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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

¿Qué es el cine? (7 page)

BOOK: ¿Qué es el cine?
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M. Hulot se queda solo, ignorado por sus compañeros de hotel que no le perdonan el haber estropeado sus fuegos artificiales, se va hacia los niños, y les arroja unos puñados de arena que ellos le devuelven. Pero subrepticiamente algunos amigos vienen a decirle adiós: la vieja inglesa que cuenta los puntos en el tenis, el chico del «Señor, al teléfono», el marido que se pasea… Aquellos en los que subsistía aún, en medio de esa multitud encadenada a sus vacaciones, una llamita de libertad y de poesía. La delicadeza suprema de este film sin desenlace no es indigna del mejor Charlot.

Como toda gran comicidad, la de
Las vacaciones de M. Hulot
es el resultado de una observación cruel.
Une si jolie petite plage
, de Yves Allégret y Jacques Sigurd, se transforma en «serie rosa» si se la compara con la de Jacques Tati. No parece sin embargo —y eso es quizá la más segura garantía de su grandeza— que la comicidad de Tati sea pesimista, como tampoco la de Chaplin. Su personaje afirma, contra la imbecilidad del mundo, una informalidad incorregible; él es la demostración de que lo imprevisto siempre puede sobrevenir y perturbar el orden de los imbéciles, transformando un neumático en una corona funeraria y un entierro en una placentera excursión.

Las vacaciones de Monsieur Hulot
.

VI. MONTAJE PROHIBIDO
[25]

«Crin blanca», «El globo rojo»,

«En un país lejano»

Ya con
Bim
, A. Lamorisse había puesto de manifiesto la originalidad de su inspiración.
Bim
es quizá, junto con Crin blanca y el único film verdaderamente para niños que el cine haya producido hasta el momento. Es cierto que existen otras películas —no muy numerosas— adecuadas para diversas etapas de la edad juvenil. Los soviets han hecho en este aspecto un serio esfuerzo, pero me parece que films como
Au loin une voile
se dirigen ya a muchachos. La tentativa de producción especializada intentada por J. A. Rank ha fracasado por completo, económica y estéticamente. De hecho, si se quisiera hacer una cinemateca o un catálogo de programas aptos para un público infantil, no se podrían agrupar más que unos cuantos cortometrajes, filmados con este fin, aunque con éxito desigual, y un cierto número de films comerciales, entre ellos los de dibujos animados, en los que la inspiración y el tema tienen la suficiente puerilidad; en particular algunos films de aventuras. Pero no se trata de una producción específica, sino simplemente, de films inteligibles para un espectador de una edad mental inferior a los catorce años. Es sabido que los films americanos no sobrepasan con frecuencia ese nivel virtual. Lo mismo sucede con los dibujos animados de Walt Disney.

Pero es fácil darse cuenta de que tales films no son realmente comparables con la verdadera literatura infantil (tampoco muy abundante). Jean Jacques Rousseau, antes que los discípulos de Freud, se había ya dado cuenta de que no era en absoluto inofensiva: La Fontaine es un moralista cínico y la condesa de Ségur una diabólica abuela sadomasoquista. Es ya una cosa admitida que los cuentos de Perrault esconden los símbolos más repugnantes y hay que reconocer que la argumentación de los psicoanalistas es difícilmente refutable. Por lo demás, no es necesario recurrir a su sistema para advertir en
Alicia en el país de las maravillas
o en los
Cuentos de Andersen
la profundidad deliciosa y aterradora que constituye la piedra angular de su belleza. Los autores tienen una capacidad de ensueño que iguala por su naturaleza e intensidad a la de la infancia. Ese universo imaginario no tiene nada de pueril. Es la pedagogía la que ha inventado para los niños los colores inocentes, pero basta fijarse en el uso que hacen de ellos para quedarse asombrado ante sus verdes paraísos poblados de monstruos. Los autores de la literatura verdaderamente infantil son sólo educativos de manera accesoria y en raros casos (quizá Julio Verne sea el único). Normalmente son poetas cuya imaginación tiene el privilegio de mantenerse en la onírica longitud de onda de la infancia.

El globo rojo
es quizá más intelectual y, por tanto, menos infantil. El símbolo aparece más netamente en la filigrana del mito. El haberla unido a
En un país lejano
sirve para hacer resaltar la diferencia entre la poesía válida para los niños y para los adultos, y la puerilidad que sólo podría satisfacer a los primeros.

Pero no es ése el terreno que me interesa explorar. Este artículo no es una verdadera crítica y tan sólo incidentalmente evocaré las cualidades artísticas que atribuyo a cada una de esas obras. Mi propósito será únicamente analizar, partiendo del ejemplo asombrosamente significativo que nos ofrecen, ciertas leyes del montaje en su relación con la expresión cinematográfica e incluso más esencialmente su ontología estética. Desde este punto de vista la reunión de
El globo rojo
y
En un país lejano
podría ser premeditada. Una y otra demuestran a maravilla, en sentidos radicalmente opuestos, las virtudes y los límites del montaje.

Empezaré por el film de Jean Tourane para constatar que es de cabo a rabo una extraordinaria ilustración de la famosa experiencia de Kulechof sobre el primer plano de Mosjukin. Es sabido que la ambición de Jean Tourane es —lo ha confesado con la mayor ingenuidad— imitar a Walt Disney utilizando animales verdaderos. Es evidente, sin embargo, que los sentimientos prestados a los animales son (al menos en lo esencial) una proyección de nuestra propia consciencia. Sólo leemos en su anatomía o en su comportamiento los estados de ánimo que les atribuimos más o menos inconscientemente a partir de ciertas semejanzas exteriores con la anatomía o el comportamiento del hombre. No hay por tanto que desconocer y subestimar esta tendencia natural del espíritu humano que sólo ha sido nefasta en el dominio de la ciencia. Y hay que resaltar de todas formas que la ciencia más moderna redescubre, con precisos medios de investigación, una cierta verdad del antropomorfismo: el lenguaje de las abejas, por ejemplo, probado e interpretado con precisión por el entomologista Von Fricht, supera con mucho las más descabelladas suposiciones de un antropomorfismo impenitente. El error científico está en todo caso más cerca de los animales máquinas de Descartes que de los semiantropomorfos de Buffon. Pero, más allá de este aspecto primario, es evidente que el antropomorfismo procede de un modo de conocimiento analógico que la simple crítica psicológica no puede explicar ni mucho menos enjuiciar. Su dominio se extiende desde la moral (las fábulas de La Fontaine) al más alto simbolismo religioso, pasando por todas las zonas de la magia y de la poesía.

El antropomorfismo no es por tanto algo condenable
a priori
independientemente del nivel donde se sitúe. Desgraciadamente hay que reconocer que en el caso de Jean Tourane ese nivel es el más bajo. Siendo a la vez el más falso científicamente y el menos conseguido estéticamente, si inclina a la indulgencia es porque gracias a su importancia cuantitativa permite una asombrosa exploración de las posibilidades del antropomorfismo comparativamente con las del montaje. El cine puede en efecto multiplicar las interpretaciones estáticas de la fotografía por las que nacen de la conjunción de los planos.

Porque es muy importante hacer notar que los animales de Tourane no han sido amaestrados sino sólo domesticados. Y que prácticamente nunca realizan las cosas que se les ve hacer (cuando lo parece, es un truco: una mano fuera del cuadro dirige al animal o se trata de unas falsas patas movidas como marionetas). Todo el ingenio y el talento de Tourane consiste en hacer permanecer a los animales casi inmóviles durante la duración de la toma en el lugar donde les ha situado; el decorado, la disposición y el comentario bastan para dar a la postura del animal un sentido humano que la ilusión del montaje precisa y amplifica de manera tan considerable que llega a veces a crearlo casi totalmente. Toda una historia se construye así con numerosos personajes y complejas relaciones (tan complejas por lo demás que el guión resulta a menudo confuso), dotados de características variadas, sin que los protagonistas tengan casi nunca que hacer nada más que mantenerse tranquilos en el campo de la cámara. La acción aparente y el sentido que la película adquiere prácticamente nunca han preexistido al film, ni siquiera en cuanto fragmentos de escena, es decir, en la unidad mínima del plano.

Yendo más lejos, me atrevo a afirmar que en esta ocasión no era sólo suficiente sino necesario hacer este film mediante el montaje. Si los personajes de Tourane fueran animales sabios (como por ejemplo el perro Rintintín) capaces de realizar la mayor parte de las acciones que el montaje les atribuye, el sentido del film habría cambiado radicalmente. Nuestro interés ya no se dirigiría a la historia sino a la proeza. En otros términos, pasaría de lo imaginario a lo real, del placer de la ficción a la admiración de un número de
music-hall
bien ejecutado. Es el montaje, creador abstracto del sentido, quien mantiene el espectáculo en su necesaria irrealidad.

En cuanto a
El globo rojo
, por el contrario, hago notar y quiero demostrar que no debe y no puede deber nada al montaje. Lo que no deja de ser paradójico, teniendo en cuenta que el zoomorfismo atribuido al objeto es todavía más imaginario que el antropomorfismo de los animales.
El globo rojo
, de Lamorisse, ha realizado efectivamente ante la cámara los movimientos que le vemos realizar. Quede claro que se trata de un truco, pero que nada debe al cine en cuanto tal. La ilusión nace aquí, como en la prestidigitación, de la realidad. Es algo concreto que no resulta de los prolongamientos virtuales del montaje.

Y ¿qué importancia —se dirá— puede tener si el resultado es el mismo?: hacernos admitir en la pantalla la existencia de un globo capaz de seguir a su dueño como un perrillo. Pero es que, precisamente, con el montaje el globo mágico no existiría más que sobre la pantalla mientras que el de Lamorisse nos devuelve a la realidad.

Conviene quizá abrir aquí un paréntesis para hacer notar que la naturaleza abstracta del montaje no es absoluta, al menos psicológicamente. De la misma manera que los primeros espectadores del cinematógrafo Lumière se asustaban con la entrada del tren en la estación de
La Ciotat
, el montaje, en su ingenuidad original, no es advertido como un artificio. Pero el hábito del cine ha sensibilizado poco a poco al espectador y una buena parte del público sería hoy capaz, si se le pide que mantenga un poco su atención, de distinguir las escenas «reales» de las que son tan sólo sugeridas por el montaje. Es cierto que otros procedimientos, como la transparencia, permiten reunir en el mismo plano dos elementos, por ejemplo el tigre y la protagonista, cuya contigüidad plantearía en la realidad algunos problemas. La ilusión es aquí más perfecta, pero no indiscernible y en todo caso lo importante no es que el truco sea invisible, sino el que haya truco o no, de la misma manera que la belleza de un falso Vermeer no podría prevalecer contra su inautenticidad.

Se me objetará que los globos de Lamorisse están sin embargo trucados. Es algo evidente, porque si no, estaríamos en presencia de un documental sobre un milagro o sobre el faquirismo y eso sería un film completamente distinto.
El globo rojo
es un cuento cinematográfico, una pura invención del espíritu, y lo importante es que esta historia lo debe todo al cine justamente porque de una manera esencial no le debe nada.

Es muy posible imaginar
El globo rojo
como una narración literaria. Pero por muy bien escrito que se le suponga, el libro no podría compararse con el film porque su encanto es de una naturaleza completamente distinta. Sin embargo, la misma historia, por muy bien filmada que estuviera, podría no haber tenido sobre la pantalla más realidad que en el libro, y esto sucedería en la hipótesis de que Lamorisse hubiera decidido recurrir a las ilusiones del montaje (o eventualmente de las transparencias). El film pasaría entonces a ser una narración por la imagen (como el cuento lo sería por la palabra) en lugar de ser lo que es, es decir, la imagen de un cuento o, si se quiere, un documental imaginario.

Esta expresión me parece, en definitiva, la que define mejor el propósito de Lamorisse; propósito parecido —aunque también diferente— al de Cocteau realizando con
Le sang d'un poète
un documental sobre la imaginación (es decir, sobre el sueño). Hemos llegado así por la reflexión a plantearnos una serie de paradojas. El montaje, del que se nos dice con tanta frecuencia que es la esencia del cine, se convierte en esta ocasión en el procedimiento literario y anticinematográfico por excelencia. La especificidad cinematográfica, alcanzada por una vez en estado puro, reside por el contrario en el simple respeto fotográfico de la unidad de espacio.

Pero hace falta llevar más lejos el análisis porque puede señalar muy justamente que si
El globo rojo
no debe nada esencialmente al montaje, recurre a él accidentalmente. Porque si Lamorisse se ha gastado 500.000 francos en globos rojos ha sido para que no le faltaran los dobles. El mismo
Crin blanca
era doblemente mítico puesto que de hecho muchos caballos del mismo aspecto, pero más o menos salvajes, componían sobre la pantalla un único caballo. Esta constatación nos va a permitir precisar más una ley esencial de la estilística del film.

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