¿Qué es el cine? (2 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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Pero Bazin no solamente es importante como teórico del realismo. Quizá lo es, mucho más, por ser maestro inspirador de una auténtica pléyade de realizadores y teóricos (a duras penas cobijados con la etiqueta de «nouvelle vague» francesa en los años 60). Bazin, como ningún otro teórico lo ha sido nunca —si exceptuamos a Sergei M. Eisenstein—, fue un creador de escuela. Y es máximamente admirable si consideramos que su producción se truncó en plena juventud, al morir con sólo cuarenta años, tras una larga enfermedad. El mismo François Truffaut nos lo cuenta:

«En efecto, Luchino Visconti, Jean Cocteau, Robert Bresson, Marcel Carné, Luis Buñuel, Orson Welles y Federico Fellini se sintieron suficientemente forzados para escribir declaraciones públicas y cartas a Jeanine Bazin, ya que por quince años ellos habían encontrado en Bazin un hombre de conocimiento despejado e inteligencia despierta, cuyos análisis habían sido una ayuda inestimable para ellos en su trabajo».
[11]

El lector tiene entre sus manos uno de esos libros que cualquier persona que tenga el más mínimo interés por el hecho filmico, no puede por menos de tener en su biblioteca, leer e, incluso releer, ya que sucesivas lecturas de ¿Qué es el cine? hacen descubrir conexiones y matices que, por su mismo estilo ameno, se escapan en una primera lectura.

Se podrá estar de acuerdo o en desacuerdo con sus postulados y formas de trabajar. Pero lo que es del todo evidente, y todos reconocemos, es que Bazin es un maestro entre maestros y que ¿Qué es el cine? es, tal vez, uno de los libros de teoría del cine más importantes que se han escrito. De él han bebido y seguimos bebiendo, con más concordancias o más discrepancias, todos aquellos que, de alguna manera, estamos inmersos en esta maravillosa «realidad», entre mágica y verdadera, que hemos dado en llamar Cine, la séptima de las artes.

Francisco Zorián y Hernández

PRESENTACIÓN

En 1958 publicó André Bazin el primer volumen de una serie de cuatro bajo el título general
¿QUÉ ES EL CINE?
Su prefacio, del que hemos conservado lo esencial, indicaba claramente su objetivo: «Este título no supone tanto la promesa de una respuesta como el anuncio de una pregunta que el autor se formulara a sí mismo a lo largo de estas páginas».

Para él, práctica y teoría se interpretan en una lectura en que la ingenuidad interrogativa conduce a una comprensión rigurosa. Sin duda, este rigor, no carente de emoción, fue lo determinante en el éxito de la obra.

La muerte impidió a André Bazin llevar a término el cuarto tomo sobre el neorrealismo italiano. Y de esa tarea se encargó, en 1962, su amigo Jacques Rivette, como homenaje postrero, al que había sido la conciencia de toda una generación de críticos y cineastas.

La obra en cuatro volúmenes ha conocido numerosas reimpresiones como señal segura de una demanda siempre viva. Rialp la publicó en 1966.

En 1975 se reunieron en un solo libro los principales artículos. Toda elección supone un riesgo. Nosotros lo asumimos con el respaldo de la señora Jeanine Bazin y el consejo de Frangois Truffaut.

Ahora, cuando se advierte un evidente interés por Bazin en todos los países —también en España y en el área de habla castellana— brindamos a las nuevas generaciones de cinéfilos esta versión fundamental con el esquema que recoge sus trazos más significativos.

Quisiéramos que los nuevos lectores participaran del inmenso amor que André Bazin sentía por el cine. Un amor que se desborda, incontenible, en las páginas de este libro.

Rialp. Le Cerf.

PREFACIO

Esta obra reúne artículos publicados después de la guerra. No se nos ocultan los peligros de la empresa, siendo el principal de todos ellos el incurrir en el reproche de presunción, ofreciendo a la posteridad reflexiones circunstanciales más o menos inspiradas por la actualidad. Pero teniendo la suerte de ejercer su «indeseable» profesión en un diario y en varias revistas, el autor se ha beneficiado quizá de la posibilidad de escoger artículos menos directamente determinados por las contingencias de la actualidad periodística. Sucede, por el contrario, que el tono y, sobre todo, las dimensiones de los artículos agrupados aquí serán bastante diversos: los criterios que tíos han guiado han sido más de fondo que de forma y por eso un artículo de dos o tres páginas, aparecido en un semanario, podía tener en la perspectiva de este libro tanta importancia como un extenso estudio de revista, o podía aportar al menos al edificio una piedra angular útil para la solidez de la fachada.

Es cierto que habríamos podido refundir esos artículos en la continuidad de un ensayo. Hemos renunciado ante el temor de caer en el artificio didáctico, prefiriendo dar una mayor confianza al lector y dejándole la tarea de descubrir por su cuenta la justificación intelectual —si es que existe— de la agrupación de estos textos.

El título
¿Qué es el cine?
no supone tanto la promesa de una respuesta como el anuncio de una pregunta que el autor se formulará a sí mismo a lo largo de estas páginas. Estos artículos no pretenderán, por consiguiente, ofrecer una geología y una geografía exhaustivas del cine; sitio solamente lanzar al lector en una sucesión de sondeos, de exploraciones, de vuelos de reconocimiento con ocasión de las películas propuestas a la reflexión cotidiana del crítico.

Del conjunto de papeles emborronados día a día, una buena parte no sirven más que para encender el fuego; otros, que tuvieron en su tiempo un cierto valor como referencia al estado del cine contemporáneo, apenas tendrían hoy más que un interés retrospectivo. Han sido eliminados, ya que si la historia de la crítica es en sí misma una cosa bien pequeña, la de un crítico particular no interesa a nadie, ni siquiera al mismo crítico, si no es como ejercicio de humildad. Quedaban los artículos o los estudios necesariamente fechados por las referencias a las películas que sirvieron de pretexto, pero que nos han parecido —con razón o sin ella— que conservaban a pesar de la distancia un valor intrínseco. No hemos dudado en corregirlos, tanto en la forma como en el fondo, siempre que nos ha parecido útil. También hemos tenido que fundir varios artículos que trataban el mismo tema partiendo de películas diferentes, o por el contrario, hemos suprimido páginas o párrafos que hubieran sido tan sólo un motivo de entorpecimiento en el interior del conjunto; pero casi siempre las correcciones son pequeñas y se limitan a redondear las puntas de actualidad que detendrían al lector, sin provecho para la economía intelectual del artículo. Nos ha parecido, sin embargo, si no necesario, al menos inevitable el respetar la actualidad. En la medida, tan modesta como se quiera, en que un artículo crítico procede de un cierto movimiento intelectual que tiene su impulso, su dimensión y su ritmo, se emparenta con la creación literaria y no se podría hacerlo pasar por un cauce distinto sin quebrar el contenido junto con la forma. Nos ha parecido, al menos, que el balance de la operación sería deficitario para el lector y hemos preferido dejar que subsistan las lagunas con relación al plan ideal de la colección antes que rellenar los huecos con una crítica digamos… conjuntiva. La misma preocupación nos ha conducido a expresar nuestras reflexiones actuales en notas, más que a integrarlas forzadamente en el texto de los artículos.

Sin embargo, y a pesar de una elección que creemos hecha sin demasiada indulgencia, era inevitable que el texto no fuera siempre independiente de la fecha de su concepción o que elementos circunstanciales fuesen inseparables de reflexiones más intemporales.

En resumen, y a pesar de las correcciones que les hemos hecho sufrir, hemos creído conveniente dar siempre la referencia original de los artículos que han suministrado el material para las páginas que van a seguir.

A. B.

I. ONTOLOGÍA DE LA IMAGEN FOTOGRÁFICA
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Con toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis. Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el «complejo» de la momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la inexorabilidad del tiempo. La muerte no es más que la victoria del tiempo. Y fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. Para la mentalidad egipcia esto se conseguía salvando las apariencias mismas del cadáver, salvando su carne y sus huesos. La primera estatua egipcia es la momia de un hombre conservado y petrificado en un bloque de carbonato de sosa. Pero las pirámides y el laberinto de corredores no eran garantía suficiente contra una eventual violación del sepulcro; se hacía necesario adoptar además otras precauciones previniendo cualquier eventualidad, multiplicando las posibilidades de permanencia. Se colocaban por eso cerca del sarcófago, además del trigo destinado al alimento del difunto, unas cuantas estatuillas de barro, a manera de momias de repuesto, capaces de reemplazar al cuerpo en el caso de que fuera destruido. Se descubre así, en sus orígenes religiosos, la función primordial de la escultura: salvar al ser por las apariencias. Y sin duda puede también considerarse como otro aspecto de la misma idea, orientada hacia la efectividad de la caza, el oso de arcilla acribillado a flechazos de las cavernas prehistóricas, sustitutivo mágico, identificado con la fiera viva.

No es difícil comprender cómo la evolución paralela del arte y de la civilización ha separado a las artes plásticas de sus funciones mágicas (Luis XIV no se hace ya embalsamar: se contenta con un retrato pintado por Lebrum). Pero esa evolución no podía hacer otra cosa que sublimar, a través de la lógica, la necesidad incoercible de exorcizar el tiempo. No se cree ya en la identidad ontológica entre modelo y retrato, pero se admite que éste nos ayuda a acordarnos de aquél y a salvarlo, por tanto, de una segunda muerte espiritual. La fabricación de la imagen se ha librado incluso de todo utilitarismo antropocéntrico. No se trata ya de la supervivencia del hombre, sino —de una manera más general— de la creación de un universo ideal en el que la imagen de lo real alcanza un destino temporal autónomo. ¡«Qué vanidad la de la pintura» si no se descubre bajo nuestra absurda admiración la necesidad primitiva de superar el tiempo gracias a la perennidad de la forma! Si la historia de las artes plásticas no se limita a la estética sino que se entronca con la psicología, es preciso reconocer que está esencialmente unida a la cuestión de la semejanza o, si se prefiere, del realismo.

La fotografía y el cine, situados en estas perspectivas sociológicas, explicarían con la mayor sencillez la gran crisis espiritual y técnica de la pintura moderna que comienza hacia la mitad del siglo pasado.

En su artículo de «Verve», André Malraux escribía que «el cine no es más que el aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó con el Renacimiento y encontró su expresión límite en la pintura barroca».

Es cierto que la pintura universal había utilizado fórmulas equilibradas entre el simbolismo y el realismo de las formas, pero en el siglo XV la pintura occidental comenzó a despreocuparse de la expresión de una realidad espiritual con medios autónomos, para tender a la imitación más o menos completa del mundo exterior. El acontecimiento decisivo fue sin duda la invención de la perspectiva: un sistema científico y también —en cierta manera— mecánico (la cámara oscura de Vinci prefiguraba la de Niepce), que permitía al artista crear la ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos pueden situarse como en nuestra percepción directa.

A partir de entonces la pintura se encontró dividida entre dos aspiraciones: una propiamente estética —la expresión de realidades espirituales donde el modelo queda trascendido por el simbolismo de las formas— y otra que no es más que un deseo totalmente psicológico de reemplazar el mundo exterior por su doble. Esta última tendencia, que crecía tan rápidamente como iba siendo satisfecha, devoró poco a poco las artes plásticas. Sin embargo, como la perspectiva había resuelto el problema de las formas pero no el del movimiento, el realismo tenía que prolongarse de una manera natural mediante una búsqueda de la expresión dramática instantaneizada, a manera de cuarta dimensión psíquica, capaz de sugerir la vida en la inmovilidad torturada del arte barroco.
[13]

Es cierto que los grandes artistas han realizado siempre la síntesis de estas dos tendencias: las han jerarquizado, dominando la realidad y reabsorbiéndola en el arte. Pero también sigue siendo cierto que nos encontramos ante dos fenómenos esencialmente diferentes que una crítica objetiva tiene que saber disociar para entender la evolución de la pintura. Lo que podríamos llamar la «necesidad de la ilusión» no ha dejado de minar la pintura desde el siglo XVI. Necesidad completamente ajena a la estética, y cuyo origen habría que buscarlo en la mentalidad mágica: y necesidad, sin embargo, efectiva, cuya atracción ha desorganizado profundamente el equilibrio de las artes plásticas.

El conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la confusión entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas.
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Así se entiende por qué el arte medieval, por ejemplo, no ha padecido ese conflicto; siendo a la vez violentamente realista y altamente espiritual, ignoraba el drama que las posibilidades técnicas han puesto de manifiesto. La perspectiva ha sido el pecado original de la pintura occidental.

Niepce y Lumière han sido por el contrario sus redentores. La fotografía, poniendo punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por la semejanza. Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta ilusión era suficiente en arte; mientras que la fotografía y el cine son invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo. Por muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a la presencia del hombre. De ahí que el fenómeno esencial en el paso de la pintura barroca a la fotografía no reside en un simple perfeccionamiento material (la fotografía continuará siendo durante mucho tiempo inferior a la pintura en la imitación de los colores), sino en un hecho psicológico: la satisfacción completa de nuestro deseo de semejanza por una reproducción mecánica de la que el hombre queda excluido. La solución no estaba tanto en el resultado como en la génesis.
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