Presa (26 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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—No, Jack no está loco. —Me sonrió—. Y yo voy con él. —Charley empezó a tararear
Born to Be Wild
.

—Yo también voy —dijo Mae—. Sé dónde están los isótopos.

—No es necesario, Mae —contesté—. Puedes decirme…

—No. Iré.

—Habrá que improvisar un atomizador de algún tipo. —David se remangaba cuidadosamente—. Controlado a distancia, es de suponer. Esa es la especialidad de Rosie.

—De acuerdo, yo también voy —dijo Rosie Castro, mirando a David.

—¿Vais a salir todos? —Ricky nos miró uno por uno, moviendo la cabeza en un gesto de incomprensión—. Es muy arriesgado.
Muy
arriesgado.

Nadie habló. Nos limitamos a mirarle fijamente.

—Charley, ¿quieres callarte, joder? —dijo Ricky por fin. Se volvió hacia mí—. Creo que no puedo permitirlo, Jack.

—Y yo creo que no tienes elección —repuse.

—Aquí mando yo.

—Ya no —dije. Sentí un súbito enojo.

De buena gana le habría dicho que lo había echado todo a perder permitiendo que un enjambre evolucionara en el medio ambiente. Pero no sabía cuántas decisiones críticas había tomado Julia. En último extremo, Ricky tenía una actitud obsequiosa con la dirección e intentaba complacerlos como un niño a sus padres. Para ello, empleaba todo su encanto; era así como se había abierto paso en la vida. Ese era también su mayor punto débil.

Ricky echó al frente el mentón en actitud obstinada.

—Sencillamente no puedes, Jack —insistió—. No podéis salir allí y sobrevivir.

—Claro que podemos, Ricky —dijo Charley Davenport. Señaló el monitor—. Míralo tú mismo.

El monitor mostraba el desierto. El sol del mediodía brillaba sobre los achaparrados cactus. A lo lejos, un enebro enano, su oscura silueta recortándose contra el sol. Por un momento no entendí a qué se refería Charley. Entonces me fijé en la arena que flotaba a baja altura sobre la tierra. Y vi que el enebro estaba inclinado.

—Así es, chicos —dijo Charley Davenport—. El viento sopla con fuerza. Cuando el viento sopla, no hay enjambres, ¿recordáis? Tienen que adherirse al suelo. —Se encaminó hacia el pasillo que llevaba al grupo electrógeno—. No hay tiempo que perder. Vamos allá.

Todos salieron. Yo fui el último en salir. Ricky me cortó el paso colocándose ante la puerta y me llevó aparte.

—Lo siento, Jack, no quería violentarte delante de los demás. Pero no puedo permitírtelo.

—¿Preferirías que lo hiciera otro? —pregunté.

Frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—Ricky, vale más que afrontes los hechos. Esto es ya un desastre, y si no lo controlamos de inmediato, tendremos que pedir ayuda.

—¿Ayuda? ¿A qué te refieres?

—Me refiero al Pentágono. Al ejército. Tenemos que avisar a alguien para que controle a estos enjambres.

—Por Dios, Jack, no podemos hacer una cosa así.

—No tenemos alternativa.

—Pero eso acabaría con la compañía. Nunca más encontraríamos financiación.

—Eso me traería sin cuidado —contesté. Me molestaba lo que había ocurrido en el desierto, una sucesión de torpes decisiones, errores y meteduras de pata durante semanas y meses. Daba la impresión de que en Xymos todos adoptaran soluciones a corto plazo, parches y remiendos, rápidos y sucios. Nadie tomaba en consideración las consecuencias a largo plazo—. Oye, tienes un enjambre fuera de control aparentemente letal. No puedes seguir tonteando con esto.

—Pero Julia…

—Julia no está aquí.

—Pero dijo…

—Me da igual lo que dijo, Ricky.

—Pero la compañía…

—Olvídate de la compañía. —Lo agarré por los hombros y lo sacudí con fuerza—. Ricky, ¿no lo entiendes? Tú no vas a salir. Esto te da miedo, Ricky. Tenemos que matarlo. Y si no podemos matarlo, tenemos que pedir ayuda.

—No.

—Sí, Ricky.

—Ya lo veremos —gruñó. Se tensó y le brillaron los ojos. Me cogió por el cuello de la camisa. Yo permanecí inmóvil, mirándole fijamente. Ricky me devolvió la mirada por un momento y luego me soltó. Me dio una palmada en el hombro y me arregló el cuello de la camisa—. Demonios, Jack, ¿qué estoy haciendo? —Me dirigió una de sus sonrisas de surfista, como desaprobando su propio comportamiento—. Lo siento. Creo que la presión me está afectando. Tienes razón. Toda la razón. Olvidémonos de la compañía. Tenemos que hacer esto. Tenemos que destruir esos enjambres de inmediato.

—Sí —dije, mirándolo aún a los ojos—. Tenemos que hacerlo.

Guardó silencio. Retiró la mano del cuello de mi camisa.

—Piensas que me comporto de manera extraña, ¿verdad? También Mary lo piensa. El otro día me lo dijo. ¿Me comporto de una manera extraña?

—Bueno…

—Puedes decírmelo.

—Quizá se te ve un poco nervioso… ¿Duermes?

—No mucho. Un par de horas.

—Quizá deberías tomar alguna pastilla.

—Ya lo he hecho. No me sirve de nada. Es esta maldita presión. Llevo aquí una semana. Este sitio lo saca uno de quicio.

—Lo imagino.

—Sí. Bueno, es igual. —Desvió la mirada, como si de pronto se sintiera avergonzado—. Oye, me quedaré junto a la radio. Estaré con vosotros en todo momento. Te estoy muy agradecido, Jack. Nos has traído cordura y orden. Pero… Pero ándate con cuidado ahí fuera, ¿de acuerdo?

—Así lo haré.

Ricky me franqueó el paso.

Salí por la puerta.

Recorriendo el pasillo en dirección al grupo electrógeno, con el zumbido de los acondicionadores de aire a plena potencia, Mae aminoró el paso y se colocó junto a mí.

—No es necesario que salgas, Mae, de verdad —dije—. Podrías explicarme por la radio cómo manipular los isótopos.

—No son los isótopos lo que me preocupa —respondió en un susurro para que el zumbido ahogara su voz—. Es el tapetí.

No estaba seguro de haberla entendido bien.

—¿El qué?

—El tapetí. Necesito examinarlo otra vez.

—¿Por qué?

—¿Recuerdas la muestra de tejido que extraje del estómago? Le he echado un vistazo por el microscopio hace unos minutos.

—¿Y?

—Me temo que tenemos un grave problema, Jack.

Día 6
14.52

Fui el primero en salir por la puerta, entornando los ojos ante el resplandor del desierto. Pese a que eran casi las tres el sol parecía brillar y calentar con la misma intensidad de siempre. Un viento tórrido me agitó el pantalón y la camisa. Me acerqué el micrófono de los auriculares a los labios y dije:

—Bobby, ¿me recibes?

—Te recibo, Jack.

—¿Tienes imagen?

—Sí, Jack.

Charley Davenport salió y se echó a reír.

—¿Sabes, Ricky? —dijo—. Eres un auténtico imbécil.

Por el auricular oí contestar a Ricky:

—Ahórratelo. Sabes que no me gustan los cumplidos. Sigue con lo tuyo.

Mae fue la siguiente en salir. Llevaba una mochila colgada al hombro.

—Para los isótopos —me aclaró.

—¿Pesan mucho?

—Los recipientes sí.

A continuación salió David Brooks, seguido inmediatamente de Rosie. Ella hizo una mueca en cuanto puso los pies en la arena.

—¡Dios mío, qué calor! —comentó.

—Sí —dijo Charley—, creo que es normal en los desiertos.

—Déjate de tonterías, Charley.

—Yo no te diría tonterías a ti, Rosie. —Eructó.

Recorrí el horizonte con la mirada, pero no vi nada. Los coches estaban aparcados a unos cincuenta metros bajo un cobertizo. Contiguo a este, había un edificio blanco y cuadrado de hormigón con estrechas ventanas. Era la unidad de almacenamiento. Nos dirigimos hacia allí.

—¿Hay aire acondicionado allí?

—Sí —respondió Mae—. Aun así, dentro hace calor. Está mal aislado.

—¿Está cerrado herméticamente? —pregunté.

—En realidad, no.

—Eso significa que no —aclaró Davenport, y se echó a reír. Habló por el auricular—. Bobby, ¿qué viento tenemos?

—Diecisiete nudos —informó Bobby Lembeck.

—¿Hasta cuándo tendremos viento? ¿Hasta la puesta de sol?

—Probablemente sí. Otras tres horas.

—Tiempo de sobra —dije.

Noté que David Brooks permanecía callado. Se limitaba a avanzar pesadamente hacia el edificio. Rosie lo seguía de cerca.

—Pero nunca se sabe —comentó Davenport—. Podríamos acabar todos asados. En cualquier momento. —Volvió a lanzar una de sus irritantes carcajadas.

—Charley —dijo Ricky—, ¿por qué no te callas de una puñetera vez?

—¿Por qué no sales y me haces callar tú, valiente? —contestó Charley—. ¿Qué te pasa? ¿Tienes mierda de gallina en las venas?

—No nos distraigamos, Charley —dije.

—Eh, yo estoy muy atento. Muy atento.

El viento levantaba la arena, creando una neblina parduzca casi a ras de tierra. Mae caminaba a mi lado. Miró hacia el desierto y de pronto dijo:

—Quiero echar un vistazo al tapetí. Seguid adelante si queréis.

Se desvió a la derecha, en dirección al cuerpo del animal. La acompañé. Y los otros giraron en grupo y nos siguieron. Por lo visto, todos deseábamos permanecer juntos. El viento aún soplaba con fuerza.

—¿Para qué quieres verlo, Mae? —preguntó Charley.

—He de comprobar una cosa —respondió ella, poniéndose unos guantes mientras avanzaba.

El auricular crepitó.

—¿Haría alguien el favor de decirme qué demonios está pasando? —preguntó Ricky.

—Vamos a ver el tapetí —explicó Charley.

—¿Para qué?

—Mae quiere verlo.

—Ya lo ha visto antes. Chicos, ahí fuera corréis un alto riesgo. Yo no andaría paseándome de aquí para allá.

—Nadie está paseándose, Ricky.

Veía ya el tapetí a lo lejos, parcialmente oculto por la arena que el viento arrastraba. Momentos después estábamos todos junto al cuerpo. El viento lo había vuelto de costado. Mae se agachó, lo colocó boca arriba y lo abrió.

—¡Caramba! —exclamó Rosie.

Me sorprendió ver que la carne expuesta no presentaba ya una textura lisa y un color rosado. Ahora aparecía áspera por todas partes y en algunos puntos daba la impresión de que hubiera sido raspada. Y la recubría una capa de un color blanco lechoso.

—Parece que haya estado sumergido en ácido —dijo Charley.

—Sí, eso parece —convino Mae con tono sombrío.

Consulté mi reloj. Todo aquello había ocurrido en dos horas.

—¿Qué le ha pasado?

Mae había sacado la lupa y estaba inclinada sobre el animal. Miró aquí y allá, desplazando la lupa con rapidez. Al final dijo:

—Está parcialmente devorado.

—¿Devorado? ¿Por qué?

—Bacterias.

—Un momento —dijo Charley Davenport—. ¿Crees que esto lo ha causado Theta-d? ¿Crees que la
E. coli
lo está devorando?

—Pronto lo sabremos —contestó. Metió la mano en una bolsa y sacó varios tubos de cristal con torundas estériles.

—Pero lleva muy poco tiempo muerto.

—Tiempo suficiente —respondió Mae—. Y las altas temperaturas aceleran el crecimiento. —Raspó los tejidos del animal con una torunda tras otra, volviendo a colocar cada una de ellas en el tubo correspondiente.

—Entonces la Theta-d debe de estar multiplicándose muy agresivamente.

—Las bacterias actúan así si disponen de una buena fuente de nutrientes. Entran en una fase de crecimiento logarítmico en la que se duplican cada dos o tres minutos. Creo que eso está pasando aquí.

—Pero si eso es verdad —dije—, significa que el enjambre…

—No sé qué significa, Jack —se apresuró a decir Mae. Me miró e hizo un leve gesto de negación con la cabeza. El sentido era claro: «Ahora no».

Pero los otros no se dejaron disuadir.

—Mae, Mae, Mae —dijo Charley Davenport—. ¿Estás diciéndonos que los enjambres mataron al tapetí para comérselo? ¿Para desarrollar más
E. coli
? ¿Y crear más nanoenjambres?

—Yo no he dicho eso, Charley —contestó ella con voz serena, casi tranquilizadora.

—Pero eso es lo que piensas —prosiguió Charley—. Piensas que los enjambres consumen tejidos de mamíferos para reproducirse.

—Sí, eso es lo que pienso, Charley. —Mae guardó cuidadosamente las torundas y se puso en pie—. Pero ahora he tomado cultivos. Los pondremos en luria y agerosa, y ya veremos.

—Me juego algo a que si volvemos dentro de una hora, esa sustancia blanca habrá desaparecido, y veremos formarse algo negro por todo el cuerpo. Nuevas nanopartículas negras. Y al final habrá suficientes para un nuevo enjambre.

Mae asintió con la cabeza.

—Sí, eso creo yo también.

—¿Y por eso han desaparecido los animales en esta zona? —preguntó David Brooks.

—Sí. —Mae se apartó un mechón de pelo de la cara con la mano—. Esto viene ocurriendo desde hace un tiempo.

Se produjo un momento de silencio. Todos permanecimos inmóviles en torno al cuerpo del tapetí, de espaldas al viento. El animal se consumía tan deprisa que casi imaginé verlo ante mis ojos, en tiempo real.

—Vale más que nos libremos de los jodidos enjambres —dijo Charley.

Nos volvimos y nos encaminamos hacia el cobertizo.

Nadie habló.

No había nada que decir.

Mientras avanzábamos, algunos de los pequeños pájaros que brincaban por la arena bajo los nopales alzaron de pronto el vuelo, gorjeando y revoloteando ante nosotros.

—¿Así que no hay aquí ningún animal excepto los pájaros? —dije a Mae.

—Eso parece.

La bandada viró y regresó, posándose en tierra a unos cien metros de distancia.

—Quizá son demasiado pequeños para atraer a los enjambres —aventuró Mae—. En sus cuerpos no hay carne suficiente.

—Puede ser.

Estaba pensando que quizá hubiera otra respuesta. Pero para asegurarme debía verificar el código.

Ya bajo la sombra de las planchas onduladas del cobertizo, pasé junto a la hilera de coches en dirección a la puerta de la unidad de almacenamiento. La puerta estaba cubierta de símbolos de advertencia: radiación nuclear, peligro biológico, microondas, explosivos, radiación láser.

—Ya ves por qué tenemos esta mierda aquí fuera —dijo Charley.

Cuando llegaba a la puerta, Vince anunció:

—Jack, tienes una llamada. Te la paso.

Sonó mi teléfono móvil. Probablemente era Julia. Lo abrí.

—¿Sí?

—Papá. —Era Eric. Con el tono enfático que empleaba cuando estaba nervioso.

Suspiré.

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