El mito que dirige la invención del cine viene a ser la realización de la idea que domina confusamente todas las técnicas de reproducción de la realidad que vieron la luz en el siglo XIX, desde la fotografía al fonógrafo. Es el mito del realismo integral, de una recreación del mundo a su imagen, una imagen sobre la que no pesaría la hipoteca de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo. Si el cine al nacer no tuvo todos los atributos del cine total del mañana fue en contra de su propia voluntad y solamente porque sus hadas madrinas eran técnicamente incapaces de dárselos a pesar de sus deseos.
Si los orígenes de un arte dejan entrever algo de su esencia, resulta admisible considerar el cine mudo y sonoro como etapas de un desarrollo técnico que realiza poco a poco el mito original de los inventores. Con esta perspectiva resulta absurdo mantener el cine mudo como una especie de perfección primitiva de la que se alejaría cada vez más el realismo del sonido y del color. La primacía de la imagen es accidental histórica y técnicamente; y la nostalgia que mantienen todavía algunos por el mutismo de la pantalla no se remonta demasiado lejos en la infancia del séptimo arte, ya que las verdaderas primicias del cine —que no han llegado a existir más que en la imaginación de algunas decenas de hombres del siglo XIX— buscan la imitación total de la naturaleza. Todas las perfecciones que se añadan al cine sólo pueden, paradójicamente, retraerlo a sus orígenes. El cine, realmente, no ha sido inventado todavía.
Sería, por tanto, trastrocar, al menos desde el punto de vista psicológico, el orden concreto de la causalidad si colocáramos los descubrimientos científicos o las técnicas industriales —que tendrán una importancia tan grande en el desarrollo del cine— en el principio de su invención. Los que han tenido menos confianza en el porvenir del cine como arte e incluso como industria son precisamente dos industriales: Edison y Lumière. Edison se contentó con su quinetoscopio individual, y si Lumière muy juiciosamente no quiso vender su patente a Méliés, fue porque pensaba sin duda sacar un mayor provecho al explotarlo él mismo, pero siempre considerándolo un juguete del cual el público terminaría un día u otro por cansarse. En cuanto a los verdaderos sabios como Marey han servido al cine tan sólo incidentalmente: perseguían otra finalidad distinta y quedaron satisfechos cuando la alcanzaron. Los fanáticos, los maníacos, los pioneros desinteresados, capaces como Bernard Palyssy de quemar sus muebles por unos segundos de imágenes temblorosas, no son ni industriales ni sabios, sino posesos de su imaginación. Si el cine ha nacido ha sido por la convergencia de su obsesión: es decir, un mito: el del cine total. Así se explica tanto el retraso en las aplicaciones ópticas de la persistencia retiniana por Plateau, como el avance constante de la síntesis del movimiento superando el estado rudimentario de las técnicas fotográficas. Tanto los unos como los otros estaban dominados por la imaginación del siglo. Se encontrarán sin duda otros ejemplos en la historia de la técnica y de las invenciones, de la convergencia de los experimentos, pero resulta necesario distinguir los que surgen precisamente de la evolución científica y de las necesidades industriales (o militares) de los que, de una manera evidente, las preceden. Así el viejo mito de ícaro ha tenido que esperar al motor de explosión para bajar del cielo platónico. Pero existía en el alma de todo hombre desde que vio volar a los pájaros. En cierta medida, se puede decir lo mismo del mito del cine, aunque su historia hasta el siglo XIX no tenga más que una remota relación con el que actualmente conocemos y que ha sido el promotor de la aparición de las artes mecánicas que caracterizan el mundo contemporáneo.
En su pequeño libro
Le cinéma au long cours
, Jean Thevenot ha trazado con maestría la trayectoria del film de gran reportaje desde el comienzo de su éxito en 1920, y ha aclarado la decadencia del género entre 1930 y 1940, así como su renacimiento después de la guerra. Merece la pena mostrar el sentido de esta evolución.
En la posguerra del primer conflicto mundial, hacia 1920, unos diez años después de su realización por Ponting durante la heroica misión Scott en el Polo Sur, las imágenes de
L'éternel silence
descubrieron al gran público los paisajes polares que provocarían el éxito de toda una serie de films de los que
Nanouk
(1922), de R. Flaherty, constituye la obra maestra. Un poco más tarde, y a causa probablemente del éxito de los films «blancos», se desarrolló una producción que podemos catalogar de «tropical y ecuatorial», de la que la serie africana es lo más conocido. Entre otros,
La croisière noire
(1926), de Léon Poirier,
Cimbo
y
Congorilla
(dados a conocer en 1928, pero realizados de 1923 a 1927).
Estas primeras obras maestras del largometraje documental encierran con frecuencia las mejores cualidades del género: una autenticidad poética que no ha envejecido (
Nanouk, el esquimal
resiste todavía la prueba admirablemente). Pero esta poesía tomaba, sobre todo en los films rodados en el Pacífico, esa forma particular que se denomina «exotismo». De
Moana
, reportaje casi exclusivamente etnográfico, a
Tabú
, pasando por
Sombras blancas
, se advierte con claridad la formación de una mitología y cómo el espíritu occidental recoge e interpreta una civilización lejana.
Era también por entonces en literatura la época de Paul Morand, de Mac Orlan, de Blaise Cendrars. Esta mística moderna del exotismo, renovada por los nuevos medios de comunicación, y que podría llamarse «exotismo de la instantánea», encontró sin duda su expresión más típica en un film de montaje de los principios del cine sonoro donde la Tierra entera era arrojada sobre la pantalla en un
puzzle
de imágenes visuales y sonoras, y que constituyó uno de los primeros éxitos del nuevo arte:
La melodía del mundo
, de Walter Kuttmann.
Después, y a pesar de excepciones todavía importantes, comienza una decadencia del film exótico caracterizada por una búsqueda cada vez más descarada de lo espectacular y de lo sensacional. Ya no resulta suficiente cazar leones si éstos no se comen a los porteadores. En
L'Afrique vousparle
, un negro se hacía devorar por un cocodrilo; en
Trader Horn
, otro resultaba aplastado por un rinoceronte (me parece que esta vez la persecución estaba trucada, pero la intención persiste). Se creaba así el mito de un África poblada de salvajes y de bestias feroces. Todo esto tenía que acabar con
Tarzán
y
Las minas del rey Salomón
.
Se está produciendo desde después de la guerra una vuelta indudable a la autenticidad documental. Como el ciclo del exotismo se había cerrado por reducción al absurdo, el público exige hoy creerse lo que ve y su confianza está controlada por los otros medios de información de que dispone: la radio, el libro y la prensa. El renacimiento del «cine de largos viajes» se debe esencialmente al resurgimiento de la exploración, cuya mística podría muy bien constituir la variante del exotismo para nuestra posguerra (cfr.
Rendez-vous de juillet
). Es este nuevo punto de partida lo que da a los films de viajes contemporáneos su estilo y su orientación. Están marcados desde el principio por el carácter de exploración moderna que se considera casi siempre científica o etnográfica. Aunque lo sensacional no quede abolido por principio, queda al menos subordinado a la intención objetivamente documental de la empresa. Y esto tiene como consecuencia el reducirlo casi a la nada, ya que es realmente raro —como veremos— que la cámara pueda ser testigo de los momentos más peligrosos de la expedición. En revancha, el elemento psicológico y humano pasa a primer plano, tanto en relación con los mismos autores, cuyo comportamiento y reacciones ante la tarea a realizar constituyen una especie de etnografía del explorador, una psicología experimental de la aventura, como en relación con los pueblos visitados y estudiados que no se consideran ya como una variedad de animales exóticos y a los que se procura describir mejor para poder comprenderlos.
Se sigue también de esto que el film no es ya el único ni siquiera el principal documento que da testimonio al público de la realidad de la expedición. La película viene acompañada casi siempre de un libro o de una serie de conferencias con proyecciones, primero en la sala Pleyel y después por toda Francia, sin contar con las emisiones de radio y de televisión.
Y todo esto por la honorable razón —aparte de las económicas— de que no se podría de otra manera dar cuenta de los fines de la expedición e incluso de sus principales aspectos materiales. Por lo demás el mismo film suele estar concebido como una conferencia ilustrada donde la presencia o la palabra del conferenciante-testigo completan y autentifican la imagen.
De esta evolución puede darse para empezar un ejemplo
a contrario
, que prueba suficientemente la muerte del documental reconstruido. Se trata de un film inglés en tecnicolor,
Scott ofthe Antartic
, y que relata la expedición del Capitán Scott en 1911 y 1912. Precisamente la misma de
L’éternel silence
.
Recordemos el carácter heroico y emotivo de esta empresa: Scott marchaba a la conquista del Polo Sur con un equipo entonces revolucionario pero completamente experimental: algunos coches oruga,
poneys
y perros. Primeramente le traicionó la mecánica; después hizo falta matar a los
poneys
; en cuanto a los perros no eran lo suficientemente numerosos para las necesidades de la expedición; los cinco hombres que tenían que llegar hasta el Polo desde el último campamento base empujaban ellos mismos los trineos del material; cerca de dos mil kilómetros, ida y vuelta. Consiguieron, sin embargo, su objetivo, pero para encontrar allí… la bandera noruega, colocada pocas horas antes por Amundsen. El regreso fue una larga agonía; los tres últimos supervivientes murieron de frío bajo su tienda por falta de bencina para alimentar sus lámparas. Sus camaradas del campamento de base en la costa les encontraron algunos meses más tarde y pudieron reconstruir toda su odisea gracias al diario de viaje redactado por su jefe y a las placas fotográficas impresionadas.
Esta expedición del capitán Scott señala quizá la primera tentativa —desgraciada— de aventura científica moderna. Scott fracasó donde Amundsen triunfó, por haber querido apartarse de las técnicas tradicionales y empíricas del viaje polar. Sus desdichados automóviles oruga son, sin embargo, los antecesores de los Weasels de Paul-Emile Victor y de Liotard. Ilustra también por vez primera una práctica actualmente habitual: el reportaje cinematográfico orgánicamente previsto durante la expedición: el operador H. G. Ponting realizó el primer film de exploración polar (por lo demás se le helaron las manos al recargar su cámara a 30 grados bajo cero y sin guantes). Es cierto que Ponting no siguió a Scott en su larga marcha hacia el Polo, pero del viaje en barco, de los preparativos y de la vida en el campamento base y del trágico fin de la expedición realizó con
L’éternel silence
un testimonio estremecedor, que ha quedado como arquetipo del género.
Se comprende que Inglaterra esté orgullosa del capitán Scott y quiera rendirle homenaje. No creo, sin embargo, haber visto muchas empresas más aburridas y absurdas que
Scott of the Antartic
. Se trata de un film que ha debido costar casi tanto como una expedición al Polo, tal es el lujo y el cuidado puesto en su realización. Teniendo en cuenta la fecha de rodaje (1947-48), es también una obra maestra del tecnicolor. Todas las maquetas de estudio constituyen una proeza de trucaje y de imitación. ¿Y para qué? Para imitar lo inimitable, para reconstruir lo que por esencia no tiene lugar más que una vez: el riesgo, la aventura, la muerte. También es cierto que el tratamiento del guión no contribuye a arreglar las cosas. La vida y la muerte de Scott se nos cuentan de la manera más académica posible. Y no quiero detenerme en la moral de la historia, que no es más que una moral de
boy-scouts
elevada a la dignidad de institución nacional. Pero el verdadero motivo del fracaso del film no está ahí, sino en su anacronismo técnico. Este anacronismo tiene dos causas.
Primeramente, la documentación del hombre de la calle en materia de expediciones polares. Documentación conseguida gracias a los reportajes en la prensa, en la radio, en la televisión, en el cine… Con relación a los conocimientos del espectador medio este film es algo así como un ingreso de bachillerato frente a la reválida de sexto. Situación desairada cuando se pretende ser educativo. Es cierto que la expedición Scott estaba todavía muy cerca de la exploración y en ella la ciencia no hizo más que una tímida tentativa que resultó por lo demás un fracaso. Pero precisamente por eso los autores tendrían que haberse ocupado mucho más de explicar el contexto psicológico de la aventura. Al espectador que ha ido a ver en el cine de enfrente
Groenlandia
, de Marcel Ichac y Lanqucpin, Scott le parecerá un imbécil testarudo. Es cierto que Charles Frend, el director, se ha esforzado por darnos cuenta en algunas escenas, que se resienten de un pesado didactismo, de las condiciones sociales, morales y técnicas en la génesis de la expedición; pero lo ha hecho solamente con relación a la Inglaterra de 1910, cuando hubiera hecho falta —el cómo es lo de menos— hacer una comparación con nuestra época, porque es a ésta a la que inconscientemente se referirá el espectador.
En segundo lugar y, sobre todo, la generalización del cine de reportaje objetivo a partir de la guerra, que ha rectificado de manera decisiva lo que esperamos de un reportaje. El exotismo, con todas sus seducciones espectaculares y románticas, ha cedido el sitio a una afición por la relación escueta, hecho a hecho.
El film que H. G. Ponting rodó durante el viaje de Scott es el antecesor tanto de
Kon-Tiki
como de
Groenlandia
; de las insuficiencias del primero y también de la voluntad de reportaje exhaustivo del segundo. La sola fotografía de Scott y de sus cuatro compañeros en el Polo Sur, encontradas en su equipo, es mucho más apasionante que el film en colores de Charles Frend.
Todavía se comprende mejor la vacuidad de la empresa cuando se sabe que el film ha sido rodado en los glaciares de Noruega y Suiza. La sola idea de que ese paisaje no pertenece realmente al continente antártico bastaría para descargar la imagen de todo potencial dramático. Creo que si hubiera sido Charles Frend me las hubiera arreglado para —con cualquier pretexto— mostrar algunas imágenes del film de Ponting. Era un problema de guión. Gracias a esa realidad en bruto, objetiva, la película quizá hubiera encontrado el valor y la significación que tal cual es no tiene ningún título para pretender.