Read ¿Quién es el asesino? Online
Authors: Francisco Pérez Abellán
Tags: #Ensayo, #Intriga, #Policiaco
• Robustiano,
de 22 años, igualmente hijo de
José Ramón,
carpintero. Odiaba a la víctima porque desde pequeño había escuchado en su casa que había arruinado a su abuelo y trataba de hacer lo mismo con su padre. Se encontraba haciendo el servicio militar en A Coruña, aunque en el preciso momento de la muerte gozaba de un largo permiso.
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El cadáver fue identificado, sin ninguna duda, por la esposa y el yerno que salieron a buscarlo acompañados de un vecino, que en su camino a una feria de una localidad vecina, descubrió algo sospechoso.
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El cuerpo apareció al día siguiente a unos cincuenta metros de su caballo, que chorreaba agua de la lluvia.
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José era muy dado a pleitear con quien ponía en peligro sus tierras. Defendía sus intereses normalmente al amparo de la ley.
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Algunos vecinos le acusaban de «parapetarse tras el Código para abusar y excitar a los que le debían dinero y no le pagaban cuando cumplían los plazos».
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El asesino actuó agazapándose en las tinieblas de la noche, saltando sobre su presa como uno de esos lobos que rondan los establos.
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Ocurrió en los alrededores de una aldea perdida entre riscos, nieblas y nieves, donde aúlla el lobo.
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«Fue un crimen cerril y montaraz, taimado y cruel, buscando todas las ventajas entre vendavales de crueldad», según una crónica de la época.
El cuerpo fue hallado tendido boca arriba, cubierto de sangre, con las ropas desgarradas. El forense encontró heridas mortales en la cabeza de la víctima, probablemente inferidas con barra de hierro. Distinguió en su informe que unas heridas eran más contundentes que otras. Igualmente, presentaba graves cuchilladas en el cuello, y en el interior de su cráneo fue hallada una bala calibre 7,65 que posiblemente fue disparada con un revólver. La víctima intentó oponer resistencia a la agresión y por eso recibió cuchilladas en las manos. La hora aproximada de la muerte fue situada a las nueve de la noche del día anterior.
• José Ramón,
el hombre que pleiteaba desde hacía décadas con la víctima, presentó como coartada que a la supuesta hora del crimen se encontraba en su casa, donde se acostó después de cenar. Aportaba como apoyo de la veracidad de su historia a su mujer y a sus hijos, que quedaron invalidados al ser parte interesada.
• Mariano,
el primero de los hijos sospechosos de
José Ramón,
no había sido visto rondando la casa de la víctima ni sus alrededores. Era un muchacho ordenado y cumplidor, que rara vez se dejaba ver fuera de sus obligaciones. Excepto la historia de sus noviazgos fracasados, en los que posteriormente no había manifestado mayor interés por juzgar que si las chicas habían hecho caso de lo que se decía de él sin ninguna otra prueba o comprobación era porque no le merecían, no se le conocieron otros motivos de resentimiento. Era muy formal y trabajador.
• Robustiano,
más joven que su hermano y más impulsivo, demostraba sin embargo una sensatez fuera de toda duda. Era prudente y ordenado. Reconocido como de excelente conducta y de costumbres inmejorables, enemigo de pendencias, había escuchado desde que tenía uso de razón las rencillas entre las dos familias y, eso sí, culpaba al primo de su madre de los únicos disgustos que conmocionaban a su familia.
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José no era un hombre que se doblegara fácilmente cuando creía que tenía razón.
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De hecho, el día del crimen se puso el capote, montó en su caballo y marchó a las veredas del monte desapareciendo en un aguacero imponente.
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Aparentemente, la familia de la víctima no se inquietó al observar que José no volvía como había indicado. La esposa, que sufrió un conato de intranquilidad, fue rápidamente aplacada por la hija y el yerno, que le explicaron que con toda seguridad había visto cómo empeoraba el temporal y se habría quedado en el pueblo hasta el día siguiente.
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Fue entre las siete y las ocho de la mañana cuando se presentó un ganadero que al marcharse por el monte con sus reses se había topado con un horrible hallazgo. Preguntó al yerno: «¿Sabes algo de tu suegro?», y al escuchar la respuesta de que había salido a un asunto del que no había regresado, incapaz de callar por más tiempo, le dijo: «Pues imagino que no va a volver». Acto seguido, condujo a la esposa y al yerno al lugar donde encontró el caballo y el amo yerto.
• José Ramón,
al ser interrogado, confesó que desde luego estaba muy resentido con José porque trataba de arrebatarle una finca que era de su exclusiva propiedad, asunto del que afirmaba tener papeles que lo acreditaban, «pero de eso a matarlo —y enfatizó esta parte de su declaración—, hay mucho camino», que él no llegó a recorrer.
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Los investigadores, al examinar los terrenos próximos a la escena del crimen, encontraron rastros, aunque imprecisos por la lluvia, de al menos tres personas.
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Uno de esos rastros fue rápidamente identificado como perteneciente a la víctima, ¿a quién pertenecían los otros? ¿Era alguno de ellos el que había dejado el asesino o asesinos?
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La inspección ocular descartó que el crimen fuera debido al robo. En uno de los bolsillos del cadáver fueron halladas las cerca de 400 pesetas de aquellos tiempos, en billetes que llevaba, excepto unas 30 o 40 que se supuso se había gastado.
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Las personas con las que se entrevistó en el pueblo al que hizo el último viaje de su vida fueron interrogadas por los encargados del caso. Todas ellas parecían de reconocida solvencia moral.
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En la investigación se valoraron distintas posibilidades para establecer el móvil que impulsó al criminal. Podía tratarse de alguien que quisiera librarse de la exigencia económica que en forma de acoso ejercía la víctima sobre algunos a los que había concedido créditos, o tal vez fue sorprendido por bandidos que debido a la férrea defensa que hizo de su vida no pudieron acertar a despojarle de lo que llevaba, o quizá se trataba de una venganza. Una de las líneas más firmes de la investigación fue la indagación minuciosa en torno a las personas, bastante numerosas, que habían sostenido pleitos y juicios con la víctima o que todavía los seguían teniendo.
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La investigación se presentaba muy difícil porque el asesinato aparecía rodeado de muchas sombras. Además, la naturaleza recelosa de aquellos campesinos les hacía callar por miedo a buscarse enemistades.
Desde la generación anterior, la familia de la víctima y la de los sospechosos estaban enfrentadas. Las disputas por las propiedades y otros oscuros episodios las habían distanciado primero y separado para siempre después. Las dos eran vecinas de aquel monte. La casa de los sospechosos estaba a sólo seis kilómetros del domicilio de la víctima, enclavado en lo más abrupto de la sierra. José era primo de Leonor, esposa y madre de los tres principales sospechosos.
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Los investigadores tuvieron muy en cuenta que no sería la primera vez que una tragedia de esta naturaleza se producía entre parientes. Por eso se dedicaron a indagar qué pintaba Leonor en todo este embrollo.
• José Ramón,
el marido de Leonor, no se recataba de acusar a la víctima de haber arruinado a su padre, queja que a base de ser repetida había calado de forma muy especial en su descendencia. Los cinco hijos se mostraban afectados por aquella especie de persecución que al parecer la víctima tenía contra los suyos.
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Hacia la mitad de la investigación, los encargados del caso debieron reconocer que no existía indicio firme ni consistente que diera motivo para atribuirle al marido o a los hijos de Leonor el asesinato del desventurado José.
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Como hecho significativo se destacaba que por las fechas vecinas al día del crimen no se había visto en las poblaciones cercanas a los varones de la familia nada más que un domingo, precisamente acompañando a la madre, con la que después regresaron a casa.
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El mismo día del crimen, algunos vecinos pudieron contemplar a cuatro de los hijos mayores de Leonor trabajando las tierras hasta casi caída la noche.
El médico forense, que adelantó en una primera impresión que había dos clases de heridas, unas más profundas que otras, dirigió a los investigadores un documentado informe en el que afirmaba que probablemente habían sido dos los asesinos, basándose para tal afirmación en la comprobación de que las heridas del cadáver debieron de ser inferidas por dos personas diferentes.
Las preguntas que se hicieron entonces los investigadores fueron: ¿Cuál de los dos hijos había acompañado al padre? ¿Era el padre uno de los asesinos? ¿Habían cometido el crimen dos de los hijos sin contar con el padre? ¿Estaba la familia libre de culpa y debían buscar por otro lado?
Éste es el crimen de uno de los propietarios de la localidad gallega de Villacampa, José Rubal Pico, de 58 años, muerto a golpes y tiros. Sucedió en el concejo de Villacampa, cerca de la aldea de Hervellás, en el municipio de Mondoñedo, el 18 de enero de 1955, aproximadamente a las nueve de la noche. La víctima, además de labrador y hombre enriquecido, dominaba otra vertiente de sus actividades en el campo de los negocios, por lo que tenía con frecuencia enfrentamientos y disputas con vecinos, conocidos y familiares.
El hecho de ser una persona con muchos enemigos dificultó el hallazgo de su asesino, que según propia confesión fue al final sólo uno, precisamente el segundo sospechoso,
Mariano Herbón Pico,
de 23 años, herrero, quien confesó haber matado a José por venganza, para sacarse la espina de sus dos noviazgos estropeados, así como para paliar el sufrimiento ocasionado a su familia.
Muy sencillo:
Mariano
confesó ser el autor del asesinato cuando la Guardia Civil se presentó en su casa dispuesta a detener a
José Ramón,
su padre. Fue en ese momento cuando, además de declararse autor, dio toda clase de detalles sobre cómo cometió el crimen. Pero no fue sólo
Mariano
el que llegó a inculparse, sino que
Robustiano
confesó entonces, tal vez influido por la dramática inculpación de su hermano mayor, que le acompañó la noche aciaga del crimen. De los tres rastros de personas, uno pertenecía a la víctima, otro al criminal y el tercero a su hermano, que le hizo compañía.
Mariano,
el criminal, afirmó una y otra vez que no intervino. Los dos hermanos, hasta entonces considerados y respetables, dejaron en todo momento fuera de la conjura criminal al padre. Los investigadores, que en principio detuvieron a los tres, se vieron obligados a dejar en libertad a
José Ramón
a las pocas horas.
Mariano
confesó también que había estado al acecho. Es decir, que había premeditado su crimen; tan grande era su odio.
U
n sereno acompaña a un huésped hasta un piso interior de su casa. Mientras abre la puerta, en la calle se escuchan tres ruidos secos, como petardos. El huésped, que tiene vivo el recuerdo de la «mili», le dice al sereno que son disparos. El sereno cree que son los gamberros, como ocurre casi siempre. De todas formas, se apresura a bajar y camina con paso firme por una de las zonas más céntricas de la ciudad. Al llegar al cercano cruce de dos famosas calles descubre en el suelo, junto a la esquina, a un hombre joven. Está tirado en plena vía, con peligro evidente de que le atropellen. El sereno, Fermín Fernández, piensa que debe de ser un muchacho que ha bebido demasiado. Se acerca al joven caído y trata de reanimarle con unas cuantas sacudidas a las que el muchacho no responde.
Apenas consigue que abra los ojos y distingue en sus pupilas lo que podría ser una mirada de agradecimiento. Fermín se da cuenta de que no podrá levantarse por sí solo. El joven apesta a alcohol y el sereno lo arrastra como puede hasta la acera. Lo incorpora a medias y lo recuesta contra la pared, sujetándolo contra un canalón mientras busca un taxi para enviarlo a su domicilio si consigue saber dónde vive. La noche es fría y lluviosa. A Fermín le sorprende que el muchacho no lleve gabardina ni ninguna otra prenda de abrigo. Cuando encuentra el taxi se apresura a volver junto a él. Entre los dos, sereno y taxista, tratan de despertar al joven para que les diga dónde está su casa. Como no lo consiguen intentan ponerlo en pie.
El cuerpo está flojo y desmadejado. No se sostiene derecho ni reacciona. El taxista, que sabe mucho de las sorpresas de la noche, sospecha que aquello que tiene el muchacho inconsciente es algo más grave que una borrachera. Le pide a Fermín que vuelvan a dejar el cuerpo donde estaba y examina las pupilas del joven, le busca el pulso inexistente y repara por fin en unas manchas oscuras que afloran en sus ropas. El taxista concluye que el muchacho aquel está muerto.
El sereno, en cumplimiento de su obligación, avisa a la policía, que sin tardanza establece que el joven ha fallecido de dos disparos. Llevaba en el bolsillo algo más de una peseta, 1,50 exactamente; y una papeleta del Monte de Piedad, donde con fecha del día anterior a la madrugada de su muerte, había empeñado un reloj por treinta duros. No lejos del cadáver encontraron un pañuelo blanco y tres casquillos de bala del calibre 7,65.
El cuerpo sin vida fue identificado como el de Luis Miranda Iglesias, de 20 años, un joven trabajador, alegre y cariñoso, que había estado empleado en un comercio como dependiente hasta que el local cerró. En el momento de su muerte estaba preparándose para formar parte de la plantilla de Teléfonos. La policía supo también que la víctima había sido rechazada por el Ejército por ser estrecho de pecho y que últimamente se daba con frecuencia a la bebida. El lugar en el que había sido encontrado el cadáver era una barriada llena de bares frecuentada en aquella época sólo por hombres. Pudo haber salido de cualquiera de esos establecimientos. A simple vista y por el olfato, podía determinarse que había estado bebiendo hasta poco antes de su muerte. Pero ¿quién lo había matado?