Bobby se aproximó en su quad y apagó las luces. Permanecimos todos inmóviles bajo las estrellas.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Bobby.
—Seguir a Rosie —propuse yo.
—Parece que Rosie va a entrar en aquel nido —comentó él—. ¿Quieres seguirla hasta allí?
—Sí —contesté.
A sugerencia de Mae, recorrimos el resto del camino a pie. Acarreando las mochilas, tardamos prácticamente diez minutos en llegar a las proximidades del nido. Nos detuvimos a unos quince metros de distancia. En el aire se percibía un hedor nauseabundo, un olor putrefacto a descomposición. Era tan intenso que revolvía el estómago. Un leve resplandor verde parecía emanar del interior del nido.
—¿De verdad quieres entrar ahí? —susurró Bobby.
—Todavía no —musitó Mae.
Señaló a un lado. El cuerpo de Rosie ascendía por la pendiente del montículo. Cuando llegó al borde, sus piernas rígidas quedaron apuntando al aire por un momento. Al cabo de un instante el cadáver se decantó y se precipitó en el interior. Pero se detuvo antes de desaparecer por completo; por unos segundos la cabeza permaneció por encima del borde, el brazo extendido como si diera un manotazo al aire. Luego, lentamente, se deslizó y se perdió de vista.
Bobby se estremeció.
—Bien. Vamos —dijo Mae.
Avanzó sin ruido, como de costumbre. Al seguirla, procuré moverme tan silenciosamente como me fue posible. Bobby se abrió paso por el terreno entre crujidos y chasquidos. Mae se detuvo y le lanzó una severa mirada.
Bobby alzó las manos como para decir: ¿qué puedo hacer?
—Vigila donde pisas —susurró Mae.
—Eso hago —contestó él.
—No, no lo haces.
—Está oscuro, no veo nada.
—Verás si te lo propones.
No recordaba haber visto a Mae irritada en ocasiones anteriores, pero ahora estábamos todos bajo presión. El hedor era espantoso. Mae se dio media vuelta y de nuevo avanzó en silencio. Bobby la siguió, haciendo tanto ruido como antes. Apenas unos pasos más adelante, Mae se volvió, levantó la mano y le indicó que parara y se quedara allí.
El movió la cabeza en un gesto de negación. Era evidente que no quería quedarse solo.
Mae lo agarró por el hombro, señaló el suelo con firmeza y masculló:
—Quédate aquí.
—No.
—Conseguirás que acabemos todos muertos.
—Te prometo que iré con cuidado.
Ella negó con la cabeza, señalando el suelo para que él se sentara.
Por fin Bobby se sentó.
Mae me miró. Asentí. Nos pusimos otra vez en marcha. Nos encontrábamos ya a unos siete metros del montículo. El olor era insoportable. Tenía el estómago revuelto; temía vomitar de un momento a otro. Y a esa corta distancia, empezamos a oír el sonido grave y palpitante. Fue sobre todo al oír ese sonido cuando sentí deseos de huir. Pero Mae siguió adelante.
Nos agachamos mientras trepábamos por la pendiente del montículo y al llegar al borde nos echamos a tierra. Veía el rostro de Mae en el resplandor verde procedente del interior. Por alguna razón el hedor ya no me molestaba. Probablemente a causa del miedo.
Mae metió la mano en el bolsillo lateral de la mochila y extrajo una diminuta cámara acoplada a una fina varilla telescópica. Sacó un pequeño monitor y lo colocó en la tierra entre nosotros. Luego deslizó la varilla por encima del borde.
En el monitor vimos las paredes lisas y onduladas del interior verde. Nada parecía moverse. Enfocó la cámara en una y otra dirección. No vimos más que las paredes verdes. No había ni rastro de Rosie.
Mae me miró y se señaló los ojos: ¿quieres echar un vistazo?
Asentí con la cabeza.
Ascendimos despacio hasta asomarnos por encima del borde.
No era en absoluto lo que esperaba.
El nido simplemente estrechaba una abertura existente que era enorme, de unos siete metros de anchura o más, y revelaba una pendiente de roca que descendía desde el borde hasta un orificio situado a nuestra derecha. La luz verde surgía de algún lugar del interior del orificio.
Lo que tenía ante mis ojos era la entrada de una amplia cueva. Desde nuestra posición no veíamos el interior de la cueva, pero el sonido palpitante indicaba actividad. Mae extendió por completo la varilla telescópica y con sumo cuidado introdujo la cámara en el orificio. Pronto vimos la cueva por dentro. Sin duda era una cavidad natural, y espaciosa, quizá dos metros y medio o tres. Las paredes rocosas eran de un blanco mate, y parecían recubiertas de la sustancia lechosa que habíamos visto sobre Rosie.
El cuerpo de Rosie se hallaba a corta distancia de la entrada. Veíamos su mano asomando por un recodo de la pared. Pero más allá del recodo no veíamos nada. Con señas Mae me preguntó; ¿quieres bajar?
Asentí lentamente. No me gustaba la sensación que daba aquello, no me gustaba no imaginar siquiera qué había más allá de ese recodo. Pero no teníamos alternativa.
Mae señaló hacia Bobby: ¿lo hago venir?
Negué con la cabeza: aquí no nos serviría de nada.
Mae asintió y empezó a desprenderse muy despacio de la mochila, sin hacer el menor ruido, hasta que de pronto se quedó petrificada. Literalmente petrificada: no movió ni un solo músculo.
Miré la imagen del monitor. Y yo también me quedé petrificado.
Una figura había aparecido de detrás del recodo, y en ese momento permanecía inmóvil y alerta en la entrada de la cueva, mirando alrededor.
Era Ricky.
Actuaba como si algo hubiera llamado su atención. La videocámara seguía suspendida sobre el borde del montículo. Era muy pequeña; no sabía si él la vería.
Tenso, observé la pantalla.
La cámara no ofrecía buena resolución y la pantalla era del tamaño de la palma de mi mano; aun así, era evidente que se trataba de Ricky. No me explicaba qué hacía allí ni cómo había llegado. En ese instante apareció otro hombre de detrás del recodo.
También era Ricky.
Miré a Mae, pero ella permaneció absolutamente quieta, como una estatua. Solo movía los ojos.
Escruté el monitor. Dentro de los límites de aquella resolución, las dos figuras parecían idénticas en todos los sentidos. La misma ropa, los mismos movimientos, los mismos gestos. No veía bien las caras, pero tuve la impresión de que las facciones estaban más detalladas que antes.
Aparentemente no advirtieron la presencia de la cámara.
Miraron al cielo y luego hacia la pendiente de roca por un rato. A continuación nos volvieron la espalda y regresaron al interior de la cueva.
Mae seguía sin moverse. Llevaba inmóvil casi un minuto y en ese tiempo ni siquiera había parpadeado. Ahora los hombres se habían ido, y…
Otra figura apareció de detrás del recodo. Era David Brooks. En un primer momento sus movimientos eran torpes y rígidos, pero enseguida se hicieron más fluidos. Tuve la sensación de estar viendo a un titiritero perfeccionar sus movimientos, animando la figura de una manera más natural. De repente David se convirtió en Ricky. Y al instante otra vez en David. Y la figura de David se dio media vuelta y se fue.
Mae siguió esperando. Esperó dos minutos más. Y por fin retiró la cámara. Señaló hacia atrás con el pulgar. Juntos nos apartamos del borde, descendimos por la pendiente y nos alejamos silenciosamente en la noche.
Nos reunimos a cien metros al oeste, cerca de nuestros vehículos. Mae revolvió en su mochila; sacó una tablilla y un rotulador. Encendió su linterna y empezó a dibujar.
—Esto es lo que tenemos —dijo—. La puerta tiene una abertura así, como has visto. Más allá del recodo, hay un gran orificio en el suelo y la cueva desciende en espiral a lo largo de unos cien metros. Eso lleva a una amplia cámara de unos treinta y cinco metros de altura y unos setenta de anchura. Un único espacio, eso es todo. De él no sale ningún pasadizo, que yo haya visto.
—¿Que tú hayas visto?
—He estado allí dentro —contestó ella.
—¿Cuándo?
—Hace un par de semanas, cuando empezamos a buscar el escondite del enjambre. Encontré esa cueva y entré a plena luz del día. Entonces no vi el menor indicio de un enjambre. —Explicó que la cueva estaba llena de murciélagos; cubrían todo el techo como formando una masa adosada hasta la misma entrada.
—Uf —dijo Bobby—. Detesto los murciélagos.
—Esta noche no he visto ningún murciélago.
—¿Crees que los han ahuyentado?
—Probablemente se los han comido.
—Dios mío —exclamó Bobby, moviendo la cabeza en un gesto de repugnancia—. Soy solo un programador. No me veo capaz de hacer esto. No me veo capaz de entrar ahí.
Mae no le prestó atención.
—Si entramos —dijo—, tendremos que hacer estallar la termita, y desde la entrada hasta la cámara. No estoy segura de si tendremos lo suficiente para eso.
—Quizá no —respondí. Mi preocupación era otra—. Habremos perdido el tiempo a menos que destruyamos todos los enjambres, y todos los ensambladores que los producen. ¿No es así?
Los dos asintieron.
—Dudo que eso sea posible —proseguí—. Pensaba que la energía de los enjambres se agotaría de noche. Pensaba que podríamos destruirlos en tierra. Pero su energía no se ha agotado, al menos no la de todos ellos. Y si escapa uno solo de ellos, si sale de la cueva… —Me encogí de hombros—. En ese caso todo habrá sido una pérdida de tiempo.
—Sí —convino Bobby—. Así es. Sería una pérdida de tiempo.
—Tenemos que pensar en algo para atraparlos dentro de la cueva —propuso Mae.
—No es posible —dijo Bobby—. Pueden salir cuando quieran.
—Puede que haya una manera. —Empezó a revolver otra vez en la mochila, buscando algo—. Entretanto mejor será que nos dispersemos.
—¿Por qué? —preguntó Bobby, alarmado.
—Tú obedece —dijo Mae—. Ahora en marcha.
Me ajusté las correas de la mochila para que no hiciera ruido. Me calé las gafas de visión nocturna en la frente y empecé a avanzar. Me encontraba a mitad de camino del nido cuando vi salir de dentro una figura oscura.
Me eché cuerpo a tierra tan silenciosamente como pude. Me hallaba entre unas espesas matas de salvia de un metro de altura, así quedaba razonablemente oculto. Miré por encima del hombro, pero no vi a Mae ni a Bobby; también se habían agachado. No sabía si se habían separado ya. Con cautela, aparté una planta de delante y miré en dirección al montículo.
Las piernas de la figura aparecían recortadas contra el tenue resplandor verde. La parte superior del cuerpo se veía negra ante el cielo estrellado. Me bajé las gafas y esperé un momento mientras aparecía un brillo azul y poco a poco la imagen cobraba resolución.
Esta vez era Rosie. Deambulando en la noche, mirando en todas direcciones, su cuerpo vigilante y alerta. Salvo que no se movía como Rosie; se movía más bien como un hombre. Al cabo de un momento la silueta se transformó en Ricky. Y se movió como Ricky.
La figura se acuclilló y pareció escudriñar el desierto por encima de las matas de salvia. Me pregunté qué la habría inducido a salir de la cueva. No tuve que esperar mucho para saberlo.
Al oeste, tras la figura, apareció una luz blanca en el horizonte. Rápidamente se hizo más brillante, y pronto empecé a oír el zumbido de las hélices de un helicóptero. Debía de ser Julia que llegaba de Silicon Valley, pensé. Me pregunté qué era tan urgente como para obligarla a salir del hospital contra las indicaciones de los médicos y volar hasta allí en plena noche.
Cuando el helicóptero se acercó, encendió el reflector. Observé el círculo de luz blanco azulado desplazarse por el terreno hacia nosotros. La figura de Ricky lo observó también y al cabo de un momento bajó al nido y se perdió de vista.
Y entonces el helicóptero pasó sobre mí con un rugido, cegándome por un momento con la luz halógena. Casi de inmediato se escoró bruscamente y dio la vuelta.
¿Qué demonios estaba ocurriendo?
El helicóptero trazó un lento arco, sobrevoló el montículo sin llegar a detenerse y por fin paró justo encima del lugar donde yo me hallaba escondido. Quedé bajo el resplandor azul. Rodé sobre mí mismo y me volví cara arriba para hacer señas al helicóptero, indicando insistentemente en dirección al laboratorio. Formé con los labios la palabra «Marchaos».
El helicóptero descendió, y por un momento pensé que iba a aterrizar a mi lado. De repente volvió a escorarse y se alejó en dirección sur, hacia el helipuerto de hormigón volando a baja altura. El sonido se desvaneció.
Decidí cambiar de posición rápidamente. Me arrodillé y, agachado, me desplacé de lado treinta metros a la izquierda. Allí volví a echarme cuerpo a tierra. Cuando miré de nuevo hacia el montículo, vi tres… no, cuatro figuras salir de dentro. Se separaron, encaminándose cada una en distinta dirección. Todas se parecían a Ricky. Las observé mientras bajaban por la pendiente y se dispersaron por entre la maleza. El corazón empezó a latirme con fuerza. Una de las figuras venía hacia mí. Al acercarse, vi que se desviaba a la derecha. Iba al lugar donde yo estaba antes. Cuando llegó a mi anterior escondite, se detuvo y se volvió en todas direcciones.
No estaba lejos de mí. Con las gafas de visión nocturna, advertí que este nuevo Ricky tenía facciones bien definidas y la ropa aparecía con mucho más detalle. Además, esta figura, al moverse, daba la impresión de ser un cuerpo con peso real. Podía ser una ilusión óptica, claro está, pero supuse que el enjambre había aumentado de masa y ahora pesaba unos veinticinco kilos, o quizá más. Quizá incluso el doble. De ser así, el enjambre tenía ahora masa suficiente para zarandear a un hombre con un impacto físico. Tal vez incluso para derribarlo.
Vi que la figura movía los ojos y parpadeaba. Ahora el rostro tenía textura de piel. El cabello parecía compuesto de mechones. Movía los labios y se los lamía nerviosamente con la lengua. En conjunto, aquella cara se parecía mucho a la de Ricky, se parecía inquietantemente. Cuando la cabeza se volvió en dirección a mí, tuve la sensación de que Ricky me miraba fijamente.
Y supongo que así era, porque la figura empezó a moverse hacia mí.
Estaba atrapado. El corazón se me aceleró en el pecho. No había previsto nada de esto; no tenía protección, ninguna clase de defensa. Podía levantarme y echar a correr, claro, pero no había adónde ir. Me rodeaban kilómetros de desierto, y los enjambres me darían caza. En cuestión de segundos estaría…
Con un rugido, el helicóptero volvió. La figura de Ricky miró hacia el aparato y de pronto se dio media vuelta y huyó, volando literalmente sobre el suelo, sin molestarse ya en simular que caminaba. Resultaba escalofriante ver aquella réplica humana flotar súbitamente por el desierto.