—Sí, Eric.
—¿Cuándo vuelves?
—No estoy seguro.
—¿Llegarás a la hora de cenar?
—Me parece que no. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
—Es una gilipollas.
—Eric, solo dime qué problema…
—La tía Ellen se pone siempre de su lado. No es justo.
—Ahora estoy ocupado, Eric, así que dime…
—¿Por qué? ¿Qué estás haciendo?
—Hijo, dime qué pasa.
—No importa —contestó, malhumorado—. Si no vas a venir, de igual. ¿Dónde estás? ¿En el desierto?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—He hablado con mamá. La tía Ellen nos ha hecho ir al hospital para verla. No es justo. Yo no quería ir. Me ha obligado de todos modos.
—Ya. ¿Cómo está mamá?
—Va a salir del hospital.
—¿Ya le han hecho todas las pruebas?
—Los médicos querían que se quedara —continuó Eric—. Pero ella quiere marcharse. Solo tiene un brazo escayolado. Dice que no le pasa nada más. ¿Papá? ¿Por qué tengo que hacer siempre lo que dice la tía Ellen? No es justo.
—Déjame hablar con Ellen.
—No está. Ha llevado a Nicole a comprar un vestido nuevo para la obra de teatro.
—¿Quién está contigo en casa?
—María.
—Muy bien —dije—. ¿Has hecho los deberes?
—Todavía no.
—Pues hazlos. Los quiero acabados antes de la cena. —Resultaba asombroso cómo brotaban estas frases de la boca de un padre.
Había llegado ya a la puerta de la unidad de almacenamiento. Observé todos los carteles de peligro. Había varios que no conocía, como un rombo con cuatro cuadrados de distintos colores dentro, cada uno con un número. Mae sacó una llave y abrió la puerta. Entramos.
—¿Papá? —Eric se echó a llorar—. ¿Cuándo vendrás a casa?
—No lo sé —contesté—. Con un poco de suerte mañana.
—Está bien. ¿Me lo prometes?
—Prometido.
Oí sus sollozos y luego un roce de tela contra el teléfono cuando se limpió la nariz con la camisa. Le dije que me llamara más tarde si quería. Ya más tranquilo, dijo que sí y se despidió.
Corté y entré en el edificio de almacenamiento.
El interior se dividía en dos grandes salas con estantes en las cuatro paredes y también en el centro. Paredes de hormigón, suelo de hormigón. En la segunda sala había otra puerta y una persiana de metal ondulado para la descarga de los camiones. Un sol caliente penetraba por las ventanas con marco de madera. El aire acondicionado resonaba ruidosamente pero, como Mae había dicho, dentro hacía calor. Cerré la puerta y eché un vistazo al aislante. Eran simples tiras adhesivas. Desde luego no era un espacio herméticamente cerrado.
Me paseé a lo largo de los estantes, llenos de bandejas con piezas de repuesto para la maquinaria de fabricación y los laboratorios. La segunda sala contenía objetos más corrientes: productos de limpieza, papel higiénico, pastillas de jabón, cajas de cereales y un par de frigoríficos repletos de comida.
Me volví hacia Mae.
—¿Dónde están los isótopos?
—Por aquí.
Rodeando una estantería, me guió hasta una trampilla en el suelo de hormigón. Tenía alrededor de un metro de diámetro. Parecía un contenedor de basura enterrado, excepto por el indicador luminoso y el panel numérico de la cerradura situado en el centro. Mae apoyó una rodilla en tierra y pulsó rápidamente una clave.
La trampilla se levantó con un siseo.
Vi una escalerilla que bajaba a una cámara circular de acero. Los isótopos estaban en recipientes metálicos de distintos tamaños. Al parecer, Mae los distinguía a simple vista, porque dijo:
—Tenemos selenio-172. ¿Lo utilizamos?
—Sí.
Mae empezó a descender por la escalerilla.
—¿Puedes parar de una vez, joder?
En una esquina de la sala David Brooks se apartó de un salto de Charley Davenport. Charley sostenía un enorme atomizador de limpiador Windex. Estaba probando el mecanismo disparador y de paso rociando de agua a David. No parecía un accidente.
—Dame esa mierda —dijo David, arrebatándole el atomizador.
—Creo que servirá —comentó Charley con poca convicción—. Pero necesitaríamos algún mecanismo para controlarlo a distancia.
Desde la primera sala, Rosie preguntó:
—¿Serviría esto? —Levantó un cilindro brillante del que pendían unos cables—. ¿No es un relé selenoide?
—Sí —contestó David—. Pero dudo que pueda ejercer fuerza suficiente para activar el disparador. ¿Tiene información de las características? Necesitamos algo más grande.
—Y no olvides que también hace falta un mando a distancia —dijo Charley—. A menos que quieras quedarte ahí fuera y rociar tú mismo al jodido enjambre.
Mae subió de la cámara con un pesado tubo de metal. Se acercó al fregadero y cogió una botella de un líquido de color paja. Se puso unos gruesos guantes revestidos de goma y empezó a mezclar el isótopo con el líquido. Sobre el fregadero se oía el tableteo de un medidor de radiación.
Por los auriculares, Ricky dijo:
—¿No os olvidáis de una cosa? Aunque consigáis controlarlo a distancia, ¿cómo vais a hacer que la nube se acerque? Porque dudo que el enjambre vaya y se quede quieto mientras lo rociáis.
—Buscaremos algo que lo atraiga —contesté.
—¿Como qué?
—Lo ha atraído el tapetí.
—No tenemos ningún tapetí.
—¿Sabes, Ricky? —dijo Charley—. Eres una persona muy negativa.
—Simplemente os planteo la situación real.
—Gracias por compartirla —respondió Charley.
Al igual que Mae, también Charley se había dado cuenta: Ricky había puesto inconvenientes en todo momento. Daba la impresión de que quisiera mantener vivos los enjambres. Lo cual carecía de sentido. Pero así actuaba.
Le habría dicho algo a Charley sobre Ricky, pero lo habría oído todo el mundo por los auriculares. El lado negativo de las comunicaciones modernas: cualquiera puede escuchar.
—¿Eh, chicos? —Era Bobby Lembeck—. ¿Cómo va?
—Ya casi hemos acabado. ¿Por qué?
—El viento afloja.
—¿Qué velocidad tenemos? —pregunté.
—Quince nudos. Ha bajado desde dieciocho.
—Aún es un viento fuerte —comenté—. No hay peligro.
—Lo sé. Solo os aviso.
Desde la sala contigua, Rosie preguntó:
—¿Qué es la termita? —Tenía en la mano una bandeja de plástico llena de tubos metálicos del tamaño de un pulgar.
—Cuidado con eso —dijo David—. Debió de quedarse aquí tras la construcción. Supongo que hicieron soldadura con termita.
—Pero ¿qué es?
—La termita es aluminio y óxido de hierro —explicó David—. Arde a gran temperatura, a unos mil seiscientos grados, y brilla con tal intensidad que no puede mirarse directamente. Funde el acero para soldadura.
—¿Cuánto tenemos de eso? —pregunté a Rosie—. Porque podríamos utilizarlo esta noche.
—Allí atrás hay cuatro cajas. —Sacó un tubo de la caja—. ¿Y cómo se activa?
—Cuidado, Rosie. Eso es una envoltura de magnesio. Cualquier fuente razonable de calor lo hará entrar en combustión.
—¿Incluso unas cerillas?
—Sí, si quieres perder la mano. Es mejor utilizar bengalas de carretera, algo con una mecha.
—Ya veré —dijo Rosie, y desapareció en la otra sala.
El medidor seguía sonando. Me volví hacia el fregadero. Mae había tapado el tubo de isótopo y en ese momento vertía el líquido de color paja en una botella de Windex.
—Eh, chicos. —Era Bobby Lembeck otra vez—. Registro cierta inestabilidad. El viento fluctúa a doce nudos.
—Muy bien —dije—. No necesitamos enterarnos de todos los cambios menores, Bobby.
—Capto cierta inestabilidad, eso es todo.
—Creo que por el momento no corremos peligro, Bobby.
En cualquier caso, a Mae le quedaban aún unos minutos. Me acerqué a un terminal y lo conecté. La pantalla resplandeció; había un menú de opciones. Alzando la voz dije:
—Ricky, ¿puedo ver el código del enjambre por este monitor?
—¿El código? —repitió Ricky. Parecía alarmado—. ¿Para qué quieres el código?
—Quiero ver lo que habéis hecho.
—¿Por qué?
—Por Dios, Ricky, ¿puedo verlo o no?
—Por supuesto, claro que puedes. Todas las revisiones del código están en el directorio barra código. Se accede con contraseña.
Empecé a teclear. Encontré el directorio. Pero no me permitió entrar.
—¿Y la contraseña es?
—Es 1-a-n-g-t-o-n, todo en minúsculas.
—De acuerdo.
Introduje la contraseña. Estaba ya en el directorio. Vi una lista de modificaciones al programa, cada una con el tamaño del archivo y la fecha. Los tamaños de los documentos eran considerables, lo cual significaba que se trataba de programas para otros aspectos del mecanismo del enjambre, ya que el código para las propias partículas tenía que ser pequeño, solo unas líneas, ocho o diez kilobytes a lo sumo.
—Ricky.
—Sí, Jack.
—¿Dónde está el código de las partículas?
—¿No está ahí?
—Maldita sea, Ricky. Déjate de estupideces.
—Eh, Jack, yo no soy el responsable de la clasificación de archivos.
—Ricky, no son archivos corrientes; son archivos de trabajo. Dime dónde están.
Un breve silencio.
—Debería haber un subdirectorio barra C-D-N. Está guardado ahí.
Avancé página.
—Ya lo veo.
Dentro del directorio encontré una lista de archivos, todos muy pequeños. Las fechas de modificación empezaban unas seis semanas atrás. No había nada nuevo en las últimas dos semanas.
—Ricky, ¿no habéis cambiado el código en dos semanas?
—No, más o menos en dos semanas.
Seleccioné el documento más reciente.
—¿Tenéis sumarios de nivel superior?
Cuando trabajaban para mí, siempre había insistido en que escribieran sumarios en lenguaje natural de la estructura del programa. Se revisaban más deprisa que la documentación incluida en el propio código. Y a menudo resolvían problemas lógicos cuando tenían que escribirlo brevemente.
—Debería estar ahí —dijo Ricky.
En la pantalla vi:
/*Inicializar*/
For
J = 1 to L x V
do
Sj = 0/*demanda inicial en 0*/
End For
For
i = I to z
do
For
j = 1 to L x V
do
∂ij = (state (x,y,z)) /*parám umbral agente*/
Øij = (intent (Cj,Hj)) /*intención agente*/
Response = 0/*empezar reacción agente*/
Zone = z(i) /*zona inicial desconocida por agente*/
Sweep = 1 /*activar viaje agente*/
End For
End For
/*Principal*/
For
kl = 1 to RVd
do
For
tm = 1 to nv
do
For
∂ = I to j
do
/*rastreo entorno*/
Øij = (intent (Cj,Hj)) /*intención agente*/
∂ij <> (state (x,y,z)) /*agente en movimiento*/
∂ikl = (field (x,y,z)) /*rastreo agentes cercanos*/
Lo examiné durante un rato, buscando las modificaciones. Luego avancé página hasta el código real, para ver la puesta en práctica. Pero el código importante no estaba. El conjunto de los comportamientos de las partículas aparecía indicado como una llamada a algo titulado «compstat_do».
—Ricky —dije—, ¿qué es «compstat_do»? ¿Dónde está?
—Debería estar ahí.
—No está.
—No lo sé. Quizá esté compilado.
—Bueno, eso no va a servirme de nada, ¿no? —Era imposible leer código compilado—. Ricky, quiero ver ese condenado módulo. ¿Qué problema hay?
—Ninguno. Tengo que buscarlo, solo eso.
—De acuerdo.
—Lo haré cuando volváis.
Miré a Mae.
—¿Has repasado el código?
Negó con la cabeza. Con su expresión parecía decir que no había ninguna posibilidad, que Ricky se inventaría más excusas y seguiría dándome largas. No entendía por qué. Al fin y al cabo, yo estaba allí para asesorarlos respecto al código. Esa era mi especialidad.
En la sala contigua, Rosie y David revolvían en las estanterías de material, buscando relés, sin resultado hasta el momento. En el lado opuesto de la sala Charley Davenport se echó un sonoro pedo y exclamó:
—¡Premio!
—¡Por Dios, Charley! —protestó Rosie.
—No conviene guardarse nada dentro —contestó Charley—. Puedes ponerte enfermo.
—Tú sí me pones enferma a mí —repuso Rosie.
—Lo siento. —Charley levantó la mano para mostrar un dispositivo metálico brillante—. Si es así, supongo que no querrás esta válvula de compresión controlada a distancia.
—¿Qué? —preguntó Rosie, volviéndose.
—¿Bromeas? —dijo David, aproximándose a echar un vistazo.
—Y tiene una clasificación de presión de convertidor analógico-digital de veinte pi.
—Eso nos serviría —afirmó David.
—Si no lo jodéis —contestó Charley.
Cogieron la válvula y se acercaron al fregadero, donde Mae seguía vertiendo el líquido.
—Dejadme acabar —dijo.
—¿Brillaré en la oscuridad? —preguntó Charley, sonriéndole.
—Solo tus pedos —dijo Rosie.
—Pero si ya brillan. Especialmente cuando acercas un encendedor.
—Por Dios, Charley.
—Los pedos son metano, ya lo sabes. Arden con una llama azul e intensa como una piedra preciosa. —Y se echó a reír.
—Me alegra ver que te hace gracia el comentario —dijo Rosie—. Porque no le hace gracia a nadie más.
—¡Oh, oh! —dijo Charley, aferrándose el pecho—. Me muero, me muero…
—No alimentes nuestras esperanzas.
Mi auricular crepitó.
—¿Eh, chicos? —Era Bobby Lembeck otra vez—. La fuerza del viento ha caído a seis nudos.
—Muy bien —dije. Me volví hacia los otros—. Acabemos, chicos.
—Estamos esperando a Mae —respondió David—. Luego montaremos esta válvula.
—Montémosla en el laboratorio —propuse.
—Solo quería asegurarme…
—En el laboratorio —insistí—. Guardadla en la mochila.
Me aproximé a la ventana y miré al exterior. El viento agitaba aún los enebros, pero ya no se veía una nube de arena a ras de tierra.
—Jack, saca a tu equipo de ahí —dijo Ricky por los auriculares.