Sin embargo, sea como sea y aunque ciertas vías de influencia hayan sido abiertas por la literatura o la ocupación, se trata de un fenómeno que no puede explicarse sólo a este nivel. El cine americano se hace hoy en Italia, pero jamás el cine de la península no ha sido más típicamente italiano. El sistema de referencia que he adoptado me ha alejado de otros parentescos aún menos rebatibles como, por ejemplo, la tradición del cuento italiano, la
commedia dell’arte
y la técnica del fresco. Más que una «influencia» es un acuerdo del cine con la literatura sobre los mismos datos estéticos profundos, sobre una común concepción de las relaciones entre el arte y la realidad. Hace ya bastante tiempo que la novela moderna ha realizado su revolución «realista», que ha integrado el
behaviourismo
,la técnica del reportaje y la ética de la violencia. No es cierto que el cine haya tenido influencia sobre esta evolución, como se cree todavía corrientemente; un film cómo
Paisa
prueba por el contrario que va todavía con veinte años de retraso sobre la novela contemporánea. Quizá no sea el menor de los méritos del cine italiano reciente el haber sabido encontrar para la pantalla los equivalentes propiamente cinematográficos de la más importante revolución literaria moderna.
El asunto de
La térra trema
no debe nada a la guerra. Se trata de una tentativa de rebelión de los pescadores de un pueblecito siciliano contra el yugo económico del armador local. Daría una idea bastante exacta definiéndola como una especie de «super-Farrebique» de la navegación costera. Las analogías con el film de Rouquier son numerosas: empezando por el realismo casi documental y, puede decirse, el exotismo interno del tema, y siguiendo con el aspecto implícito de geografía humana (la esperanza de librarse del armador equivale para la familia siciliana a la «electricidad» de la familia Farrebique). Aunque en
La térra trema
(film comunista) se considere al pueblo entero, es a través de una familia, desde el abuelo hasta los nietos, como se nos cuenta la aventura. Esta familia, en el transcurso de la brillante recepción de «Universalia» en el hotel Excelsior, de Venecia, no resultaba demasiado diferente de la familia Farrebique, tan fuera de su sitio en los
cocktails
parisienses. Visconti no ha querido, tampoco, recurrir a la interpretación profesional; ni siquiera a la «amalgama» de Rossellini. Sus pescadores son verdaderos pescadores contratados en el lugar mismo de la acción. Acción, si se la puede llamar así, ya que también aquí como en
Farrebique
se renuncia voluntariamente a las seducciones dramáticas; la historia se desarrolla indiferentemente a las reglas del suspense; no hay otro recurso que el de interesarse a las cosas por sí mismas, como en la vida. Pero el parecido con
Farrebique
se limita a estos aspectos más negativos que positivos, ya que
La térra trema
, merced a su estilo, está lo más alejada que imaginarse pueda de la obra de Rouquier.
Visconti ha buscado —y obtenido incontestablemente— una síntesis paradójica de realismo y esteticismo. Rouquier también, pero la trasposición poética de
Farrebique
era debida esencialmente al montaje (hay que recordar las secuencias sobre el invierno y la primavera); la de Visconti, por el contrario, no ha recurrido en absoluto a los efectos obtenidos por la sucesión de imágenes. Cada una de ellas encierra su sentido y lo expresa por completo. También por eso,
La térra trema
sólo puede relacionarse de manera muy parcial con el cine soviético de los años 1925 a 1930 en el que el montaje era esencial. Hay que añadir que no es gracias al simbolismo de la imagen como descubrimos el sentido; ese simbolismo al que Eisenstein (y Rouquier) han recurrido constantemente. La estética de la imagen es siempre rigurosamente plástica; evita toda trasposición épica. La flotilla de barcas que sale del puerto puede ser de una belleza arrebatadora, pero no deja de ser sin embargo la flotilla de un pueblo; y no, como en
El acorazado Potemkin
, el
entusiasmo
y la
adhesión
de la población de Odesa que enviaba sus barcos de pesca para llevar provisiones a los rebeldes. Pero, se dirá quizá, ¿dónde puede refugiarse el arte después de unos postulados tan ascéticamente realistas? En todas partes. Primeramente, en la calidad fotográfica. Nuestro compatriota G. R. Aldo, que no había hecho antes nada de importancia y no era apenas conocido más que como simple fotógrafo, ha conseguido un estilo de imagen profundamente original y de la que no encuentro apenas otro equivalente que los cortometrajes suecos de Arne Sucksdorf. Me permito recordar, para acortar mi explicación, que en el artículo sobre la escuela italiana de la Liberación
[72]
estudié algunos aspectos del realismo cinematográfico actual y me vi conducido a considerar
Farrebique y Citizen Kane
como los dos polos de la técnica realista. El primero alcanza la realidad en el objetivo; el otro, en las estructuras de su representación. En
Farrebique
todo es verdad; en
Kane
todo ha sido reconstruido en el estudio, pero porque la profundidad de campo y la rigurosa composición de la imagen no podrían ser obtenidas en el exterior. Entre los dos,
Paisa
se emparentaría más con
Farrebique
por su imagen, ya que la estética realista se introduce
entre
los bloques de realidad, gracias a una concepción particular del relato. Las imágenes de
La térra trema
encierran paradójicamente la habilidad suficiente para integrar el realismo documental de
Farrebique
con el realismo estético de
Citizen Kane
. Si no de manera absoluta, la profundidad de campo ha sido utilizada aquí al menos por vez primera fuera del estudio de una manera consciente y sistemática, en exteriores a cielo abierto, bajo la lluvia e incluso en plena noche, así como en interiores, en los decorados reales de las casas de los pescadores. No hace falta insistir sobre la proeza técnica que esto representa, pero quisiera subrayar que la profundidad de campo ha llevado a Visconti de una manera natural (como a Welles) no solamente a renunciar al montaje, sino —tal como suena— a reinventar la planificación. Sus «planos», si se puede todavía hablar de planos, son de una longitud desmesurada, con frecuencia de tres o cuatro minutos; y en ellos se desarrollan varias acciones a la vez con la mayor naturalidad. Visconti parece también haber querido construir la imagen sobre el acontecimiento de manera sistemática. ¿Hay un pescador que lía un cigarrillo? Ninguna elipsis nos será concedida, tendremos que ver toda la operación. No será reducida a su significación dramática o simbólica, como hace el montaje ordinariamente. Los planos son a menudo fijos, dejando a los hombres y a las cosas entrar en el cuadro y situarse; pero Visconti practica también una panorámica muy particular, desplazándose lentamente sobre un amplio sector. Es el único movimiento de cámara que se permite, excluyendo por tanto todo
travelling
y, por supuesto, todo ángulo anormal.
La increíble sobriedad de esta planificación sólo se soporta gracias al extraordinario equilibrio plástico del que sólo la reproducción fotográfica podría dar aquí la idea. Pero es que también más allá de la pura composición móvil de la imagen, los realizadores testimonian un íntimo dominio de su profesión. En los interiores, sobre todo, que hasta el presente parecían escapar a las posibilidades del cine. Quiero decir que las exigencias de la iluminación y de la toma de vistas hacían casi imposible la utilización de interiores naturales. Se ha hecho a veces, pero, en general, con un rendimiento estético muy inferior al que podía obtenerse en exteriores. Por vez primera, todo un film (su estilo de planificación, su interpretación y la calidad de la fotografía) resulta homogéneo
intra
y
extra muros
. Visconti ha estado a la altura de la novedad de este descubrimiento. A pesar de la pobreza, o incluso a causa de la banalidad de ese hogar de pescadores, surge de él una extraordinaria poesía, a la vez íntima y social.
Pero lo que merece quizá una mayor admiración es la maestría con la que Visconti ha dirigido a sus intérpretes. No es ciertamente la primera vez que el cine utiliza actores no profesionales, pero nunca hasta ahora, quizá con la excepción de los films exóticos donde el problema reviste características peculiares, habían sido tan perfectamente integrados con los elementos más estéticos del film. Rouquier no ha conseguido dirigir su familia sin que la presencia de la cámara se haga notar. El malestar, la risa contenida, la torpeza son hábilmente disimuladas por el montaje que corta oportunamente la respuesta. Aquí, el actor ha de permanecer a veces en el campo de la cámara durante varios minutos y habla, se mueve y obra con una naturalidad, más aún, con una gracia inimaginable. Visconti viene del teatro; y ha debido comunicar a sus intérpretes, más allá de la naturalidad, la estilización del gesto que es la culminación del oficio de actor. Uno se queda perplejo. Si los jurados de festivales no fueran lo que son, el premio a la mejor interpretación en Venecia debería haberse adjudicado, anónimamente, a los pescadores de
La térra trema
.
Estamos viendo cómo con Visconti el neorrealismo italiano de 1946 queda, en más de un aspecto, superado. Las jerarquías son, en cuestiones de arte, de por sí bastante mudables, y además el cine es demasiado joven, está demasiado ligado a su evolución, para permitirse sosiegos muy largos; cinco años valen en el cine lo que una generación en literatura. Visconti tiene el mérito de integrar dialécticamente las adquisiciones del cine italiano reciente a una estética más amplia, más elaborada, donde incluso el término de realismo no tiene gran sentido. No decimos que
La térra trema
sea superior a
Paisa
o a
Caccia tragica
; solamente que tiene al menos el mérito de sobrepasarlas históricamente. Viendo los mejores films italianos de 1948, se tenía el sentimiento de una repetición que debía conducir fatalmente al agotamiento.
La térra trema
es la única abertura estética original, cargada, por tanto, hipotéticamente, de esperanza.
¿Quiere esto decir que la esperanza se va a realizar? Desgraciadamente no estoy muy seguro, porque
La térra trema
contradice, al mismo tiempo, algunos principios cinematográficos, sobre los que en lo sucesivo Visconti deberá imponerse de manera más categórica. En particular, su voluntad de no sacrificar nada a las categorías dramáticas tiene una consecuencia manifiesta y masiva…, aburrir al público. El film dura más de tres horas y tiene una acción extremadamente reducida. Si a esto se añade que los diálogos son en dialecto siciliano sin subtítulos posibles en razón del estilo fotográfico, y que los mismos italianos no entienden una sola palabra, se advierte en seguida que se trata de un espectáculo por lo menos austero, con muy escaso valor comercial. Espero que un semimecenazgo de la firma Universalia, completado por la enorme fortuna personal de Luchino Visconti, permita terminar la trilogía proyectada (del que
La térra trema
no es más que el primer episodio): tendremos en el mejor de los casos una especie de monstruo cinematográfico, cuyo asunto eminentemente social y político será, sin embargo, inaccesible al gran público. El asentimiento universal no es en cine un criterio necesario para toda obra, a condición de que el inconveniente de la incomprensión del público pueda ser finalmente compensado por otras ventajas. En otros términos: la oscuridad y el esoterismo no deben ser esenciales. Es necesario que la estética de
La térra trema
pueda ser utilizada con fines dramáticos para que sea útil a la evolución del cine. Si no, no pasará de ser una espléndida vía muerta.
Queda también, y esto me inquieta un poco más, en cuanto a lo que cabe esperar del mismo Visconti, una peligrosa inclinación al esteticismo. Este gran aristócrata, artista hasta la médula de los huesos, hace en todo caso un comunismo que me atrevería a denominar sintético.
La térra trema
carece de fuego interior. Hace pensar en esos grandes pintores del Renacimiento capaces de ejecutar, sin hacerse violencia, los más admirables frescos religiosos, a pesar de su profunda indiferencia con relación al cristianismo. No prejuzgo con esto en absoluto la sinceridad del comunismo de Visconti. Pero, ¿qué es la sinceridad? No se trata, entiéndase bien, de un paternalismo con relación al proletariado. El paternalismo es manifestación de una sociología burguesa y Visconti es un aristócrata; quizá se trata más bien de una especie de participación estética en la Historia. Sea como sea, estamos muy lejos de la convicción comunicativa de
El acorazado Potemkin
, o de
La fin de Saint-Petersbourg
o incluso, con el mismo tema, de
Piscator
. Es cierto que el film tiene un valor propagandístico, pero objetivo; con un vigor documental que no encuentra apoyo en ninguna elocuencia afectiva. Es evidente que Visconti lo ha querido así y su decisión previa no deja, en principio, de seducirnos. Pero es un pie forzado difícilmente mantenible, al menos en cine. Espero que la continuación de esta obra podrá demostrárnoslo. Y sólo lo podrá hacer a condición de no caer del lado del que nos parece que se inclina ya de manera peligrosa.
Lo que actualmente me parece más asombroso en la producción italiana son los claros indicios de que podrá salir del atolladero estético al que podía pensarse que le conducía el neorrealismo. Pasado ya el esplendor de los años 1946 y 1947, se había podido temer que esta útil e inteligente reacción contra la estética italiana de la puesta en escena sobrecargada y, más aún, contra el estetismo técnico que padecía el cine del mundo entero, no pudiera ir más allá del interés de una especie de superdocumentales, o de reportajes novelados. Todo el mundo ha querido hacer constar que el éxito de
Roma
,
città aperta
, de
Paisa
o de
El limpiabotas
era inseparable de una cierta coyuntura histórica, que participaba del sentido mismo de la Liberación y que su técnica estaba en cierta manera engrandecida por el valor revolucionario del tema. Al igual que ciertos libros de Malraux o de Hemingway encuentran en una especie de cristalización del estilo periodístico la forma de relato más apropiada para la tragedia actual, de la misma manera los films de Rossellini o de De Sica deberían a un simple acuerdo accidental de la forma con la materia el hecho de ser obras mayores, «obras maestras». Pero, una vez que la novedad y sobre todo lo hiriente de esta crudeza técnica, hayan agotado su efecto de sorpresa, ¿qué quedará del neorrealismo italiano, cuando la fuerza de las cosas le haga volver a los temas tradicionales: policíacos, psicológicos o incluso costumbristas? Puede que se siga utilizando la cámara en las calles; pero y esa admirable interpretación no profesional, ¿no se condena a sí misma a medida que sus revelaciones vienen a engrosar las listas de las estrellas internacionales? Y si generalizamos este pesimismo estético, el «realismo» no puede tener en arte más que una posición dialéctica; sería más una reacción que una verdad. Queda el integrarlo después a la estética que habría venido a verificar. Los italianos, por su parte, no son los últimos en renegar de su «neorrealismo». Creo que no hay un solo director italiano, comprendidos los más «neorrealistas», que no plantee, y con firmeza, la necesidad de una renovación.