Read ¿Quién es el asesino? Online
Authors: Francisco Pérez Abellán
Tags: #Ensayo, #Intriga, #Policiaco
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La vivienda de Manuel estaba al cargo de Rosa, una asistenta que sólo entraba a limpiar cuando se hallaba el inquilino. Intentó limpiar el jueves, y el viernes; y, de nuevo, el lunes, cuando ya sospechó que, pese a la conducta irregular del fallecido, debía de pasar algo grave.
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Manuel era un hombre extraordinariamente amante de la limpieza; la persona que le asesinó, también. De su apartamento «limpió» alfombras, cuadros, cortinas, sábanas, el mueble-bar, la radio, prendas personales, ropas y toda clase de objetos de valor. Sólo habían dejado los muebles de gran tamaño y demasiado pesados.
Manuel estaba en deuda con los dos sospechosos.
• Susana
pensaba que Manuel le debía muchas cosas que había ido acumulando durante su vida sentimental, como ropas que le había regalado, mantelerías, ropas de cama y hasta el mueble-bar, que como uno de sus últimos caprichos, había comprado la víctima para su casa.
Susana
y Manuel habían roto sus esperanzas de formar un hogar; pero él no había reconocido la deuda que ella le reclamaba.
• Jesús,
el joven amigo de Manuel, había sido acostumbrado por éste a obtener toda clase de favores económicos. Podría decirse que, durante temporadas enteras,
Jesús
había dependido de los favores económicos de Manuel. Pero, de manera brusca, eso se había acabado. Primero, como se ha dicho, se enfrió la amistad y, posteriormente, éste cortó el grifo del dinero.
Jesús
consideraba que Manuel le debía dinero y cariño.
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En el apartamento de la víctima todo había quedado envuelto en un desorden completo. Había muchas cosas rotas, especialmente fotografías de Manuel con amigas, amigos, parientes y artistas conocidos que habían sido hechas pedazos, así como los marcos y cristales que las protegían. Una de esas fotos hechas pedazos era de la madre de Manuel, que tenía un gran tamaño y había ocupado un lugar preferente en el salón.
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Se supo entonces que la portera y los vecinos habían visto el «baúl de cómico» de Manuel, en el portal de la vivienda, a las dos y media de la tarde del sábado, sin poder precisar quién lo había puesto allí.
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Ante la puerta de la finca fue estacionado un carro de mano que bien pudo servir para el traslado de los enseres robados, aunque no fue detectada la presencia de nadie que actuara cerca de dicho carro.
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La muerte de Manuel, seguida de su desaparición, dejando manchas de sangre lavadas en el suelo y las paredes, estaba rodeada de un cúmulo de circunstancias extraordinarias y alarmantes.
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En la inspección ocular del lugar del crimen se sacaron importantes conclusiones y fueron hallados un calcetín y un zapato de Manuel, así como sus zapatillas junto a la pared, precisamente bajo el lugar en que ésta había sido raspada para quitar manchas de sangre, por lo que aquellas estaban cubiertas de partículas de yeso. También fue encontrada una alfombra empapada en sangre.
La noche del miércoles, día 2, siguiendo su costumbre de sacar provecho de sus amistades, estuvo cenando en casa de Isabel, una de sus numerosas amigas, que venía de antiguas relaciones familiares. Interrogada, Isabel se limitó a contestar: «Yo casi esperaba esto, tenía que ocurrirle algo malo». En casa de Isabel estuvo hasta las doce. Desde allí habló por teléfono con otra de sus amigas, Carmelita, con la que quedó en ir a su casa supuestamente a jugar al parchís. Hacia las dos de la mañana volvió a su casa, y según todos los indicios, fue sorprendido por la mano criminal. Había quedado al día siguiente en ir con su amiga Carmelita al cine, pero no acudió.
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Manuel era un hombre muy correcto que nunca faltaba a una cita. La última noche de su vida se marchó a su domicilio con mucho sueño y había quedado con sus amigos en ir al cine, pero ni llamó para anular la cita ni se presentó. Sus amigos se quedaron con su entrada sin usar. Pensaron que se había marchado de repente a Valladolid, donde tenía un amigo íntimo, pero seguramente ya estaba muerto.
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Una perra de dos años de edad, que pertenecía a dos hermanas de la escalera, tuvo una extraña actitud prodigando sordos gruñidos junto a la puerta de Manuel, donde se le erizaba el pelo. Ese comportamiento cesó el sábado, cuando la portera y otros vecinos vieron los enseres de la víctima en el portal.
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El cadáver de Manuel fue enterrado completamente desnudo.
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Entre los objetos de valor que le fueron arrebatados a la víctima figuraba una sortija de oro con tres piedras blancas y dos coloradas.
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Las hipótesis policiales más firmes se basaban en la posibilidad de que el móvil hubiera sido el despecho o los celos y que el robo fuera simple consecuencia de un acto desesperado.
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La mano asesina debía de ser una persona de la total confianza de Manuel que aquella noche, pese a lo avanzado de la hora, no pudo esperar para poner en claro algún asunto de relevancia que tenía a medias con la víctima.
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El arma del crimen fue, efectivamente, un cuchillo de cocina, con la singularidad de que el agresor o agresora no lo cogió de la casa de Manuel sino que lo portaba entre sus ropas.
Éste es el crimen llamado «del baúl», al que le dio nombre el «baúl de cómico» que la víctima, Manuel Santonja Sempere, de 38 años, arrastró por las carreteras y vías férreas en sus años de actor de teatro. Manuel Santonja vivía en Madrid, en el piso primero E de la calle Hermosilla, 127, donde fue muerto a cuchilladas la madrugada del 2 al 3 de noviembre de 1955. La persona que lo mató a cuchilladas, descoyuntó y retorció el cadáver desnudo hasta encajarlo en el baúl en el que lo trasladó y finalmente enterró en el campo de la finca denominada «La Veguilla», frente a la calle Cubillos, en Tetuán de las Victorias, fue uno de los sospechosos: precisamente el joven
Jesús Lacosta Casado,
domiciliado entonces en la calle del Sorgo, 40.
Jesús
fue detenido en Barcelona, donde había huido con el producto del robo efectuado en la casa de la víctima. En el primer interrogatorio afirmó que había dado muerte a Manuel cuando éste intentó en su domicilio obligarle a hacer algo a lo que
Jesús
se negó y, en defensa propia, lo mató valiéndose de un cuchillo que había sobre una mesa. Pero en un segundo interrogatorio modificó su declaración indicando que mantenía relaciones con Manuel desde hacía un año, frecuentando con regularidad la casa de la víctima. La noche del crimen se presentó en casa de Manuel y una reciente discusión, así como el resentimiento por la ruptura entre ellos, le llevó a herirle de muerte con un cuchillo que había llevado consigo.
En lo que fue el frío crimen, sí. Completamente solo. Asesinó a Manuel y abandonó el piso llevándose una maleta llena de ropas y objetos, así como la llave. Volvió al día siguiente para limpiar la casa y elegir todo aquello de lo que pensaba apropiarse. Pero fue en el traslado del cuerpo dentro de un baúl cuando necesitó la ayuda de dos de sus amigos, así como la de su tía Obdulia, que ocultó algunas de las cosas que se llevó de la casa. En la sentencia del tribunal que los juzgó,
Jesús,
gracias al brillantísimo informe de su abogado, fue declarado autor de un homicidio y no de un asesinato, por lo que fue condenado a 17 años de reclusión menor, otros seis años por robo y multas por escándalo público e inhumación ilegal. Su amigo Antonio Conejero fue condenado como encubridor a seis años de prisión; y la tía de
Jesús,
Obdulia, fue objeto de cuatro meses de arresto. A su otro amigo, de nombre también Antonio, le absolvieron libremente porque aunque había colaborado en el traslado del baúl con el cadáver, lo hizo pensando que en su interior había sólo material eléctrico, según le había dicho su amigo, el homicida
Jesús Lacosta.
U
n hombre como él cualquier día tendría un disgusto. En el interior de su pequeña tienda solía llevar a cabo todo tipo de extrañas operaciones económicas. A la puerta de su establecimiento figuraba esta leyenda: «Traspasos y Transacciones Comerciales, Industrias Límite. Hipotecas, Créditos Industriales». El nombre que le había puesto a su negocio, presuntamente dedicado a la industria, encajaba a la perfección con el tipo de vida que llevaba. Él, con certeza, vivía al límite, continuamente jugando con el peligro. Julio, que así se llama el protagonista de esta historia, tenía 48 años, era de regular estatura y solía vestir trajes conjuntados con corrección y cierta elegancia. Se definía a sí mismo como «un hombre de acción». Le gustaba arriesgarse. A consecuencia de su forma de hacer negocios había tenido bruscos cambios de fortuna. Casi de la nada había subido a la opulencia, y desde esa cumbre, había descendido hasta literalmente quedarse sin nada. Pero siempre conseguía remontar. No obstante, en esos cambios bruscos de fortuna había ido perdiendo todos los posibles diques de contención. Cada vez era más osado, se arriesgaba más. Eso le traía muchos problemas. Por ejemplo, aquella discusión que duraba ya varios minutos en el interior de su tienda. La persona que había ido a visitarle se sentía engañada. Exigía una reparación inmediata. Se encontraba alterada, fuera de sí, y hacía muchos movimientos con las manos. Julio estaba acostumbrado. No era, desde luego, la primera vez que tenía que escuchar un desahogo como aquel. Pero, de todas formas, empezaba a pasar de castaño oscuro, en algún momento habría que cortarlo, no porque le conmoviera el estado alterado de la persona que le exigía que le prestara atención, con gesto crispado y violencia verbal, sino porque simplemente aquello estaba volviéndose demasiado monótono, le sonaba a repetido y empezaba a aburrirle. Julio casi se hallaba dispuesto a decirle que no siguiera insistiendo porque todo era en vano. No obtendría nada de él. Aunque tal vez era pronto todavía. Lo adecuado sería que le dejara desinflarse otro poco. Hasta que aquel «ser gesticulante», que no encontraba modo de dar salida a su indignación ni a su sofoco, se fuera percatando de que habría de irse exactamente como había venido, sin sacar de Julio nada más que alguna vaga promesa.
No obstante, aquella discusión no era como otras. La visita tenía una determinación que no se parecía a las actitudes con las que Julio solía encontrarse. En aquella persona había un empecinamiento anormal que quizá le obligaría a utilizar sus mejores armas, es decir, que debería sacar su comportamiento más agresivo, dándole a entender que nadie le ganaba en amenazas ni en bravuconadas. Llegado a este punto, Julio, que no en vano era dueño de unas bodegas, otra vez con el nombre industrial «Límite», que para él era un lema vital, decidió contrarrestar con ciertas dosis de audacia la iniciativa de la otra persona que acababa de cumplir un cuarto de hora imparable de chorreo de exigencias. Julio se puso de pie, le cortó a mitad de un párrafo insultante y le advirtió con determinación de que no tendría otra oportunidad que hacerle caso, aceptar sus palabras y marcharse a su casa. Julio se sabía implacable cuando quería y tenía experiencia en situaciones enojosas, pero aquella estaba decididamente fuera de lo normal. Se dio cuenta en el último minuto, cuando su falta de tacto había exaltado las posiciones. Trató por última vez de poner punto final, rodeando la mesa y dirigiéndose con todo el poderío de su peso y su impecable aspecto hacia la persona que le increpaba, y que no se asustó al verle venir. Ni siquiera cambió su actitud claramente desafiante. Julio, por primera vez fuera de sí, le echó las manos al cuello apretando con furia. Fue entonces cuando apareció la pistola en manos de la otra persona. Julio intentó hacerse con ella sin conseguirlo, casi estuvo a punto de arrebatársela pero, de pronto, sonaron dos disparos. Julio se desplomó prácticamente muerto, con medio cuerpo debajo de la mesa del despacho. Un individuo de vida desordenada que se dedicaba a oscuros negocios había muerto a tiros, pero ¿quién lo había matado? ¿Por qué lo habían matado?
• Ramona,
una mujer de vida airada que había recibido un préstamo de la víctima. Su relación, que comenzó siendo un «asunto de negocios», había derivado a una cuestión sentimental. Desde hacía varios meses, intentaba cancelar el préstamo sin pagar los altísimos intereses que le eran exigidos y se mostraba dolida porque, pese a sus encuentros amorosos, la víctima se mantuviera inflexible en la reclamación del dinero.
• Francisco,
un inversionista que había dedicado la mayor parte de sus ahorros a un supuesto negocio propuesto por Julio, sintiéndose estafado. A cambio de su inversión le había prometido un documento de garantía y un empleo. No le dio ninguna de las dos cosas. La situación de
Francisco
era angustiosa. Vivía de su pensión de militar prácticamente jubilado. Había sido maestro herrador, ahora por enfermedad en situación de disponible forzoso, y se había quedado sin ahorros, la única esperanza que tenía para salir de sus problemas económicos.
• Herminia,
dueña de un negocio de hostelería que metida en un apuro necesitó una cierta cantidad de dinero, conociendo por este motivo a la víctima, que se lo dio a un interés muy elevado y obligándola a firmar un documento por el que se obligaba en caso de traspaso a cedérselo a él por la exigua cantidad de 20.000 pesetas, algo que, mal negociado, podría proporcionarle más de 300.000. La actuación de Julio además hizo que
Herminia
resultase denunciada por estafa.
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La víctima fue identificada como Julio Sánchez Rodríguez, de 48 años, casado, industrial, propietario de unas bodegas e impulsor del negocio en el que había muerto, donde se dedicaba a oscuros tejemanejes con dinero. Entre otras actividades solía prestar elevadas cantidades a intereses considerados de usura.
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El cuerpo fue encontrado tendido en el suelo de un pequeño despacho que estaba situado a la derecha del local destinado a la recepción del público. En la inspección ocular se anotó que el cuerpo fue hallado en posición decúbito supino, esto es, boca arriba, con la cabeza y parte del cuerpo semiocultas bajo la mesa del despacho.