Authors: Matthew Stover
En Haruun Kal, eso era algo menos de trescientos kilómetros por hora.
La velocidad de caída de la fragata era considerablemente menor; sólo parecía haber perdido el control. Motivo por el cual Mace necesitó ejercer una aplicación considerable de sus energías en la Fuerza para ralentizar la caída de ambos, remolcar a Nick hasta unos centenares de metros sobre la fragata y evitar así un aplastamiento catastrófico.
Mientras caían hacia el techo acorazado de la fragata, Nick sólo había levantado los ojos una vez, lo justo para recordar intensamente lo que Mace había dicho sobre dejar una mancha roja en un parabrisas. Llevaba la cabeza bien segura, encajada entre las rodillas, cuando Mace hizo un aterrizaje muy poco ceremonioso que arrojó a ambos, magullados y rebotando, por el techo de la nave que se precipitaba a tierra.
La mano libre de Mace se alargó con precisión y sin esfuerzo, y se agarró a la antena de los sensores; la otra, agarrando todavía el cinturón de Nick, dejó al joven korun suspendido en el aire, sobre lo que aún debía de ser una caída de casi un kilómetro hasta la jungla.
—¿Te... acuerdas... de cuando nos conocimos? —jadeó Nick sin aliento contra los arremolinados vientos—. ¿Cuando... casi me rompes el brazo... con esa puñetera garra que tienes por mano?
—¿Sí?
—Te... perdono.
—Gracias.
Mace lo depositó sobre el techo de la fragata. Nick rodeó la antena con ambos brazos.
—Tú puedes seguir —le dijo Nick—. Yo creo que me quedaré aquí, temblando.
Empleando la Fuerza para mantenerse sobre la nave que descendía girando, Mace avanzó sobre manos y rodillas hacia la parte delantera, hasta que pudo mirar dentro de la cabina por el borde del ancho corte de sable láser que la dejaba a merced de los embates del aire.
Chalk, que estaba ante la consola de navegación, alzó la mirada y profirió un juramento. Vastor estaba detrás de los asientos de la cabina, con mirada feroz. Depa alargó una mano en cálida bienvenida, cogiendo la de Mace desde el asiento del piloto. Tenía los ojos vidriosos por el agotamiento y el dolor, pero no había sorpresa en ellos.
—Creí que me dijiste que sólo tendría que salvarte la vida una vez más.
—Perdona —repuso él.
Rodó para ponerse de espaldas y se cogió al borde con ambas manos, luego dio un giro y se introdujo en la cabina con los pies por delante, sin esperar a ver si Vastor se había quitado de en medio.
Lo había hecho.
—Nick está en el techo. Abre una de las puertas de la bodega para que entre.
Las puertas para descargar soldados de un Turbotrueno se abren hacia fuera y hacia abajo para que puedan utilizarse como rampas de descenso. Depa tecleó para que la puerta de estribor se abriera a medias, convirtiéndola en una abertura por la que Nick podría deslizarse dentro, y después manipuló los controles para anular el descenso en giro.
Mace asintió al lor pelek, que ahora llenaba la puerta de la cabina.
—Kar, ayúdale.
¿Por qué debo hacerlo?
Mace no estaba interesado en debates. Meneó la cabeza irritado e hizo un gesto para que Vastor se apartase.
—Lo haré yo mis...
Su voz se calló en seco. Vastor se había apartado y Mace se había acercado a la puerta, y ahora podía ver el interior de la bodega donde se transportaban las tropas.
Estaba abarrotada de cadáveres.
Mace se desplomó de lado. Sólo su hombro, apoyado contra la jamba de la puerta, le mantenía derecho.
Depa había elegido una nave llena.
***
Su cerebro, aturdido, no podía contarlos adecuadamente, pero calculó que en la bodega debía de haber unos veinte cadáveres. Un pelotón de infantería. El piloto debió de ser joven, excitado, confiado y seguro de poder obtener una victoria gloriosa. Tan impaciente por entrar en combate que lo había hecho sin descargar siquiera a sus pasajeros. Había pagado cara esa confianza. Su cuerpo yacía encima de lo que debió de ser el navegante, justo en la puerta de la cabina.
La mandíbula de Mace se endureció. Recuperó el equilibrio y pasó sobre sus enredadas piernas sin vida para internarse en la bodega.
Todos los cadáveres de la bodega llevaban la armadura Graylite de la milicia; la mayor parte estaba quemada por disparos láser hechos a muy corta distancia. Mace podía imaginarse a los inexpertos hombres —muchachos— de la milicia disparando sus armas contra Depa mientras ésta se desplazaba desde la cabina a la bodega. El resultado de disparar armas energéticas a quemarropa contra un maestro del vaapad quedaba bien claro en los anillos chamuscados que bordeaban los agujeros de un dedo de gruesos de sus armaduras, y en la carne quemada y sin vida que había debajo.
Entre la sorpresa, el pánico y el escaso espacio, la mitad debían de haberse matado unos a otros.
Varios de los cuerpos tenían los ennegrecidos cortes característicos de las heridas de sables láser: cauterizados al instante por la hoja que los había abierto. Depa había despachado a los artilleros de las torretas de una forma mucho más elegante que la empleada por él; se había limitado a apuñalarlos de forma brutal y eficiente a través del duracero de las escotillas, matando a los hombres en sus sillas.
Los cadáveres seguían allí sentados, aferrando con las manos muertas las asas dobles de sus láseres cuádruples.
Y, por supuesto, se notaba el olor a ozono y a carne cortada.
No había sangre. Nada de sangre.
Hasta el último de esos hombres había muerto antes de recoger a Chalk y a Kar Vastor. Veinticuatro hombres.
En menos de un minuto.
Mace se volvió y encontró a Kar Vastor mirándolo, ferozmente triunfante.
Ella pertenece a este lugar
, se limitó a gruñir.
Mace se apartó lentamente y trepó por la puerta medio abierta para ayudar a Nick a bajar hasta la bodega.
Deslizarse por la puerta hasta el compartimento lleno de hombres muertos dejó a Nick sin habla. Sólo pudo encogerse, con la espalda pegada a la puerta y temblando.
Mace lo dejó allí, pasó junto a Vastor y volvió a la cabina.
—Chalk, déjame tu asiento.
La chica korun frunció el ceño, mirando a Depa, que asintió.
—No pasa nada, Chalk. Hazlo.
En cuanto pudo sentarse, Mace se inclinó sobre los monitores de los sensores, estudiándolos intensamente. Sintió los ojos de Depa clavados en él, pero no alzó la cabeza.
—Puedes decirlo si quieres —dijo al cabo de un momento—. No me importa.
Manteniendo parte de su atención en la pantalla para ver cómo los cazas droides derribaban una fragata tras otra, Mace dedicó el resto de su atención a los archivos de datos de la fragata, haciendo aparecer los planes de vuelo, los códigos de control...
Los códigos de reconocimiento.
—De verdad, Mace, no pasa nada —dijo ella con tristeza. Medio ciega por la migraña, con el aliento entrecortado y parpadeando mareada por la corriente que llegaba por lo que quedaba del parabrisas—. Sé lo que estás pensando.
—No creo que lo sepas —dijo Mace en voz baja.
—No creo que mi manera sea la correcta. Sé que no lo es —se rió con amargura—. Lo sé. Pero es la única.
—¿La única manera de qué?
—De ganar, Mace.
—¿Así llamas a lo que has hecho? ¿Ganar?
Ella asintió cansinamente, señalando con la cabeza la lucha aérea que todavía se libraba sobre sus cabezas.
—Esta batalla es una obra maestra. Ni siquiera con todo lo que te he visto hacer, me habría creído algo así de no haberlo visto por mí misma. Hoy has hecho algo grande.
—Aún no ha terminado el día.
—Y todo habrá sido para nada. ¿Qué habrás conseguido cuando termine el día? ¿Destruir una gran parte de la fuerza aérea de la milicia? ¿Y qué? —tenía la voz ronca, y sus palabras parecían forzadas, como si no pudiera soportar el esfuerzo de hacerlas pasar a través de su dolor—. Nos has proporcionado unos días de tiempo. Quizás unas semanas. Nada más. Cuando te vayas seguiremos estando aquí. Seguiremos muriendo en la jungla. Los balawai conseguirán más fragatas. Todas las que necesiten. Y volveremos a tener que matarlos. Tenemos que hacerles temer la jungla. Porque nuestra única arma de verdad es ese miedo.
—Hoy no.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir...?
—He decidido que tenías razón desde el principio —dijo Mace, estudiando todavía los monitores.
Depa parpadeó, incrédula.
—¿La tenía?
—Sí. Utilizamos a esa gente para nuestros fines, y ¿para qué? ¿Para abandonarlos ahora, cuando su única salida es padecer o cometer un genocidio? —Mace negó hoscamente con la cabeza—. Eso sería tan oscuro como cualquier noche en esta jungla. Más oscuro aún. Eso no seria salvajismo inocente, sería cometer un acto malvado, tomar el camino de los Sith. Hay que librar una lucha. Los Jedi no pueden dejar esto así.
—¿Lo... lo dices en serio? ¿Lo crees de verdad? —la incredulidad forcejeó con la esperanza en sus ojos inmersos en el dolor—. ¿Vas a abandonar la Guerra Clon? ¿Vas a quedarte y luchar?
Mace se encogió de hombros, mirando todavía hacia el monitor.
—Me quedaré y lucharé. Eso no significa abandonar la Guerra Clon.
—Mace, la Guerra del Verano no es algo que pueda solucionarse en semanas, o en meses...
—Lo sé —murmuró distraído—. No puedo perder semanas o meses. La Guerra del Verano no durará tanto.
—¿Qué? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cuánto tiempo crees que va a durar?
—¿Así, de pronto? Unas doce horas. Puede que menos.
Ella no pudo hacer más que mirarlo fijamente.
Y él por fin vio en la pantalla lo que esperaba ver. Los cazas droides abandonaban la lucha aérea y volvían al espacio, y el puñado de fragatas supervivientes volvían renqueantes a casa.
—¿Ves eso? —dijo, abriendo la mano hacia la pantalla—. ¿Sabes lo que significa?
Depa asintió.
—Que alguien ha adivinado lo que hicimos.
—Sí, y que ese alguien tiene los códigos de control de esos cazas —se volvió hacia ella, y en sus ojos había un brillo que en otro hombre habría sido el de una feroz sonrisa—. Ya te lo he dicho, no puedo perder semanas o meses.
—No lo entiendo... ¿Qué vas a hacer?
—Ganar.
Tecleó la frecuencia de mando de las lanchas de la República.
—Aquí el general Windu llamando a CRC-09/571. Permanezcan a la espera de verificación y órdenes. Inicie conexión de datos simultánea. Conexión directa.
—Aquí Siete-Uno. Adelante, general —crepitó el comunicador.
Depa se quedó tan sorprendida por las órdenes que oyó dar a Mace que casi estrella el Turbotrueno contra una montaña. Cuando por fin pudo devolver la estabilidad a la nave, conectó el autopiloto y miró sin aliento a su antiguo Maestro.
—¿Estás loco?
—Todo lo contrario. ¿No te habías enterado? No hay nada más peligroso que un Jedi que ha recobrado la cordura.
Ella tartamudeó como un androide con el motivador cortocircuitado.
—Y, si no te importa, quisiera recuperar mi sable láser —añadió con tono de disculpa—. Creo que voy a necesitarlo.
—Pero, pero, pero... —por fin las palabras brotaron de ella—. ¿Vamos a tomar Pelek Baw?
—No —dijo Mace Windu—. Vamos a tomar todo este sistema solar. Todo entero. Ahora mismo.
L
a llave del Bucle Gevarno era el sistema Al'har; y la llave del sistema Altar era el control de la flota de cazas droides. La flota estaba controlada por un transmisor muy protegido localizado bajo el búnker de mando del espaciopuerto de Pelek Baw.
El espaciopuerto sólo tenía una posibilidad de salvarse. Pero sólo una.
Dos de las lanchas de descenso habían aterrizado junto con sus tropas en el paso de taraban para establecer un perímetro defensivo alrededor del único túnel de herbosos que quedaba abierto, y para proporcionar el apoyo de su artillería ligera. Las otras diez habían cruzado las montañas a la máxima velocidad que podían desarrollar en la atmósfera, que no resultaba especialmente impresionante, pero seguía siendo superior a la que podían alcanzar los castigados Turbotruenos que volvían renqueantes a sus correspondientes bases, todas ellas en las ciudades grandes cercanas a la Meseta Korunnal.
Sólo una de las fragatas realizó el viaje hasta un destino tan lejano como Pelek Baw.
Remontó Los Hombros del Abuelo a sólo un cuarto de la potencia de sus repulsores, dejando un reguero de humo y radiación. Los oficiales de la torre de control del espaciopuerto escucharon horrorizados el entrecortado mensaje del piloto. Una fuga en el reactor. Un inminente fallo catastrófico. El piloto mantenía su nave en el aire de forma heroica, y se dirigía a Pelek Baw porque era el único espaciopuerto completamente equipado para la contención y descontaminación. Un aterrizaje en cualquier otro lugar supondría sacrificar tanto a su tripulación como al pelotón de infantería que transportaba...
La noticia saltó como un rayo de la torre al equipo de tierra, y de los técnicos antirradiación a la aburrida guarnición al cargo de las baterías de modernos turboláseres y los cañones de iones que la Confederación había proporcionado al espaciopuerto. Era lo más emocionante que había pasado desde la retirada de los separatistas. La batalla en el paso de Lorhan había sido asombrosa, incluso trágica, pero había ocurrido al otro lado de la Tierras Altas y, por tanto, no contaba.
Todos los ojos del espaciopuerto estaban fijos en el Turbotrueno, tanto el real como el que se veía a través de los monitores, y lo apoyaban mentalmente, alabando el desinteresado valor de la tripulación al trazar un arco para rodear la ciudad y no poner en peligro a los civiles. Algunos rezaban en voz alta para que lo lograran, pero muchos otros deseaban en secreto poder presenciar un accidente espectacular...
En vez de atender a sus deberes, como controlar los monitores de sus sensores.
Después de todo, ¿por qué tenían que molestarse en hacerlo? El espaciopuerto estaba conectado de forma simultánea con la red de satélites detectores que orbitaba el planeta. En el aire sólo estaban las veintitantas fragatas supervivientes. Ya hacía varias horas que el último de los cazas había vuelto al espacio, y el crucero de la República que había causado tanto revuelo ya se había ido.
Nadie parecía preocupado por las lanchas. Suponían que las naves de la República no querrían seguir luchando tras padecer unas abrumadoras pérdidas del cuarenta por ciento. Sin duda se habrían escondido en
la sopa
—el espeso remolino oceánico de gases tóxicos que rodea la Tierras Altas de Korunnal— hasta que algún crucero de rescate pudiera infiltrarse en el sistema.