El film que Marcel Ichac y Languepin han realizado en
Groenlandia
puede considerarse, por el contrario, como una de las dos formas extremas adoptadas por el moderno reportaje de viajes, de los que
L'éterne silence
es el precedente. La expedición P-E. Víctor, cuidadosamente preparada, entrañaba riesgos pero también el menor número posible de imprevistos. El servicio cinematográfico estaba incluido como una especialidad más. Incluso la planificación del film podría haber estado prevista, como el horario cotidiano del equipo. El realizador, en todo caso, tenía una amplia libertad de medios: era un testigo oficial, como el geólogo o el meteorólogo.
En el extremo opuesto de esta integración del film en la expedición se encuentra el film de Tor Heyerdahl, como ejemplo de otro tipo de reportaje:
Kon-Tiki
es la más bella de las películas, pero prácticamente no existe como tal. Al igual que unas ruinas o unas cuantas piedras talladas bastan para elevar las arquitecturas y las esculturas desaparecidas, las imágenes que se nos presentan constituyen el indicio de una obra virtual que apenas nos atrevemos a imaginar.
Y no resulta difícil entenderlo. Es de sobra conocida la extraordinaria aventura de estos jóvenes sabios noruegos y suecos, decididos a demostrar que, en contra de las hipótesis generalmente admitidas, la colonización de la Polinesia pudo realizarse mediante migraciones marítimas del este hacia el oeste, es decir, desde las costas del Perú. La mejor manera de refutar las objeciones consistía en volver a realizar la operación en las mismas condiciones en que tuvo que producirse hace varios milenios. Nuestros navegantes improvisados construyeron una especie de balsa de acuerdo con los más antiguos documentos sobre las técnicas de los indios. Incapaz de dirigirse por sus propios medios, esta balsa, zarandeada como los restos de un naufragio, debía ser llevada por las corrientes marinas y por los vientos alisios hasta los atolones polinesios, a unos siete mil kilómetros de distancia. El éxito obtenido por esta asombrosa expedición, después de tres meses de navegación solitaria y a pesar de media docena de tempestades, resulta muy reconfortante para el espíritu humano y es un dato que hay que apuntar en el activo de lo maravilloso moderno. Es inevitable pensar en Melville y en Conrad. Los tripulantes de la
Kon-Tiki
, para contar su aventura, han escrito un libro apasionante y han realizado unos dibujos llenos de humor. Pero es evidente que en 1952, el único testimonio a la altura de la empresa era el cinematográfico. Es ahí donde la critica tiene que meditar.
Nuestros hombres tenían una cámara. Pero eran aficionados. Sabían utilizarla más o menos como cualquiera de nosotros. Y además, no habían previsto el posible uso comercial de su película, como lo prueban algunos detalles desastrosos: han rodado a la velocidad del cine mudo —16 imágenes por segundo— en lugar de las 24 que exige la proyección sonorizada. Consecuencia: ha habido que duplicar las imágenes, con lo que el film resulta más temblequeante que una mala proyección provinciana del 1910. Añádase a esto los errores de exposición y, sobre todo, el agrandamiento de la imagen a 35 mm, que ciertamente no mejora la calidad de la fotografía.
Pero no es esto lo más grave. Como la finalidad de la empresa no era en absoluto, ni siquiera secundariamente, la realización de un film, las condiciones de la toma de vistas no podían ser peores. Quiero decir que la cámara no podía tener otro punto de vista que el del operador ocasional, situado en un extremo de la balsa, a ras del agua. Ningún
travelling
, naturalmente, ningún ángulo en picado, ni casi la posibilidad de hacer planos de conjunto de la embarcación desde un bote neumático zarandeado por las olas. Finalmente y, sobre todo, si algo importante sucedía (una tempestad, por ejemplo), el equipo tenía otras cosas que hacer antes que preocuparse de filmar. De tal suerte que nuestros aficionados han malgastado forzosamente bobinas retratando al loro mascota y las raciones alimenticias de la Intendencia americana y, en cambio, cuando por casualidad una ballena se precipitaba contra la balsa, la imagen es tan breve que hace falta multiplicarla por diez en la truca para que tengamos tiempo de darnos cuenta.
Y sin embargo…
Kon-Tiki
es admirable y sobrecogedor. ¿Por qué? Porque su realización se identifica plenamente con la acción que relata de manera tan imperfecta; porque no es, en sí misma, más que un aspecto de la aventura. Esas imágenes borrosas y temblorosas son como la memoria objetiva de los actores del drama. Ese tiburón-ballena entrevisto en los reflejos del agua, ¿nos interesa por la rareza del animal o del espectáculo —no se le ve apenas—, o porque la imagen se ha tomado en el mismo instante en que un capricho del monstruo podía aniquilar la embarcación y enviar la cámara y el operador a siete u ocho mil metros de profundidad?
La respuesta es fácil: no se trata de fotografiar un tiburón, sino el peligro.
De todas formas, nuestra admiración por estas ruinas anticipadas de un film que no ha llegado a rodarse no puede llegar a satisfacernos. No es difícil acordarse del esplendor fotográfico, por ejemplo, de los films de Flaherty (pienso en el pez martillo de
El hombre de Arán
, dormitando en las aguas de Irlanda). Pero un poco de reflexión nos plantea un dilema insoluble. Porque, efectivamente, el espectáculo es tan materialmente imperfecto, precisamente porque el cine no ha falseado las condiciones de la experiencia que nos cuenta. Para rodar en 35 mm con el espacio necesario para realizar una planificación coherente, habría que construir la balsa de otro modo y, ¿por qué no?, hacer un barco como los otros. Pero la fauna del Pacífico que se removía alrededor de la balsa estaba allí porque la balsa tenía la misma cualidad que una cáscara de nuez. Un motor y una hélice la hubieran hecho huir. El paraíso marino hubiera sido abolido por la ciencia.
De hecho, esta clase de films sólo pueden surgir de un compromiso más o menos eficaz entre las exigencias de la acción y las del reportaje. El testimonio cinematográfico es el que el hombre ha podido arrancar al acontecimiento que reclamaba al mismo tiempo su participación. Pero ¡cuánto más conmovedores son esos restos salvados de la tempestad que el relato sin desfallecimientos y sin lagunas del reportaje organizado! Porque un film no está integrado solamente por lo que se ve. Sus imperfecciones patentizan su autenticidad; sus ausencias son la huella negativa de la aventura; su bajorrelieve.
Es también cierto que faltan muchas imágenes al
Annapurna
, de Marcel Ichac, y, especialmente, las de su culminación: la ascensión final de Herzog, Lachenal y Lionel Terray. Pero sabemos por qué faltan: un alud arrancó la cámara de las manos de Herzog. Y también sus guantes. El film abandona, por consiguiente, a los tres hombres cuando salen del campamento, para encontrarlos treinta y seis horas más tarde, saliendo de la niebla, doblemente ciegos y con los miembros congelados. De esta subida a los infiernos de hielo, el moderno Orfeo no ha podido salvar siquiera la mirada de su cámara. Pero entonces comienza el largo calvario del descenso, con Herzog y Lachenal atados como momias sobre las espaldas de sus
sherpasy
y esta vez el cine sí está allí, velo de la Verónica sobre el rostro del sufrimiento humano.
Es indudable que el relato escrito de Herzog es incomparablemente más preciso y completo. La memoria es la más fiel de las películas, la única que puede impresionarse a no importa qué altitud y con el único límite de la muerte. Pero ¡quién no es capaz de ver la diferencia entre el recuerdo y esta imagen objetiva que le da una eternidad concreta!
F.M. Murnau,
Tabú
. Del pudor a la tragedia.
Indudablemente, desde un cierto punto de vista, hay algo de ridículo en toda crítica de
El mundo del silencio
. Porque a fin de cuentas las bellezas del film son fundamentalmente las bellezas de la naturaleza y toda crítica sería algo así como criticar a Dios. Pero al menos, desde este punto de vista, nos está permitido señalar que esas bellezas son efectivamente inefables y constituyen la revelación más importante que nuestro pequeño planeta ha hecho al hombre desde los tiempos heroicos de la exploración terrestre. Se puede también señalar por la misma razón que los films submarinos son la única novedad radical en el campo del documental desde los grandes films de viajes de los años 20 a 30. Hablando con más precisión, una de las dos novedades; la segunda se refiere a la moderna concepción de los films de arte, pero esta novedad atañe a la forma, mientras que la del film submarino pertenece, me atrevo a decir, al fondo. Un fondo que no corremos peligro de perder.
Me parece sin embargo que la fascinación de estos documentales no procede únicamente del carácter inédito de su descubrimiento ni de la riqueza de formas y de colores. Sin duda, la sorpresa y lo pintoresco proporcionan la materia de nuestro placer, pero la belleza de esas imágenes pone de manifiesto un magnetismo mucho más poderoso y que polariza toda nuestra conciencia: porque son la realización de toda una mitología del agua cuya realización material por estos superhombres subacuáticos despierta en nosotros secretas, profundas e inmemoriales connivencias.
No voy a intentar aquí esbozar su descripción o su análisis. Quisiera tan sólo indicar que no se trata de un simbolismo ligado al agua de superficie, móvil, lustral, sino más bien del océano, del agua considerada como la otra mitad del universo, medio ambiente de tres dimensiones, más estable y homogénea por lo demás que el aire y cuya envoltura nos libera del peso. Esta liberación de las cadenas terrestres está en el fondo tan bien simbolizada por el pez como por el pájaro, aunque, tradicionalmente y por razones evidentes, el sueño del hombre no se ha desplegado apenas más que en el Azur. Seco, soleado, aéreo. El mar, centelleante de luz, no era para el poeta mediterráneo más que un techo tranquilo por el que vuelan las palomas; el mundo de los foques y no el de las focas.
Ha hecho falta que la ciencia —más fuerte que nuestra imaginación— descubriera al hombre sus virtualidades de pez, para que se pudiera realizar el viejo mito del vuelo, mucho mejor satisfecho por la escafandra autónoma que por la mecánica ruidosa y colectiva del avión, tan estúpido como un submarino, tan peligroso como una escafandra con tubos y cascos. En el admirable cuadro de Brueghel, ícaro, cayendo al agua en medio de una agreste indiferencia, prefigura a Cousteau y sus compañeros lanzándose en
plongeon
desde algún acantilado mediterráneo, ignorados por el campesino que cava en su huerta tomándoles por bañistas.
Bastaba con librarse de ese peso al revés que es el principio de Arquímedes, y acomodarse después con el modificador de presión a la profundidad para encontrarse no ya en la situación fugaz y peligrosa del buceador, sino en la de Neptuno, señor y habitante del agua. ¡El hombre, por fin, ha volado con sus propios brazos!
Pero mientras el Azur de lo alto resulta casi vacío y estéril, abierto sólo al infinito sobre el fuego de las estrellas o la aridez de los astros muertos, el espacio de abajo es el de la vida, donde misteriosas e invisibles nebulosas de plancton reflejan el eco del radar. De toda esta vida no somos más que un grano abandonado con algunos otros sobre la playa oceánica. El hombre, dicen los biólogos, es un animal marino que lleva su mar en el interior. Nada hay de extraño, por consiguiente, en este
plongeon
que le proporciona también un sordo sentimiento de vuelta a los orígenes.
Se dirá que estoy haciendo suposiciones. Me gustaría que se opusieran otras explicaciones a mis sugerencias, pero queda fuera de duda que la belleza del mundo submarino no se reduce ni a su variedad decorativa ni a las sorpresas que nos reserva. El mérito de Cousteau y de su equipo estriba en haber comprendido desde el principio que la estética de la exploración submarina o, si se prefiere, su poesía, formaban parte integrante del acontecimiento y que, nacida de la ciencia, sólo podrían reencontrarla a través del asombro del espíritu humano. Llegará un día en que nos habremos hastiado de estas cosechas de imágenes desconocidas. Todavía el batiscafo nos promete un sinnúmero de descubrimientos. Cuando esto suceda, peor para nosotros. Mientras tanto, aprovechémonos.
No sería justo deducir de estas consideraciones demasiado generales que
El mundo del silencio
es hermoso
a priori
y que los realizadores no tienen otro mérito que el de haberse lanzado al agua para buscar las imágenes. La calidad del film debe mucho a la inteligente realización de Louis Malle. Este nos ofrece un buen ejemplo de los artificios autorizados en el documental y el compararlo con
Continente perdido
resulta significativo. He oído quejarse a algunos de que determinadas secuencias implicaban una puesta en escena invisible. Especialmente la llamada exploración del buque hundido por un nadador solitario, que suponía de hecho la presencia de varias cámaras e incluso una verdadera planificación como en el estudio.
Debo decir que este tipo de escenas no es lo mejor del film por lo que tiene de voluntariamente poético. Pero esto es una crítica de fondo. En cuanto a la forma resulta perfectamente legítima. La reconstrucción es en efecto admisible en estas materias con dos condiciones: 1) que no se quiera engañar al espectador; 2) que la naturaleza del acontecimiento no sea contradictoria con su reconstrucción. Así, por ejemplo, en
Continente perdido
siempre se está intentando hacernos olvidar la presencia del equipo de cineastas, presentándonos como sinceras y naturales situaciones que no es posible que lo sean si se ha podido reconstruirlas. Mostrar en primer plano a un salvaje cortador de cabezas espiando la llegada de los blancos implica forzosamente que aquel individuo no es un salvaje, ya que no ha cortado la cabeza al operador.