debajo se leía UNIDAD SSVT.
—No, no vienen conmigo —respondí.
—Llevan ahí una hora —explicó—. Ahí sentados, sin más.
No veía a nadie en el interior de la furgoneta; los cristales de las ventanillas delanteras eran oscuros. Me dispuse a cruzar la carretera hacia ellos. Oí crepitar débilmente una radio. Cuando me hallaba a unos tres metros del vehículo, se encendieron los faros y se puso en marcha el motor. La furgoneta pasó junto a mí a toda prisa y se alejó por la carretera.
Al pasar, eché un vistazo al conductor. Llevaba un traje brillante, como de plástico plateado, y un ajustado capuchón del mismo material. Me pareció distinguir un extraño aparato plateado colgado de su cuello. Parecía una mascarilla, salvo que era plateado. Pero no podría haberlo afirmado con certeza.
Cuando se alejaba, vi dos adhesivos verdes en el parachoques trasero, cada uno con una X grande. Ese era el logotipo de Xymos. Pero fue la matrícula lo que realmente me llamó la atención. Era de Nevada.
La furgoneta había venido desde la fábrica, plantada en medio del desierto.
Fruncí el entrecejo.
Saqué el teléfono móvil y marqué el número de Tim Bergman. Le dije que había reconsiderado su oferta y aceptaba el trabajo de asesor.
—Estupendo —contestó Tim—. Ron se alegrará mucho.
—Fantástico —dije—. ¿Cuándo empiezo?
Con la vibración del helicóptero, debía de haberme quedado dormido durante unos minutos. Me desperté y bostecé, oyendo voces por los auriculares. Eran voces de hombres:
—¿Y cuál es exactamente el problema? —Una voz malhumorada.
—Por lo visto, una emanación de la fábrica contaminó el medio ambiente. Fue un accidente. Ahora han aparecido varios animales muertos en el desierto. En los alrededores de la fábrica. —Una voz sensata, metódica.
—¿Quién los encontró? —La voz malhumorada.
—Un par de ecologistas entrometidos. No respetaron los carteles de prohibido el paso y entraron a husmear en el recinto. Han presentado una queja a la compañía y exigen que se inspeccione la fábrica.
—Cosa que no podemos permitir.
—No, no.
—¿Cómo abordaremos el asunto? —preguntó una voz tímida.
—Propongo que minimicemos el nivel de contaminación y proporcionemos datos que demuestren que no habrá mayores consecuencias. —La voz metódica.
—Yo no lo plantearía así —replicó la voz malhumorada—. Es mejor negarlo todo rotundamente. No ha habido ninguna emanación. Además, ¿qué pruebas tienen de eso?
—Bueno, los animales muertos. Un coyote, algún que otro jerbo. Quizá unos cuantos pájaros.
—Demonios, en la naturaleza mueren animales continuamente. ¿Recordáis el asunto de las vacas acuchilladas? Se suponía que acuchillaban a las vacas unos extraterrestres, y en realidad los cadáveres reventaban debido a los gases de descomposición. ¿Os acordáis?